Queridos hermanos y hermanas de esta familia que es nuestra Iglesia, que hoy en pequeñas partes está toda aquí representada.
Hoy celebramos la fiesta de la Inmaculada y, tradicionalmente, también a todos nos evoca a la historia de nuestro seminario. Y lo hacemos siempre en un tiempo especial que es el tiempo del Adviento, tiempo de espera, tiempo de promesa y tiempo de gestación. Tiempo en el que la Iglesia y cada uno de los que en ella formamos parte, hacemos lo que hizo María: abrir espacio para que Dios pueda venir. Tiempo de preparar la casa y mantener encendida la lámpara de la esperanza en medio de oscuridades, de heridas y de dificultades.
En el Adviento aprendemos que toda obra de Dios siempre empieza en silencio, en lo pequeño, en lo escondido, como una semilla que todavía no vemos, pero que empieza y ya vive.
Así es la vocación, la vocación de todos los que estamos aquí: la de los casados, la de cada sacerdote, la de cada laico o laica llamado, llamada de Dios. Cada vocación, antes de que nosotros le pongamos palabras, ya está en el corazón de Dios. Él ya conoce incluso a los seminaristas que vendrán en otro tiempo, incluso a los que todavía no han llamado a las puertas del seminario. Él ya conoce incluso a las familias que posiblemente se formarán.
Y esto es así porque vivimos en un Adviento continuo. Y este es un tiempo, respondiendo a esa pregunta que nos hacía Dios desde el principio: ¿dónde estamos?, para darnos cuenta dónde estamos y para abrirnos a la promesa y a la creación silenciosa que Dios va haciendo en nuestras vidas, mucho más palpable de lo que nos imaginamos.
La Anunciación que hemos escuchado es un Adviento en miniatura. Por eso hoy el Evangelio nos coloca nuevamente en Nazaret, en la casa de María. Allí ella aprende a escuchar a Dios por medio de las palabras del ángel que le invitan a vivir su propio Adviento; a confiar en una obra que ella no puede controlar, en algo que ella no ve, pero que ella se fía. No dice: "Esto es imposible." Lo único que dice es: "¿Y cómo será esto?" Se fía y se deja habitar por la palabra de Dios, sin más seguridad de que Dios cumplirá en algún momento su promesa.
María se turbó, tuvo miedo, pero escuchó algo que el Señor no se cansa de decir a través de gente que nos acompaña, a través de testigos en el camino: “No temas, no temas”. Es lo que siempre Dios repite cada vez que se acerca a nuestra vida. Y María dijo: “Hágase”, que es la palabra más fecunda de la historia. Siempre que decimos esta palabra, la historia va adelante: no hay ningún “hágase” que caiga en el vacío.
Por eso hoy todos, estemos donde estemos en la vida de la Iglesia, estamos llamados a este Adviento a gestar a Cristo como seminaristas, como familias, como padres, como hermanos, como abuelos, como sacerdotes, como comunidades cristianas, como amigos. Sí, todos tenemos parte de este Adviento, porque María nos dijo que así la teníamos.
Cada vocación sacerdotal, queridos seminaristas, es también un pequeño Adviento. Es un proceso lento, delicado, donde Dios acompaña y madura poco a poco y a su ritmo –como lo hizo con María–, no al que nosotros queremos. Y así como María no vivió sola este camino, sino que lo vivió en un hogar, en un pueblo con Isabel, con José, también vosotros seminaristas no camináis solos.
Cuando uno sale de su casa y entra en el seminario, no se mete en un ambiente cerrado como si fuera un colegio de élite para devolverlos luego bien formados. El camino de la formación no es así. El camino de la formación es la obra de toda la comunidad cristiana, de toda la Iglesia, que es la responsable de cada una de vuestras vocaciones.
El sujeto de la formación no son solo los magníficos formadores, sino que lo son todos los bautizados, es toda la Iglesia Diocesana. Por lo tanto, el seminario no es como ese submarino en el que uno se mete para aprender a ser curas y ver por el periscopio la realidad desde lejos. El seminario es toda la diócesis. Es todo el pueblo de Dios que colaboramos juntos para para formar a los que serán sus pastores. Por eso queremos seguir creando modos, formas, vínculos con toda la diócesis para que se sienta protagonista de la formación de sus presbíteros.
Pero la formación vuestra no ha empezado en el seminario, empezó mucho antes en la familia y en la comunidad cristiana. En la familia se aprende a confiar, a trabajar, a agradecer y a perdonar. En la parroquia es donde cada joven descubre el valor del servicio y de la alegría. En los grupos y en los movimientos es donde se experimenta la fe compartida. Con los sacerdotes que os han acompañado y con los laicos aparecen las búsquedas, las interpelaciones que producen esas vidas coherentes que Dios pone a nuestro alrededor.
Y todos somos parte de esa formación de un futuro sacerdote, porque todos, incluso antes del seminario, somos su Nazaret que ahora ha de aprender a ser tejido, discernido y enriquecido con la oración, el estudio, la madurez personal y la vida pastoral. Y siempre está ahí, bajo el ritmo del discernimiento comunitario.
Vosotros sois un Adviento, queridos seminaristas, pero también hoy tenemos la suerte de tener aquí a todas las familias. También estas familias, las familias de nuestra diócesis, sois todo un Adviento, un corazón de la vocación y de la formación. Vosotros sois una parte muy especial en este proceso, no solo porque un día tal vez apoyasteis la decisión de vuestro hijo, o quizás os sorprendisteis hasta la confusión por esa misma decisión; pero ahora vuestra presencia es fundamental, tal y como sois, porque vuestro cariño, vuestro abrazo durante la formación, siguen aportando a cada uno de los seminaristas su raíz, su casa interior, su sostén afectivo y espiritual, e incluso también un lugar de contraste y de realismo que tanto se necesita.
La Iglesia necesita seminaristas que puedan estar bien acompañados por sus familias, que no vivan la vocación como ruptura, sino como una ofrenda del día a día, como un Adviento. Que sigan sintiendo lo que vale el hogar y lo que vale caminar con quienes se ama. Porque la formación no es solo estudiar teología, es aprender a amar como ama Jesús. Y eso se aprende en el seminario, en casa, con los amigos, con la parroquia. El amor va por delante, incluso cuando no se entienden las decisiones o cuando no se piensa lo mismo. La fe tiene el don de hablar un lenguaje que va más allá de todo, porque es el lenguaje del amor.
Todos hoy, queridas familias, somos parte de este Adviento. Todos podemos hoy decir sí a ese misterioso plan de Dios que va tejiendo vidas, que va tejiendo otros síes en cada familia, en cada parroquia, en cada uno de vosotros.
Por eso sí me gustaría hoy pediros a cada uno de vosotros que sigáis colaborando con la Iglesia en este gran Adviento, para que cada uno de nuestros seminaristas sea un hombre libre y generoso. No se trata de ser perfectos, se trata de aprender a amar, a servir y a entregarse. No dejéis de formar parte en el proceso de cada uno de nuestros seminaristas. Mantened ese apoyo constante.
Y, si la familia es parte de este proceso formativo, aquí están muchos sacerdotes y están también miembros de nuestras comunidades, porque las comunidades cristianas también abrazan al seminario y son una parte fundamental de él. Son los talleres de la esperanza.
Con la familia, cada parroquia, cada comunidad de donde venís y donde estáis de pastoral, es ese pequeño núcleo que hace lo que María: gestar a Cristo, dar a luz a Cristo allí donde está. Porque allí aprendemos que cada sacerdote no es enviado a la sacristía, sino al mundo; no a mi tiempo y a mis cosas, sino a donde se necesita a Cristo, donde Cristo necesita nacer.
Eso lleva a introducirnos en la espesura y en la complejidad de nuestro mundo, a tocar carne y realidad con lo que Dios está amando. Y de eso se trata: en este tiempo con vuestras comunidades, con vuestros sacerdotes, aprender cómo Cristo va creciendo y cómo nuestro mundo y nuestra Iglesia va germinando a Cristo.
Y no se trata porque seamos los mejores, no se trata porque seamos ejemplares, no, sino porque somos capaces de decir sí, de decir hágase. Y así transparentamos la fuerza y la presencia de Cristo, por el sí que damos juntos.
Por eso este seminario no se entiende si no es un tapiz de familias, de comunidades, de sacerdotes, de personas. No es un edificio, es una red; una red de relaciones que acompaña, que intercede y que sostiene; y os agradecemos profundamente que forméis parte de esta red y que la mantengáis activa.
Quisiera que este seminario, al ser esta red, estuviera presente en todas las parroquias, allí donde hay Iglesia; que estuviera presente y que todos sintiéramos que es parte viva de nuestra comunidad cristiana.
Este es nuestro Adviento, queridos amigos. Este es el Adviento al que se nos convoca. Este es el Adviento en el que ahora se nos pide preparar el corazón y decir que sí. Vivir cerca unos de otros. Necesitamos como nunca ser esta Iglesia abierta, hospitalaria, humana, para seguir suscitando interrogantes entre la gente y seguir ofreciendo calladamente y en silencio –como lo hace María– el sentido de la vida que tanta gente necesita.
Hoy os pido un don especial: el saber decir "Hágase”. Hágase aquí. en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestras parroquias, en nuestro seminario y en nuestra Iglesia, para que sepamos transparentar a Cristo.
Que María, la Inmaculada, la madre del Adviento, nos enseñe a sostenernos unos a otros. Que nos enseñe a acompañar a los seminaristas y a formar una Iglesia que genere vocaciones con alegría, como el fruto natural. Y que todos, como pueblo de Dios, podamos decir: “Hágase. Aquí estamos, Señor. Haz en nosotros tu obra y hazla también en tantos jóvenes a los que has llamado al sacerdocio”.
Que María la Inmaculada nos enseñe a decir: "Aquí estoy, Señor. Prepara nuestro corazón para acoger y formar a los que llamas”.
Gracias por formar parte de esta red. Gracias por formar parte de este plan que Dios va haciendo crecer en nuestra vida, poco a poco y en silencio, en este gran Adviento.