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Lunes, 18 septiembre 2017 15:22

El cardenal Osoro bendice la nueva capilla del Arzobispado

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«Que esta capilla sea un lugar especial en este Arzobispado y que marque de verdad la dirección de nuestra vida», afirmó el cardenal Osoro este lunes durante la Eucaristía de bendición de la nueva capilla de las oficinas de la Curia en Madrid.

La nueva imagen de la capilla es obra de la pintora Nati Cañada, quien ha retratado a ocho santos que tienen una especial vinculación con la diócesis madrileña: san Dámaso, san Ildefonso, san Alonso de Orozco, san Simón de Rojas, santa Soledad Torres Acosta, santa Vicenta María López Vicuña, san José María Rubio y san Pedro Poveda. Además, ha realizado un completo vía crucis con 14 imágenes de la Pasión del Señor.

«Esta capilla ha de ser un lugar al que venir para pedir al Señor consejo ante las tareas que aquí se realizan. Porque es Jesucristo el que tiene que estar en el centro de todo. Si no es así, anunciaremos otras cosas, pero no al Señor», dijo el arzobispo de Madrid, quien señaló durante su homilía en que «el Arzobispado no está para mirarnos a nosotros mismos, sino para mirar las necesidades de todos los hombres de esta diócesis; y no solo de los que creen en lo mismo que nosotros, sino también de los que están lejos y no piensan como nosotros».

Junto a ello, consideró que «nosotros no ofrecemos una idea, sino que entregamos y regalamos a una persona: Jesucristo. Solo si tenemos una relación cercana con Él podremos salvar a la gente, no con teorías o reglas, sino con el mismo Jesucristo».

Todos los santos reflejados por la pintora están relacionados con Madrid, o bien por su origen o bien por su lugar de apostolado. Son un Papa, un obispo, dos frailes, dos monjas y dos sacerdotes diocesanos, pintados en óleo sobre tabla sobre un fondo que simula las vetas del mármol, la misma técnica empleada para el vía crucis. «He llorado en muchos momentos del trabajo, porque era todo real y muy emocionante», afirma Nati Cañada.

El Cristo que preside la capilla ha sido realizado por el escultor Jesús Arévalo a partir de un tronco de cedro, y como detalle característico presenta un nudo natural a la misma altura que la herida de la lanza. Además, la madera presenta una hendidura por delante, «de manera que al verla de lejos parece la sangre de Cristo manando directamente del corazón –señala el artista–. Con esa fractura abierta, y al estar encima del sagrario, evoca la entrega del Señor, que se parte y se deshace por nosotros».

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Quién es quién

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San Dámaso

Este romano de ascendencia hispana ocupó la sede de Pedro finales del siglo IV, en pleno crepúsculo del Imperio romano. Encargó a san Jerónimo la traducción de la Biblia al latín y fomentó en las catacumbas el culto a los mártires. Creó la doxología del Gloria e introdujo en la liturgia el Aleluya. En el epitafio de su tumba en Roma se puede leer: «De entre las cenizas hará resucitar a Dámaso. Así lo creo».


 

 

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San Ildefonso

A este toledano –Madrid estuvo ligada a la diócesis de Toledo hasta bien entrado el siglo XIX– nacido a principios del siglo VII, Lope de Vega le dedicó una obra y le llamó capellán de la Virgen, por su producción teológica dedicada a la Madre de Dios. Abad de un pequeño monasterio a orillas de su ciudad natal, en el 658 es nombrado obispo de Toledo. Nueve años después muere y lo entierran en la basílica de santa Leocadia. A mediados del siglo VIII, los mozárabes trasladaron sus restos a Zamora para librarlos de la persecución de Abderramán I.


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San Alonso de Orozco

Fue un sencillo fraile agustino en la corte del rey Felipe II, donde predicaba y confesaba. Su vocación comenzó a los 6 años, y siendo estudiante se afianzó al escuchar la predicación de santo Tomás de Villanueva. La familia real le tenía gran afecto y tenía siempre abiertas las puertas del palacio. Pero él llevaba una vida austera, y cuando volvía de predicar por las mañanas en la corte, recogía a los pobres que se encontraba en la calle para darles comida y vestido. Hoy sus restos reposan en la iglesia del convento madrileño que lleva su nombre.


 

 

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San Simón de Rojas

El hijo de Felipe II trató también a otro santo confesor de la corte, Simón de Rojas, pero con menor delicadeza. Como el trinitario solía andar entre pobres, Felipe III le pidió que los abandonase para evitar el riesgo de contacto a la familia real, pero Simón le contestó: «Majestad; si me obliga a escoger, me quedo con los menesterosos», a los que el rey le pidió disculpas. Fundó la congregación del Ave María, en el mismo lugar donde hoy se levanta el comedor de dicho nombre. Buscó siempre «hacer mejores a los buenos» y «procurar la conversión de los pecadores». Sus restos fueron profanados durante la Guerra Civil y desaparecieron.


 

 

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Santa Soledad Torres Acosta

En la calle de la Flor Baja nace esta sierva de María, instituto que da sus primeros pasos cuando ella entra, a mediados del XIX. Tras unos comienzos difíciles, Soledad toma las riendas de la congregación y esta se extiende por España y América, dando asistencia y consuelo a los enfermos en sus propios domicilios. Sus restos reposan hoy en la casa madre de las religiosas en la plaza de Chamberí.


 

 

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Santa Vicenta María López Vicuña

Casi contemporánea de Soledad es la fundadora de las Religiosas de María Inmaculada. Navarra de nacimiento, desarrolló en Madrid todo su apostolado a partir de un pequeño piso en la plaza de San Miguel, donde acoge y educa a jóvenes llegadas a la capital para servir. Sus restos mortales se encuentran en la casa madre de su congregación, en la calle Fuencarral.


 

 

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San José María Rubio

El Apóstol de Madrid, como le llamaba el obispo Eijo y Garay, vivió durante muchos años en la misma calle en la que nació Soledad Torres Acosta. Fue primero sacerdote diocesano y luego jesuita, y siempre se le conoció por auxiliar a traperos, pobres y modistillas, además de que en su confesionario se formaban siempre largas colas. Sus restos descansan en la casa profesa de los jesuitas de Madrid, en la calle Maldonado.


 

 

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San Pedro Poveda

«Soy sacerdote de Cristo»: reconoció Pedro Poveda a quienes le buscaban para matarlo. Eran los últimos días de julio de 1936, y el fundador de la Institución Teresiana acabó sus días fusilado junto a las tapias del cementerio de la Almudena, en Madrid. «Transformaos en Crucifijos vivientes», decía a menudo. Sus reliquias yacen actualmente en el Centro Santa María de Los Negrales, de las teresianas.


 

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