Catequesis

Miércoles, 31 marzo 2021 16:12

Primera charla cuaresmal del cardenal Osoro (15-03-2021)

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Muy buenas tardes a todos: los que estáis aquí, en la catedral, y a quienes a través de YouTube estáis siguiendo, o vais a seguir, estas charlas cuaresmales que yo quisiera hacer llegar a vuestro corazón. Gracias, digo, a los que estáis aquí, y a los que me dais la oportunidad de entrar en vuestras casas, en vuestros hogares, para hablaros de Dios sencillamente.

Los temas que durante estos tres días quiero tratar fundamentalmente los reduzco a esto: entrar en las huellas de la conversión, que va a ser hoy. Mañana hablaremos de la Eucaristía, eucaristizar la vida, ese neologismo que utiliza san Manuel González para hablar precisamente de la Eucaristía y de lo que supone la Eucaristía para nosotros. Y, en tercer lugar, os hablaré de la misión: la misión del discípulo de Cristo.

En las huellas de la conversión. Estamos en un tiempo privilegiado para aprender a permanecer en la vida como discípulos de Jesucristo. Estamos en un tiempo litúrgico que tiene una meta muy clara: la celebración de la Pascua. En las cartas pastorales que os he he escrito durante estos años que llevo con vosotros, siempre a principio de curso, que marcan una línea pastoral, y a las que he dado muchos títulos, fundamentalmente os he pedido que viváis en unidad esas tres dimensiones que tiene que tener el discípulo de Cristo: la sacramental, la profética y la caritativa. Es decir: la Eucaristía, la escucha de la Palabra y la caridad.

En esta Cuaresma, quiero hablaros hoy precisamente de esa conversión. Quisiera que tuvieses, o invitaros a tener una atención especial a la Palabra, a la Palabra de Dios. En la carta pastoral de este año animaba también incluso a que invitaseis a los sacerdotes de vuestra parroquia a introducir la Palabra, la Sagrada Biblia, en vuestra casa. Que en un lugar destacado estuviese la Palabra de Dios. El lugar donde vosotros, como familia, pudieseis orar, rezar, y coger algún texto de la Palabra de Dios. Yo hoy os convoco a tener una mirada firme al rostro del Señor para aprender a vivir de Él y desde Él. Os propongo que dediquemos en este tiempo de Cuaresma más tiempo a la oración, a la escucha de la Palabra de Dios. Qué fuerza transformadora tendría hoy en nuestra Iglesia diocesana si en todas las parroquias de nuestra archidiócesis de Madrid, en todas las capillas públicas, tuviésemos una oportunidad de exponer al Señor y, en esa hora, pudiésemos dejarnos alcanzar por los textos bíblicos que durante la Cuaresma se nos van entregando.

Contemplando el rostro de Jesucristo. Junto a Jesucristo, nos encontramos con el amor de Dios revelado plenamente en Él. A su luz, veremos nuestras oscuridades y sentiremos la gracia de celebrar el sacramento de la Penitencia. Sentir al Señor a nuestro lado, a través del sacerdote que hace las veces de Jesucristo mismo. Y nosotros, con profundo arrepentimiento y dolor de corazón, experimentamos cómo a través del sacerdote oímos al Señor que nos dice: «yo te absuelvo de tus pecado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Hace ya muchos años, siendo yo arzobispo de Oviedo, me hicieron un regalo que es un Cristo de Dalí, una copia. Y está sosteniéndose sobre una columna en posición de crucificado, pero sin cruz. Se ha soltado de la cruz. Esta no existe ya. Y está como desde lo alto, mirando hacia abajo y abrazando a todos los hombres. Cuando lo contemplo –porque me acompaña desde entonces en todos los lugares donde he estado– pienso en el abrazo tremendo que Dios quiere dar a los hombres. Dios quiere siempre envolvernos en su amor. ¿Por qué no te dejas envolver por el amor de Dios? Envueltos en su amor, damos de ese amor. Envueltos en la densidad del amor manifestado en Cristo, devolvemos a los hombres y a la historia el amor que construye, que desarrolla, que hace crecer, que defiende la vida, que promueve la solidaridad, que acoge a todos los hombres, que nos da el rostro verdadero y humano que hemos de tener, y que nos regala lo divino. ¿Por qué no dejarnos envolver por este amor?

Para estar en las huellas de la conversión, hay que ir tras las huellas de Cristo. Y yo os propongo cinco pasos, que corresponden a cinco páginas del Evangelio que estamos escuchando durante estas semanas de Cuaresma.

Entra en el desierto para ver lo que es importante, en primer lugar. Jesús fue al desierto. Lleno del Espíritu, volvió del Jordán, y durante 40 días el Espíritu le fue llevando por desierto. Y era tentado por diablo. Os invito a que, como Jesús, entremos en el desierto. ¿Qué tentaciones se dan hoy? Entra en el desierto, y mira. Mira si realizas el esfuerzo necesario, y pones todo el interés en el anuncio del Evangelio, de la Buena Noticia, como cristiano. Mira de verdad si evangelizar constituye la dicha, la vocación y la identidad profunda que tienes como miembro de la Iglesia. Como nos decía san Pablo VI en la Evangelii nuntiandi: «Llevar a todos los ambientes de la humanidad la buena nueva, y transformarla desde dentro y renovar la humanidad, es lo que tenemos que hacer en estos momentos».

Mirad: hay algo que debemos de pensar en el desierto. En el desierto nos ha puesto esta pandemia que estamos viviendo. Nos ha puesto al pairo de nuestras propias fuerzas, que son pocas. Hemos visto la muerte muy cerca de nosotros. A veces a nuestro mismo lado, porque ha muerto familia nuestra. Quizá estamos viviendo nosotros de unos paradigmas que han cambiado, que tienen que cambiar necesariamente en nuestra vida: hemos hecho una sociedad del bienestar, y queremos el bienestar para todo. Para todo. La vulnerabilidad en la que nos ha puesto esta pandemia nos ha hecho ver que el paradigma tiene que cambiar. Y nos ha propuesto que nos cuidemos los unos a los otros. No es tanto ya buscar el bienestar. Precisamente el bienestar consiste en cuidarnos los unos a los otros. Cuidar la tierra, cuidar las relaciones. El cuidado ha de nutrir la educación. Los sistemas educativos tienen que cambiar necesariamente. No tenemos que hacer hombres y mujeres que busquen dónde pueden ganar más a costa de lo que sea. Tenemos que construir hombres y mujeres de nuestro mundo que busquen cómo cuidar más y mejor a quien está a mi lado. El cuidado se alimenta contemplado el mundo y las personas, y contemplándolos como obra de Dios que son. Y el cuidado es la gran noticia evangélica que tenemos que dar. El cuidado trae esperanza. Cuando yo me siento cuidado por los otros, cuando yo cuido a los demás, doy esperanza a los hombres. Tenemos que hacer de la Iglesia una comunidad cuidadora y fraterna, que prioriza la misión del cuidado, la que tuvo Jesús en este mundo mientras estuvo con nosotros. Llevar a todos los ambientes de la humanidad la buena nueva, y transformarla desde dentro y renovar esta humanidad se hace precisamente no buscando el bienestar mío a costa de lo que sea, sino mostrando otra cara: el cuidado a los demás.

Es una tarea primordial de la misión de la Iglesia que cambia también nuestras catequesis -de los niños, de los jóvenes-, que cambia las relaciones del matrimonio, de la familia. Miremos si estamos dispuestos a trabajar por eliminar esa nostalgia que hay de reconciliación de nuestra humanidad. Y esta nostalgia de reconciliación cambia si pasamos del bienestar al paradigma de los cuidados. El bienestar es tener las necesidades básicas cubiertas. Pensad que muchas veces, los que sois padres de familia, cuando buscáis, decís: «bueno, vamos a mandarles a estudiar a tal sitio, porque ahí saldrán muy bien colocados». Se nos olvida que lo que tienen que salir es más cuidadores de los demás. Esto cambia el mundo. Cambia la vida. Porque el cuidado debe de ser integral. Cuidar, por supuesto, nuestra tierra; cuidar las instituciones; cuidar las relaciones; cuidar y contemplar a Dios, y al prójimo también, que es lo que nos pide Dios. Esta es la gran noticia que tenemos que dar. Entra en el desierto. Entra. Y ve lo que es importante. «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes». Haced esto.

En segundo lugar, no solamente se nos invita a entrar al desierto. El Señor nos dice: «Sube a la montaña y transfigúrate». Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago, y nos coge a todos nosotros, los que estás aquí en la catedral y los que están siguiendo por YouTube esta reflexión; nos coge, y quiere subirnos a la montaña; y nos invita a vivir esta experiencia extraordinaria. Jesús sigue llevándonos a los hombres a contemplar la vida desde unos horizontes absolutamente nuevos. Nos lleva como a Pedro, a Juan y a Santiago, y desea que descubramos su rostro verdadero. En realidad, el Señor en el monte no habla a los discípulos, los transfigura. Quiere que no eludamos las preguntas fundamentales de la existencia humana: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo discernir de verdad el bien del mal? A estas preguntas solamente se puede responder gracias al esplendor de la verdad, que es Cristo mismo. En el esplendor de la verdad que se revela en Cristo se nos da respuesta a los interrogantes más fundamentales de la existencia humana. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. En la transfiguración comprobamos que la respuesta decisiva a cada uno de los interrogantes del hombre la da Jesucristo. Nada más que Jesucristo. Como nos decía el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del verbo encarnado: Cristo. Por eso es necesario ir al monte de la transfiguración. Allí vemos al Señor. Y por eso Pedro pudo responder: «Maestro, qué bien se está aquí». ¿Por qué están bien? ¿Por qué están bien allí? Porque habían llegado en un estado de ignorancia, y el Señor los sitúa en la sabiduría verdadera. Allí ven el rostro de Cristo, y en él habían descubierto la verdad de la vida. La transfiguración de cada uno de nosotros es don y gracia del Señor.

Hay una condición que favorece nuestra transfiguración en Jesús y con Jesús, que es la disponibilidad para acoger la gracia. La oración siempre nos abre a Dios. Habla con Dios, y deja que Dios te hable. Es muy bueno saber escuchar al Señor. Si os dais cuenta, en la transfiguración, nos dice el Evangelio que Pedro y sus compañeros se caían de sueño. La primera dificultad para transfigurarnos nace de nuestra condición, que aparece además en nuestra sociedad: la fatiga, el cansancio, la desesperanza, la desilusión. Qué importante es dejarnos conquistar por estas palabras que en la transfiguración oyen los discípulos: «Este es mi hijo, el escogido. Escuchadlo».

Por lo tanto: desierto. Transfigurados. Y, en tercer lugar, dejémonos esculpir por la paciencia de Dios. ¿Recordáis aquella imagen que da Jesús de la higuera? «”Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto a esta higuera y no la encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar de balde este terreno?”. El viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año. Yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da frutos; si no, la cortas”». Así hace Dios con nuestra vida. San Ignacio dice en el segundo ejercicio sobre los pecados: «Acabar con un coloquio de misericordia razonable y dando gracias a Dios nuestro Señor, porque me ha dado vida hasta ahora, proponiendo enmienda con su gracia más adelante». Dios nos quiere. Dios nos ama. Dios nos trata como trató a esa higuera que no daba fruto, pero quiere cavar, ahondar, darnos su gracia.

Es necesario hacer que los hombres conozcan a Dios, no como un padre ofendido por las ingratitudes de sus hijos, sino como un padre bueno que busca por todos los medios la manera de confortarles, de ayudarles, de hacerles felices; que les sigue y los busca con amor incansable, como si no pudiese ser feliz sin ellos. Este es Dios. Que nos busca por todos los sitios.

Desierto. Transfigurados. Esculpidos por al paciencia de Dios. Para que utilicemos el título más grande que el ser humano tiene: hijo de Dios y hermano de todos los hombres. Recordad aquella parábola del hijo pródigo: un hombre que tenía dos hijos. «Dame la hacienda que me toca». Y emigró a un país lejano. Dejó a Dios. Hoy muchos de vosotros, las mismas familias, a veces sufrís los padres por vuestros hijos que están lejos de Dios. Cuando yo celebro aquí, en la catedral, el día de la Sagrada Familia, cuántas madres y padres vienen con fotografías de sus hijos para que les bendiga, y dicen: «es que han abandonado. Rece por ellos. Bendígales». Es verdad. Pueden ir a un país lejano, pueden gastar todo lo que les hemos dado. Pero, sin embargo, hay veces que se ponen en camino, y tienen que tener ese padre bueno que les acoge con todas las consecuencias. Y Dios es ese padre. «Cuando estaba lejos, lo vio, se conmovió, y echando a correr se le echó al cuello y se puso a besarlo».

Sabemos también del hijo que estaba en casa, que le molestaba esto, esta actitud del padre: «Yo estoy todo el día aquí, trabajando…». Para alcanzar este titulo de hijo y de hermano, tenemos que vivir de la misericordia de Dios, de su amor misericordioso. Lo que nos hace alcanzar el título de hijo y de hermano es volver a la alianza del amor de Dios. Nos perdemos cuando rompemos esta alianza, cuando perdemos la gracia, cuando nos asentamos en el pecado. ¿Cómo alcanzar el título de hijo y de hermano? El título no se alcanza por una conquista personal. La vuelta a la dignidad de hijos de Dios se alcanza por la fidelidad de Dios hacia nosotros. Los que estáis aquí, quienes estáis viéndome y escuchando: dejad que Dios os ame. Haced un silencio en vuestra vida y en vuestro corazón. Dios no nos abandona. Dios nos ama. Dios nos quiere. Dios sale a nuestro encuentro, como salió al encuentro de aquel hijo que se había marchado y había gastado todo, como salió al encuentro de aquel hijo que lo tenía todo y no se había dado cuenta de que lo tenía todo. Esta parábola del hijo pródigo, o del padre misericordioso, que a mí me gusta más llamarla así, expresa de la manera más sencilla pero más profunda la realidad de la conversión. Conversión desde la que se alcanza lo que tiene por objeto dar una versión nueva a la vida. Esa es la conversión: dar la versión que Dios mismo nos ofrece y nos ha ofrecido en Jesucristo nuestro Señor. Por eso, en esta versión es importante dejarse perdonar por Jesús celebrando el sacramento de la Penitencia.

Que esta Cuaresma sintamos la gracia, como el hijo menor, de volver y decirle al Señor: «Perdóname, Señor. Perdóname». Qué hondura tiene que el Señor nos regale el perdón en la celebración del sacramento de la Penitencia. Y es un perdón que no se alcanza por una conquista personal, sino que se alcanza cuando uno descubre a un Dios que me ama tanto, que me quiere tanto, que no me pone ninguna condición. Simplemente, me viene a abrazar. Déjate abrazar por Dios. Te perdona. Para un cristiano, el sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón, para obtener esta gracia y esta salvación.

Hagámoslo de la mano de la Virgen Santísima. Con la Virgen Santísima yo os invito, y termino: vayamos al desierto. Sí. Vayamos al desierto. Veamos qué es lo que tenemos en la vida. A qué nos estamos agarrando. Subamos al monte, y dejémonos transfigurar por el Señor. «Escuchadle». Hagamos esto. Y déjate un rato esculpir por el Señor. Siéntete esa higuera que se seca, que se seca sin Dios, y deja que el Señor ahonde en tu vida. Déjate abrazar por él un momento. Si lo necesitas, si estás más solo que la una, si estás buscando soluciones desde ti mismo y no te dejas iluminar por quien tiene la capacidad de rehacer nuestra vida, déjate esculpir por el Señor. Y comienza a utilizar el título más grande que un ser humano puede tener: hijo de Dios y hermano. Entonces sí que el paradigma del que os he hablado al principio cambia. Ya no es el bienestar: es el del cuidar. ¿Cuido mi relación con Dios, que me ama? Y, naturalmente, tengo que cuidar mi relación con los hermanos, porque lo que tengo que dar es el amor que Dios me da a mí. Es lo que tengo que comunicar a los demás.

Esta versión de la vida es la que os invito a tener. Es sencilla. Es sencilla. Os decía al principio: escuchad la Palabra. Que vuestra casa de familia se convierta en un santuario donde la palabra tiene una preeminencia, no para tenerla de adorno, sino para acogerla en el corazón de quienes habitáis allí.

Que el Señor os bendiga.

Apostemos por el cuidado. Sí. En el fondo, en el fondo, el cuidado es la gran buena noticia evangélica. Es el cuidado que Jesús tuvo con el que estaba enfermo, con el que estaba en pecado, con el que se acercaba a Él y le pedía que le diese la salud integral de la persona.

El cuidado puede ser la gran noticia evangélica que demos en Madrid todos. Cuidaros entre vosotros: el esposo y la esposa, los padres con los hijos, los hijos a los padres. Aportemos este cuidado en las relaciones que tenemos en la vida. Apostemos por cuidarnos, y por reflejar en ese cuidado que somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Amén.

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