Homilías

Jueves, 13 enero 2022 09:06

Homilía del cardenal Osoro en la Eucaristía de la Epifanía del Señor (06-01-2022)

  • Print
  • Email
  • Media

Queridos hermanos obispos don Santos y don Jesús. Querido rector de nuestro seminario. Deán de la catedral. Hermanos sacerdotes, diáconos, deminaristas. Hermanos y hermanas.

«Se postrarán ante Ti, Señor, todos los pueblos de la tierra». Para ello es verdad que tenemos que dar a conocer la presencia del Señor entre nosotros. Esto es lo que hemos cantado en el salmo 71 que hoy la Iglesia nos regala, en este día de la Epifanía. El que trae y hace el juicio, el que entrega la justicia, el que rige a los pueblos de la tierra, el que hace florecer la justicia y la paz, el que hace posible que todos ofrezcan sus dones y se postren ante el Señor: ese es el que nos reúne a nosotros hoy aquí; el que nos convoca, como convocó a los Magos en Belén. Él nos libra. Él nos quita toda aflicción, nos protege, se apiada y nos salva. Este Salvador es Jesucristo.

Este Dios que ha nacido en Belén y que hoy nos dice, en primer lugar a la Iglesia: «Levántate. Resplandece». Palabras del profeta Isaías, pero palabras que necesitamos escuchar nosotros, los discípulos de Cristo, en estos momentos de la historia. Queridos hermanos: pasa la humanidad una pandemia; pasa la humanidad la experiencia de una vulnerabilidad tremenda. Y la humanidad, hoy, en este momento de la historia, necesita encontrarse con Dios. Y esta misión la tiene la Iglesia. La Iglesia de Cristo extendida por toda la tierra tiene que seguir anunciando, como al principio, que el Rey, el Señor, el que salva, el que entrega luz, el que marca dirección, el que abraza al hombre, a todo ser humano en la situación que esté, es este Dios que tomó rostro en Belén, que nació en Belén, y al que han contemplado no solamente los pastores que cuidaban los rebaños alrededor de Belén, sino estos Magos de Oriente que llegaron para preguntar también dónde está el Rey de los judíos que ha nacido.

Los hombres necesitamos de alguien que marque dirección. Que no nos obligue. Que nos diga por dónde, en dónde y en quién encontramos la paz verdadera. Por eso, queridos hermanos, en esta fiesta de la Epifanía, nosotros, discípulos de Cristo y miembros de la Iglesia, sentimos el gozo de escuchar hoy, de parte de Dios, estas palabras: «Levántate. Resplandece. No tengas miedo, Iglesia de Jesucristo. No tengas miedo. Anuncia a Jesucristo. Es la salvación». Es la vida de los hombres. Es la única orientación verdadera, que nos capacita para entregar solo amor. Solo vida. Y esto lo necesita esta humanidad. Y nosotros hoy acogemos a este Dios, como lo acogieron los Magos cuando visitaron Belén. Lo acogemos y ponemos también nosotros el incienso o la mirra; ponemos nuestra vida y le decimos: «Señor, haz posible que te anunciemos. Haz posible que seamos hombres y mujeres, familias que te demos a conocer. Que nos levantemos y resplandezcamos por la vida que Tú nos entregas. Y que hagamos tus obras en este mundo».

En segundo lugar, esta salvación que nos ofrece nuestro Señor, esta salvación que encontraron los Magos en Belén, no es propiedad de unos pocos: es para todos los hombres. Todos los hombres están llamados a encontrarse con Nuestro Señor Jesucristo. No pongamos límites, queridos hermanos. Qué bien nos lo ha expuesto el apóstol Pablo cuando escribe a los Efesios en un momento en el que al apóstol le ponían dificultades, incluso dentro de ellos mismos, porque anunciaba el Evangelio, no a los que descendían del pueblo de Israel, sino a todos los hombres, a los gentiles. «Dios ha venido para todos los hombres. Todos los hombres pueden ser partícipes del Evangelio. A nosotros nos corresponde el anunciarlo». Queridos hermanos: no pongamos límites. Donde hay un ser humano, esté como esté, viva como viva, los discípulos de Cristo tenemos que acercarnos. Y darle el rostro de Cristo. Que es un rostro de amor. Que es un rostro de vida. Que no es de discriminación. No es de no querer saber nada con ese que es «de no sé que manera». Los discípulos de Cristo quieren ser hermanos de todos los hombres. Y quieren hacer llegar a todos los hombres la noticia de que el Salvador, el que entrega la vida, el que marca la dirección de la historia, el que entrega la paz, es Jesucristo Nuestro Señor.

Pero, queridos hermanos, en tercer lugar, nosotros también hacemos la misma pregunta que hicieron los Magos de Oriente cuando se presentaron en Jerusalén: «¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella. Venimos a adorarlo». Esta pregunta de los Magos de Belén al llegar a Jerusalén es también nuestra pregunta en esta fiesta de la Epifanía; en esta fiesta de Jesús que aparece como luz del mundo. ¿Dónde está Aquel que puede llenar el anhelo más profundo de nuestro corazón? ¿Dónde está? Queridos hermanos: toda la humanidad está hoy buscando cómo ser más feliz, cómo establecer unas relaciones más claras y más fraternas entre nosotros, cómo ayudar a los pueblos más pobres, a las miserias más tremendas que existen en este mundo... Hay un anhelo. Los Magos vienen a Jerusalén porque han visto en Oriente la estrella del Rey de los Judíos. En Jerusalén preguntan por el Mesías, pero no lo encuentran en Jerusalén, sino en Belén; una pequeña ciudad lejos del poder; pero una ciudad llena de amor y de la ternura de un niño que es Dios mismo, que ha nacido entre los hombres.

Y esto es lo que buscan los hombres, queridos hermanos, en toda la tierra. Los Magos representan a todos los pueblos de la tierra. A todas las culturas. A todas las razas. A todas las religiones del mundo. A todos los seres humanos sedientos de luz y de un sentido de la vida.

Hace un rato, esta mañana, abría un Capítulo General, en Guadarrama, de un instituto de vida consagrada. Estaban presentes miembros del instituto de todos los lugares del mundo. De todos los continentes. Queridos hermanos: todos manifestaban y expresaban cómo el ser humano, allí donde ellos están -y procedían, digo, de todos los continentes-, está sediento de luz y de sentido de la vida. Hoy hay hambre. Hay hambre de sentido de la vida, queridos hermanos. Los Magos son nuestros modelos en la aventura de la vida. ¿Por qué? Porque buscan y alzan su mirada al cielo; se ponen en camino; ven brillar una estrella en medio de la oscuridad del mundo y de su corazón. Los Magos representan la búsqueda interior del ser humano, que va más allá de sí mismo. Y que hoy el ser humano tiene hambre, queridos hermanos. A veces no pronuncia el nombre de Dios, pero sabe que su vida no tiene sentido solo desde sí mismo. En todos los pueblos de la tierra, allá donde hay más progreso, y donde hay de todo, no llena el corazón. Y allí donde está la miseria y el abandono... Porque los pueblos que tienen, miran para otro lado.

Los Magos no se quedan en la tranquilidad confortable de sus casas: se ponen en camino. Queridos hermanos, dejadme haceros esta pregunta en este tiempo de la Navidad y en este día de la Epifanía: ¿Cada uno de nosotros somos cristianos en camino? ¿O somos cristianos instalados? ¿Qué estrella necesito para seguir esta etapa de mi vida, la que estoy viviendo ahora? ¿Qué estrella? Todos somos Magos. Y, como ellos, todos buscamos sentido a nuestra vida. A veces sin saberlo. Ellos, como nosotros, se preguntan también: «¿Dónde está el Rey de los judíos? Hemos visto salir una estrella. La necesitamos». Ciertamente, hoy ya no buscamos un Rey. Pero, como ellos, nos hacemos unas preguntas que son también esenciales: ¿Dónde encontrar referencias sólidas que den seguridad para la vida? ¿Dónde está aquel que puede dar respuestas satisfactorias a los anhelos profundos del corazón? Hemos visto, hermanos, que no lo da el tener. En las sociedades opulentas es donde hay más vacíos, más suicidios… Queridos hermanos: dicen que no se dan las noticias de los que se suicidan, muchos de ellos jóvenes, porque se crearía una alarma social. La alarma social se crea cuando no se dan soluciones, queridos hermanos. Esa es la alarma social. La alarma social se crea cuando no se da sentido a la vida, cuando no se ofrece sentido a la vida. Y hoy Jesús nos lo ofrece. ¿Soy capaz de ver la luz en plena noche? ¿Me dejo guiar? ¿He vislumbrado la luz que resplandece en el rostro de Cristo? ¿Soy capaz de ofrecer ese rostro? ¿O me guían otras luces, que a veces me ciegan y que me duran poco tiempo? El ser humano, en lo más profundo de sí mismo, quiere que brille una luz. Una luz que guíe, que invite a avanzar, que invite a crecer, que me invite a no cerrarme en mí mismo, que me abra a los demás, y que me abra ciertamente a Dios. No siempre resulta fácil percibir esa estrella. Hay muchas luces en el camino que a veces me ofuscan y me dejan cerrado en mí mismo.

¿Os habéis preguntado alguna vez, queridos hermanos, quién no siente la necesidad de una estrella que lo guíe a lo largo de su camino? ¿Quién no siente la necesidad? Todos necesitamos una estrella que nos guíe. No podemos instalarnos en la cultura de la superficialidad; en la cultura del sin sentido de la vida. No. No podemos situarnos en una huida permanente de nosotros mismos. Enfrentémonos,. Y nos daremos cuenta de que sin Dios hay un vacío terrible y tremendo en la vida.

Al enterarse el rey de los judíos, se sobresaltó. Y todo Jerusalén con Él, nos ha dicho el Evangelio. ¿Por qué se sobresalta Herodes? Era un hombre de poder. Y ve en Jesús un rival. En un niño. Siente miedo. Se siente amenazado. ¿Nosotros percibimos a Dios como un rival? ¿Que no nos permite disponer la vida como a nosotros nos apetece, sino que nos dice: marca esta dirección, ama al prójimo como a ti mismo, y ama a Dios, ábrete a Él? Dios no es rival, queridos hermanos. Es capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud. Y hoy el Señor nos la ofrece, como se la ofreció a los Magos de Oriente. Ellos le adoraron, le dejaron presentes y, nos dice el Evangelio, volvieron otra vez a dejarse guiar por la estrella, pero marcharon por otro camino distinto: el camino de Dios. No podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos, queridos hermanos. Salgamos al encuentro de los que sufren, de los que están lejos, y de esos que están cerca de nosotros; salgamos al encuentro. Y, como entonces, entremos también en Belén. Y veamos al niño, a su madre, a san José. Y, como ellos, pongámonos de rodillas.

El centro del relato que hemos escuchado precisamente es este: entraron a la casa, vieron al niño con María, su madre, y, cayendo de rodillas, lo adoraron. El encuentro con Jesús llena de gozo nuestra vida. Ayudemos a que los hombres se encuentren con Nuestro Señor. Queridos hermanos: no hay nada más bello que encontrarse con Nuestro Señor Jesucristo. Y no hay que ser un especialista en nada. No. Hay que dejarle entrar en nuestra vida. A veces uno no puede decirle nada al Señor. Simplemente decirle: «Aquí estoy, Señor. Dame tu luz».

Dice el texto: «Lo adoraron». Solo Dios es adorable. Esta actitud de los Magos nos cuestiona a nosotros, y nos plantea preguntas decisivas: ¿A quién adoramos? ¿Ante quién me arrodillo yo? ¿Cómo se llama el «dios» que ocupa mi corazón? Hoy, nosotros le decimos a Jesús: «Solo Tú eres la luz de la vida, Señor». Tú, a quien hoy nosotros podemos adorar en este altar, porque te haces presente en el misterio de la Eucaristía. Podemos decirte, como los Magos, y ofrecerte, y poner nuestras vidas a tu lado. Y decirte: «Solo Tú la luz de la vida». Solo. Sin ti, Señor, hay vacío: no sabemos para dónde vamos ni por dónde caminamos; sin ti, Señor, no hay dirección; y Tú nos la marcas: «Ama al prójimo». No le olvides. Dale la mano. Sé el creador de paz. Construye fraternidad.

Nos dice el Evangelio que los Magos, abriendo los cofres, le ofrecieron regalos. Hoy nuestro cofre va a ser nuestra vida. Y ahí, en el altar, donde se va a hacer presente el Señor, vamos a ponernos todos. Y nosotros, desde la catedral, que es la cátedra del obispo, hoy ponemos a todo Madrid aquí. Todo el territorio nuestro, donde yo soy obispo. Todos van a estar aquí, con vosotros. Y le decimos al Señor: «Te entregamos, Señor, nuestro incienso. Nuestro oro. Nuestra mirra. Nuestra vida. Ponemos en ti nuestra confianza. Queremos encontrar el secreto de la vida en ti». Que tu estrella brille siempre en nuestra oscuridad. Y que aquí, en Madrid, siga alumbrando esa estrella que nos conduce a ti. Y que, como los Magos, todos nosotros nos arrodillemos ante ti. Y te digamos, Señor: «Tú eres la vida. Tú eres la verdad. Tú das sentido a mi existencia. Tú me sitúas a buen recaudo. Tú me llevas hacia los demás. Tú me llevas a no ver enemigos, sino hermanos. Tú me llevas a situar la vida, no en la ideología, sino en el abrazo que Tú me das. Y Tú me dices: lo que yo hago contigo, hacedlo vosotros con todos». Esta es la Epifanía. Que así lo vivamos siempre.

Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search