Homilías

Miércoles, 05 octubre 2022 15:39

Homilía del cardenal Osoro en la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado (25-09-2022)

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Querido don José, obispo. Queridos vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Querido delegado de Migraciones. Hermanos y hermanas todos.

Es precioso el salmo que hemos recitado juntos, en este día en el que la Iglesia, en España y a nivel universal, celebra el Día del Migrante y del Refugiado. Creemos en un Dios que mantiene la fidelidad siempre, que hace justicia para todos los hombres, que quiere dar pan a los hambrientos, que quiere dar libertad a los que se sienten esclavizados, que es capaz de abrirnos los ojos para ver las situaciones diversas que viven los hombres, que ama de verdad a los que quieren vivir y transformar este mundo y mantener la justicia verdadera entre los hombres. Este Dios, que reina por siempre; este Dios que nos ama y que nos quiere, y que la palabra de Dios que proclamamos en este domingo nos ayuda a descubrir cómo hacer posible la fraternidad, la verdad y la justicia entre nosotros. Cómo hacerlo. Cómo hacer posible que el ser humano se encuentre y sea ese ser humano que tiene todo lo necesario para crecer en dignidad en todas las partes de la tierra: llegue de donde llegue, proceda de donde proceda.

La palabra de Dios que hemos proclamado puede resumirse en tres expresiones: confiar, combatir y vivir.

Sí. Confiar. Tal y como nos lo acaba de decir la profecía de Amós. Nuestra tarea esta tarde, aquí, en esta fiesta que estamos celebrando, recordando y mirando a los migrantes y refugiados, es hacernos esta pregunta que nos hace el profeta: ¿A quién confiáis vuestras vidas? ¿De quién os fiais? ¿Quién os da los criterios para vivir y para relacionarnos entre los hombres? Queridos hermanos: ¡Ay de los que se fían y confían en el monte de Samaria! ¡Ay de los que se fían en vivir en lechos de marfil, que comen los mejores carneros del rebaño pero que, sin embargo, no hacen nada por los que se encuentran a su lado! ¿A quién confiamos nuestra vida? ¿De quién nos fiamos?

Queridos hermanos: es esencial y es fundamental que nosotros tomemos decisiones. El futuro empieza para nosotros hoy, cuando escuchamos esta palabra de Dios. ¿Qué decisiones tenemos que tomar para que el proyecto de Dios sobre el mundo pueda realizarse, y se haga de verdad en esta tierra ya un reino de justicia, de fraternidad y de paz? Sí, queridos hermanos. ¿A quién confiamos nuestra vida? Los discípulos de Cristo, que estamos reunidos en su nombre, sabemos que nuestra confianza está en Él, en su palabra, en lo que nos ha dicho Él: «amaos como yo os he amado», «estad al lado de quien lo necesita», «levantad a quien está tirado», «acoged y poned en su lugar a quien está discriminado».

Hoy, la palabra del Señor nos habla precisamente de que, si de verdad confiamos en Dios, nuestras vidas no serán para nosotros mismos: serán para servir a los demás; serán para que los demás se sientan en un territorio propio, que no es prestado: es propio, es de ellos, porque es de todos los hombres, porque Dios lo ha hecho para todos los hombres.

Para organizar este mundo, queridos hermanos, es necesario que nosotros confiemos en este Dios que ha creado todo lo que existe; que ha mandado a su Hijo a este mundo y a esta tierra para decirnos el modo y la manera en que tenemos que vivir junto a los demás; que nos enseña que la vida del discípulo de Cristo es para dársela a los demás: no es para retener la vida de los demás en provecho propio. En este sentido, queridos hermanos y hermanas, el arco que hoy se nos ofrece, en este día en el que recordamos a los migrantes y refugiados, es un arco que nos lleva a nosotros, a todos los discípulos de Cristo, a preguntarnos: Señor, ¿confiamos en ti? ¿Acogemos tu vida? Tú diste la vida por todos. Miremos al Señor en la cruz, queridos hermanos. No murió por unos pocos. Vivió y murió por todos los hombres: de todos los lugares, de todas las razas, de todos los pueblos… Por eso, en este día, nuestra pregunta como discípulos de Cristo y miembros de la Iglesia tiene que ser clara: ¿A quién confiamos nuestra vida? ¿A mis ideas? ¿A mis formas de pensar? ¿A Jesucristo Nuestro Señor?

En segundo lugar, el Señor nos ha invitado a combatir el buen combate de la fe. Han sido preciosas las palabras del apóstol Pablo a Timoteo, cuando le dice: «hombre de Dios»; «cuando yo os digo hombres y mujeres de Dios». Y señala las características del hombre y de la mujer de Dios: la justicia practicada, la piedad formulada, la fe vivida, el amor con las medidas de Cristo, la paciencia y no el cansancio para cambiar las cosas que vemos que están mal en este mundo, y todo esto con delicadeza. Combate el buen combate de la fe.

Es hermoso, queridos hermanos, hoy, poder escuchar de parte del Señor: primero, que nos invita a confiar en Él, a fiarnos de Él; y, segundo, a combatir el combate de la fe.

En presencia de Dios, como nos dice el apóstol Pablo, y le dice a Timoteo; en presencia de Dios, que da vida al universo; en presencia de Jesucristo Nuestro Señor, que nos reúne a todos esta noche aquí, para descubrir qué nos pide el Señor hacer por los migrantes y los refugiados; qué nos pide; en presencia del Señor se nos dice algo como muy claro, queridos hermanos: combate con la fe, con la adhesión a Jesucristo; conquista la vida eterna; la vida de Dios, para hacerla presente ya en este mundo; para formularla ya en este mundo entre los hombres: en los que vienen de lejos, en los que están cerca de nosotros, en los que tienen opiniones diversas a las nuestras, pero son nuestros hermanos… Combate el buen combate de la fe.

Queridos hermanos: sí. Confiar. Combatir. Y vivir. Y lo habéis escuchado en el Evangelio que acabamos de proclamar. El Evangelio de hoy es excepcional, porque nos ayuda a entender el momento que estamos viviendo con los migrantes y con los refugiados; porque describe la tragedia amarga que se repite en la historia de la humanidad. Y Jesús ha tenido la lucidez para señalar que uno de los mayores obstáculos para la fraternidad humana es el afán de tener que se apodera de todos nosotros: ese afán que genera injusticia social, que genera la corrupción económica, que genera las situaciones de fraude, que genera este sistema neoliberal en el que estamos viviendo.

En la parábola aparecen unos detalles muy importantes, queridos hermanos. Para empezar, aparece el rico, que no le da nombre el Evangelio: no tiene nombre. No tener nombre en la cultura semítica significaba no tener una identidad profunda. Tenía muchas cosas, pero sin identidad. Ha perdido el nombre. Ha construido la vida en el vacío, y encima viste de púrpura y lino. Era el tinte escandalosamente caro utilizado por los reyes de su tiempo. Banqueteaba espléndidamente. Es decir, reducía la vida al tener, a la diversión, y le impedía ver la realidad del pobre Lázaro. El mendigo, sin embargo, no tiene nada, pero tiene nombre: se llama Lázaro, que en hebrero quiere decir «mi Dios es ayuda». Lázaro es el que pone la confianza en Dios. Este pobre es un mendigo, y su cuerpo no está cubierto de delicados vestidos: está cubierto de llagas, como la gente que llega de otros lugares, con necesidades fundamentales en la vida y que, sin embargo, ni siquiera las migajas a veces nos atrevemos a dar.

El texto dice que el mendigo estaba echado en su portal, cubierto de llagas, con ganas de saciarse con lo que tiraban de la mesa del rico. Existía la obligación moral, en la cultura judía, de recoger los trozos de pan caídos al suelo, y Lázaro ni siquiera tenía acceso a las sobras caídas de la mesa. Por eso, queridos hermanos, en este domingo, y en esta fiesta, nos encontramos con dos figuras de contraste, tal y como aparecen en el Evangelio: el rico, que lleva una vida llena de placeres, y el pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que los comensales tiran de la mesa. Además, el mendigo está acompañado de los perros, que en la tradición judía eran animales impuros, pero que eran más compasivos que el rico: lamían las llagas de Lázaro.

Como veis, nos encontramos con dos figuras de contraste: el rico que lleva una vida de placeres, y el pobre que ni siquiera puede tomar las migajas de los comensales. Podemos decir que esta parábola, a menudo, puede ser una descripción de nuestra sociedad y de la situación de nuestro mundo. Un hombre envuelto en lujos, que despilfarra, y un mendigo.

Millones de seres humanos que tienen que ir de un sitio para otro recorriendo el mundo para quitar el hambre, la miseria... Podíamos poner nombres de lugares desde donde nos llega tanta gente también a nosotros. Es importante: miles de emigrantes que cruzan el mar.

Ese pobre Lázaro yace a nuestra puerta, queridos hermanos. Cada uno puede hacer la transcripción que quiera con sus propias palabras, pero lo que sí es cierto es que masas de seres humanos están esperando para participar al menos de las migajas de los bienes de la tierra. Lázaro representa a millones de pobres de todo el mundo, que salen muy a menudo de las tierras donde nacieron para encontrar otros lugares donde poder, no solamente comer ellos, sino mandar dinero a quienes dejaron en los propios lugares de donde salieron. En nuestro mundo hay muchos Lázaros: muchos emigrantes. Muchos pobres. No tenemos que buscarlos lejos: los hay también en nuestro país, y los hay en nuestra propia ciudad de Madrid.

Y en el rico de la parábola podemos ver a veces ese sistema injusto. Injusto. Queridos hermanos: muchos creen que lo tienen todo, pero en realidad carecen de lo esencial, porque su vida está vacía de sentido. Y, en este día en el que recordamos al migrante y al refugiado, tomemos también conciencia todos nosotros de si de verdad nuestra vida tiene sentido profundo. De verdad.

Hay un diálogo, como habéis visto. Porque la vida del rico termina vacía de amor y de sentido. Le produce una muerte completa. Hay un diálogo entre el rico y Abraham. Y es significativa la respuesta de Abraham: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un mártir». Si no escuchamos la palabra de Dios, si la palabra no nos dice nada, las misiones no lograrán abrir nuestros ojos. Lo que ponen de relieve estas palabras es la ceguera y la insensibilidad que puede producir la riqueza y la buena vida que lleva el que vive solo en el consumo, en la preocupación de sí mismo y en la opulencia. Quien vive en el derroche, en el consumismo, se vuelve insensible y ciego para ver el dolor y la humillación de tantos seres humanos desamparados, hambrientos y avocados a la muerte y a la injusticia.

Como os dais cuenta, queridos hermanos, y sin salirme del Evangelio, la clave de todo el relato es que el rico no descubrió a Lázaro que estaba a la puerta, deseando las migajas que caían en la mesa. La clave de este relato en nuestra vida es que no descubramos de verdad a quien ha llegado de otros lugares y es mi hermano, y le tengo que hacer sitio y hueco.

Ciertamente, esta parábola es una advertencia seria de Jesús, de forma simbólica, en el lenguaje de la calle. Esta parábola nos recuerda que no podemos pensar en gozar de la vida y olvidarnos de vivir de verdad, de vivir como hermanos, de vivir dando la mano a quien llega, a quien necesita. Se pueden amasar fortunas tranquilizadoras, acumular experiencias compensatorias, vivir aturdidos por el éxito, pero fracasar en la empresa de llegar a ser plenamente uno mismo.

Hermanos y hermanas, en la vida de Jesús se nos revela que Dios está al lado de quienes más necesitan: de los pobres, de los emigrantes, de los refugiados, de los que por las circunstancias diversas han tenido que abandonar su propia tierra e incluso dejar a los suyos para ver si, yendo a otra tierra, logran mandarles algo para que puedan vivir y comer.

El que acoge en su corazón a Jesús y su Evangelio no puede organizar la vida centrado en sí mismo. Por eso, el Evangelio, queridos hermanos, es la gran revolución: no con armas, sino con el amor mismo de Dios. Me hace abrazar al hermano que necesita de mi amor y de mi cariño. El que acoge el Evangelio no puede vivir la vida centrado en sí mismo: necesita compartir con los demás, necesita solidarizarse con los más necesitados.

Yo quisiera que, en este Día del Migrante y del Refugiado que celebra la Iglesia, nosotros nos acordásemos en nuestra oración y le dijésemos al Señor: «Señor, más de la mitad de la humanidad anda como Lázaro, buscando migajas. Todos están a la puerta de nuestra sociedad del bienestar. Y tú, Señor, estás con ellos. Danos un corazón abierto para compartir; que nuestra confianza esté en ti; que Tú eres el único que llenas nuestra vida de esperanza, siempre. Siempre de esperanza».

Hermanos y hermanas: la palabra que el Señor nos ha regalado hoy nos deja inquietos. ¿A quién confiamos nuestra vida? ¿De quién nos fiamos? ¿Quién organiza nuestro corazón y nuestras salidas y entradas para estar con los demás? ¿Combatimos el buen combate de la fe? ¿Vivimos para los demás, o para nosotros mismos?

El Evangelio, como veis, hoy, describe esa tragedia que se repite en la historia de la humanidad. Esta tragedia de, a veces, no descubrir al hermano necesitado que llega; al que yo tengo que atender. Como nos recordaba el Papa Francisco en su mensaje en esta 108 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado: «El sentido último de nuestro viaje en este mundo es la búsqueda de la verdadera patria, del reino de Dios inaugurado por Jesucristo, que encontrará su plena realización cuando Él vuelva en su gloria, pero que nosotros tenemos que hacer posible y hacerlo visible con nuestra vida».

Los dramas de la historia en la que estamos todos, nos recuerdan que a veces estamos muy lejos de la meta. De esa nueva Jerusalén que es la morada de Dios entre los hombres; que somos nosotros, queridos hermanos: la Iglesia de Jesús, morada de Dios entre los hombres. Pero esa morada de Dios se tiene que manifestar: que reine la armonía. Es necesario acoger a Cristo; es necesario vivir del Evangelio del amor; es necesario que las desigualdades, las discriminaciones… se eliminen. Nadie debe ser excluido. Construir el futuro con todos, en este caso recordando los migrantes y refugiados, significa reconocer y valorar lo que cada uno de ellos puede aportar en este proceso de edificación de nuestro mundo. Queridos hermanos; sois todos, somos todos, habitantes de la nueva Jerusalén, de la Iglesia. Mantengamos las puertas abiertas de par en par para que puedan entrar todos los extranjeros con sus dones. Que entren. La presencia de los migrantes y refugiados representa un reto enorme para todos nosotros. Sí. Pero también representa una oportunidad para crecer, para agrandar nuestro corazón.

Yo creo que ahora, cuando estamos escuchando esto, todos tenemos ganas de que nuestro corazón sea cada día más grande. Es más: los que llegan dinamizan, revitalizan, animan nuestra vida. Compartir con ellos la vida nos ayuda a vivir la catolicidad de este pueblo de Dios al que nosotros pertenecemos; de este pueblo de Dios que camina en esta ciudad, en esta archidiócesis de Madrid; de este pueblo de Dios al que se unen gentes venidas de otros lugares, y que pertenecen a nuestro pueblo.

Que Jesucristo Nuestro Señor, que se hace presente en el misterio de la Eucaristía, nos haga entender lo que significa en la existencia de un discípulo agrandar el corazón para que todos los hombres entren en él, y que todos sientan la ayuda de un hermano. Que así sea.

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