Homilías

Lunes, 27 junio 2022 15:29

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del Corpus Christi (19-06-2022)

  • Print
  • Email
  • Media

Querido cardenal Bocos. Queridos obispos auxiliares, don José y don Jesús. Queridos vicario general y vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas.

Mi saludo especial para el vicepresidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, a la presidenta de la Asamblea, a los concejales presentes de nuestro Ayuntamiento, al general Millán. Gracias por su presencia en este día entrañable para los cristianos y para la Iglesia, como es la fiesta del Corpus Christi.

Queridos hermanos y hermanas. «Siéntate a mi derecha» nos decía el salmo 109 que hace un instante hemos proclamado. «Extenderá el Señor su poder sobre ti. Tú eres príncipe desde el día de tu nacimiento. Yo te engendré». Todos los que estamos aquí, queridos hermanos, casi todos, o todos, hemos sido bautizados, y otros quizá estáis en estos momentos, por lo menos uno que yo he visto, en un proceso de bautismo de adultos. «Tú eres sacerdote eterno».

Queridos hermanos. La Palabra de Dios que acabamos de proclamar nos llena de gozo en este día de la fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. Queridos hermanos. Me gustaría que este día descubriésemos todo lo que es la Eucaristía en nuestra vida: en nuestra vida personal; en nuestra vida colectiva, como el proyecto de Dios que quiere que nosotros realicemos. Como nos acaba de decir el Evangelio que hemos proclamado: «Dadles vosotros de comer». Todos sabemos, y lo hemos oído en infinidad de ocasiones, que la Eucaristía es el centro de la vida cristiana; que es el sacramento de la comunión y de la unidad; que nos hace entender lo que es la Iglesia de Jesucristo. Que la Eucaristía nos hacer salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento de Cristo, que nos alienta a vivir la fe en Él. ¡Qué hondura, hermanos y hermanas, alcanza nuestra vida en la Eucaristía! La centralidad de la Eucaristía, tanto en la celebración como en la adoración silenciosa del Santísimo Sacramento, nos ayuda a descubrir que nuestra vida ha de tener forma eucarística.

En la fuente de la Eucaristía, los discípulos de Cristo encontramos en radicalidad el modo de ser, el modo de vivir, el modo de pensar, y de hablar y de actuar en medio del mundo. Por eso, qué importante es que nosotros hoy nos preguntemos: ¿Cómo vivo la Eucaristía? ¿Me lleva a salir de mí mismo? ¿Me lleva a salir del anonimato? ¿Descubro que en la Eucaristía realizo una verdadera comunión con el Señor y con los hermanos? ¿Me lleva, la Eucaristía, a repartir el amor que he recibido, a ocuparme de los demás, en todas las situaciones que viva? ¿Me hace, la Eucaristía, participar en ella, ser don del amor y vivir con la medida del amor de Dios que, en definitiva, es amar sin medida?

Queridos hermanos. Tres palabras son las que quisiera poner en vuestro corazón hoy: participar, proclamar y vivir. Tres palabras que la Palabra de Dios, y valga la redundancia, que hemos proclamado, nos ayuda a que metamos en nuestro corazón. Participar de la Eucaristía, queridos hermanos. No somos meros espectadores. Somos discípulos de Cristo que, reunidos en torno al altar del Señor, domingo tras domingo, escuchamos su Palabra, y domingo tras domingo adoramos la presencia real de un Dios que ha querido permanecer entre nosotros, en medio de los hombres, para que nosotros, imitándole a Él, entrando en comunión con Él, seamos dadores del amor mismo de Dios en la construcción de este mundo y de esta tierra. Por eso, participar de la Eucaristía no es cuestión secundaria: es cuestión principal y esencial para todos nosotros. Pero también es cuestión fundamental el proclamar la muerte del Señor hasta que venga, como nos decía el apóstol Pablo en este texto de la carta a los Corintios que hace un momento hemos escuchado: «Cada vez que coméis de este pan, cada vez que bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga».

¿Y cómo lo hacemos, queridos hermanos? El Evangelio que hemos proclamado es un mandato. Un mandato fraterno, cariñoso, de Dios. Pero un mandato que nos hace a todos nosotros experimentar lo que hace un instante hemos escuchado en esta página del Evangelio: «Dadles vosotros de comer». Queridos hermanos: esta página del Evangelio suena y cae en nuestra vida en un momento singular de la historia. Tantas divisiones que hay en el mundo: guerras cerca de nosotros, enfrentamientos; tantas situaciones de marginación, de pobreza, de nuevas pobrezas y nuevas marginaciones que aparecen en nuestro mundo... Es precioso leer que cuando el Señor nos reúne en este domingo, nos dice como a los primeros: «Dadles vosotros de comer». En tres dimensiones. Si habéis escuchado el Evangelio, Jesús se puso a hablar del Reino de Dios y curó a los que necesitaban. Hablar y curar. Es la tarea que nos da Nuestro Señor. ¿Cómo curar, en este momento de la historia, las diversas enfermedades que están en el corazón y en la vida de los hombres? Los discípulos de Cristo, queridos hermanos, cada vez que nos reunimos, como lo hacemos ahora, en torno al altar, descubrimos cómo se hace la curación. El amor de Dios ha de ser para nosotros la fuerza insustituible en nuestra existencia para poder caminar junto a los demás. Regalar este amor de Dios es cumplir y poder hacer el mandato de Jesús: «Dadles vosotros de comer». Una realidad que nosotros acogemos, y que nosotros vivimos.

Es verdad, queridos hermanos, que nos sucede como a los discípulos de Jesús: «Señor, si solo tenemos cinco panes y dos peces. Despide a la gente. Que vayan a otros lugares». Pero el Señor no quiere que hagamos esto. Jesús tiene otra visión de la realidad, y por eso les contesta, y nos contesta a nosotros: «Dadles vosotros de comer». La propuesta de los discípulos se reviste de sentido común. Hablan de lo poco que tienen y de la necesidad de comprar para dar a tanta gente comida. Sus categorías son las que tenemos siempre los hombres, las de una sociedad que siempre está cuestionada. «No tenemos más que cinco panes y dos peces». Según los discípulos, la gente tendría que comprarse algo para comer. Sin embargo, Jesús les invita a sustituir el 'comprar' por el 'compartir'. Eso significa que tienen que cambiar las relaciones entre nosotros. Las relaciones entre nosotros y las cosas.

El problema del «pan para todos» es problema nuestro, no solo de los hambrientos. El esquema de comprar crea afortunados y desafortunados. Algunos tienen mucho, otros demasiado, y otros nada. Necesitamos pasar del 'comprar' al 'compartir'. Actualmente, hermanos, todos lo sabéis, hay millones de seres humanos que se acuestan todas las noches con hambre. Necesitamos concienciarnos para que hagamos lo posible para dar de comer a tanta gente. Darles trabajo. Darles una oportunidad para que desarrollen sus capacidades, y abrir horizontes de esperanza y de sentido. Quizá, nuestro mundo, por un afán del beneficio rápido y desmedido, desintegra las personas, las culturas. Pero fijaos en algo que es importante: Jesús no despide a la gente, sino que manda que se sienten en grupos. Dice el Evangelio que Jesús tomó el pan, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió, y se los dio. Se amontonan los verbos. Quiere decir que este gesto de Jesús es muy importante. ¿Qué quiere decirnos, queridos hermanos? Que solo cuando reconocemos que nuestros bienes son del Padre a la humanidad, podemos ponernos y ponerlos al servicio de los demás. No es posible reconocer sinceramente a Dios como Padre de todo y fuente de nuestros bienes, y seguir acaparándolos egoístamente, desentendiéndonos de los pueblos hambrientos, de los que viven hundidos en la miseria…

Queridos hermanos: la vida no se nos ha dado para hacer dinero, sino para hacernos hermanos y hermanas. Qué bonito es, queridos hermanos, el podernos reunir, domingo tras domingo, en torno al altar, y descubrir esto: que estamos en este mundo, como discípulos de Cristo, para hacernos hermanos y hermanas.

Y se los dio, nos dice el Evangelio, a los discípulos, para que se los sirvieran a la gente. Jesús, al tomar los cinco panes y los dos peces, al dar gracias y repartirlos, da una respuesta innovadora a las objeciones que a veces nosotros hacemos: falta dinero, hay escasez de alimento… Se trata de algo distinto. El Señor, esta mañana, como entonces, nos hace una propuesta: nos dice cuál es la respuesta del amor generoso de Dios, que a partir de poco sacia la necesidad sobreabundante; incluso sacia lo que nadie puede saciar: nuestro hambre de sentido de la vida. El Evangelio de hoy, como veis, subraya la importancia de la solidaridad humana para resolver problemas que parecen no tener solución. Sin solidaridad, hay cuestiones que nunca se solucionarán. Nosotros llamamos a esto fraternidad. Somos creadores de fraternidad. Miramos a los otros como hermanos, sean quienes sean.

El Evangelio de hoy nos invita a globalizar el amor. Nos invita a globalizar el compartir. Dios quiere que todos vivan y puedan saciarse. La multiplicación de los panes, como habéis visto, queridos hermanos, no es una cuestión de magia. No es una cuestión de prestidigitación. No. Es una cuestión de solidaridad, de amor a los hermanos. Hoy celebramos la fiesta del Corpus Christi, la fiesta de la Eucaristía. Al pronunciar la acción de gracias sobre el pan y el vino en la Eucaristía, reconocemos que todo bien de la tierra es don del amor generoso de Dios. Por tanto, quedan liberados de la ambición de poseer para que los bienes tengan ese destino universal para el que Dios ha creado todo lo que existe.

En un mundo, hermanos, donde hay hambre, donde hay injusticia, donde hay ansias de acumular bienes... ahí están presentes nuestras sociedades, hemos de afirmar que la Eucaristía tiene una dimensión social, y nos pide crear las condiciones de una nueva sociedad. La Eucaristía es fraternidad. Pero es subversiva: socaba el egoísmo, mina nuestra complicidad, nos enseña a mirar el mundo con la mirada de Jesús. Por eso, la importancia que tiene celebrar domingo tras domingo la Eucaristía. Nos hace mirar el mundo de otra manera, queridos hermanos. ¡Son mis hermanos! ¿Cómo puedo ayudarles yo?

En este sacramento, el Señor se hace comida para el hombre hambriento de verdad y libertad. Vosotros, hermanos, como yo, tenemos hambre de verdad. Tenemos hambre de libertad. Tenemos hambre de fraternidad. Cristo resucitado se hace presente de un modo especial en el pan y el vino consagrados de la cena del Señor, que son dos signos básicos de la vida humana. Este es el Cristo que está presente en la vida entera; que se entrega y comparte con amor por los demás su vida; y que, a los que nos decimos cristianos, nos pide lo mismo. En esta fiesta, hoy, os invito a que todos nosotros nos preguntemos: ¿Estamos dispuestos a poner en común nuestros cinco panes y nuestros dos peces? ¿Tenemos el valor para perder nuestros panes y nuestros peces, y entregarlos al Señor, para que puedan vivir muchos? ¿Valoro yo la Eucaristía como pan para el camino de mi vida?

Celebrar la Eucaristía no nos deja indiferentes, queridos hermanos. No. Contemplar al Señor, realmente presente en el misterio de la Eucaristía, nos hace que nosotros también miremos la vida desde Él. Desde Él. ¿Tenemos valor para perder de lo nuestro? ¿Para entregarlo al Señor? ¿Valoro la Eucaristía como pan para el camino de mi vida?

Celebramos en cada Eucaristía la Resurrección de Cristo, que proclama el poder invencible del amor y de la compasión. Y esto, queridos hermanos, urge. Es necesario. Los discípulos de Cristo, en todas las partes de la tierra, podemos y debemos acercar el amor de Cristo. Sí. La compasión de Cristo. Podemos cambiar radicalmente el curso de la historia humana. Sencillamente, dejándonos contagiar por este amor que, una vez más, Jesucristo nos entrega. Porque, quien se hace presente aquí es Jesucristo mismo, queridos hermanos. Lo contemplamos; lo adoramos; participamos de su comida, que es Él mismo, y que nos invita a decirnos: «de lo que yo os doy, que es mi vida y mi amor, dadlo. Repartidlo. Cambiad la historia». Nuestra oración hoy podría ser esta: «Señor resucitado, gracias por tu presencia entre nosotros, y porque sobre todo en este gesto nos enseñas a compartir nuestra vida y a compartir nuestros bienes».

Queridos hermanos: que el Señor os bendiga. Y que os haga descubrir, en vuestro corazón, la grandeza de la fe en Cristo resucitado. Y en Cristo presente realmente en el misterio de la Eucaristía, que nos impulsa a responder a esta pregunta que hizo a los primeros, y nos sigue diciendo a nosotros: «Dadles vosotros de comer».

Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search