Homilías

Miércoles, 23 febrero 2022 15:34

Homilía del cardenal Osoro en la Misa en clausura de la Semana del Matrimonio (20-02-2022)

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Querido Jorge, deán de nuestra catedral. Querido rector de nuestro seminario. Querido hermano, que vienes de la diócesis de Lima (Perú), a estar con nosotros celebrando la Eucaristía. Queridos diáconos. Queridos delegados de Laicos, Familia y Vida, María y José. Queridos matrimonios que estáis aquí, hoy, presentes, con vuestros hijos también. Hermanos y hermanas que tenemos la gracia de clausurar en este domingo esta Semana del Matrimonio que hemos vivido, o hemos tenido la oportunidad de vivir, bajo ese slogan, Matrimonio es más.

Es verdad que el 14 de febrero, coincidiendo con la festividad litúrgica de san Valentín, arrancó esta Semana del Matrimonio impulsada por todos los obispos que pertenecemos a la Conferencia Episcopal Española. Era una oportunidad que el Señor nos daba para que los matrimonios católicos renovéis el compromiso y mostréis la belleza que tiene el sacramento. Iniciaba yo la Semana con un tuit que todos los días pongo, pero que en el inicio de la Semana del Matrimonio decía lo siguiente: «El amor es comprensivo, servicial, no tiene envidia, cree, no pasa nunca. Esto lo viven cada día tantos y tantos matrimonios cristianos. Es la fiesta de san Valentín, y arranca la Semana del Matrimonio en la que recordamos que #MatrimonioEsMás». Y hoy he puesto este, para terminar la semana: «En la Semana del Matrimonio, quiero dar gracias a los matrimonios cristianos por su Sí. Gracias por amaros y entregar ese amor. Gracias a él vinimos al mundo, crecimos en la fe y aprendimos a hacer el bien. #MatrimonioEsMás».

Queridos hermanos: yo quiero acoger, con toda la fuerza que tiene, la palabra de Dios que acabamos de proclamar en este domingo. Hoy, nosotros, a través de vosotros, los matrimonios, queremos decirle al Señor que es verdad y cierto que «eres compasivo y eres misericordioso. Y te bendecimos. Y no olvidamos tus beneficios».

El matrimonio cristiano, y con él la familia, tiene una capacidad singular y especial de cambiar este mundo y de cambiar las relaciones. El Señor nos cura, nos rescata, nos entrega su gracia, nos regala su compasión y nos alegra también con su misericordia. No nos trata como quizá merecemos por las obras que hacemos, sino que Él aleja de nosotros todo aquello que perturba y oscurece nuestra vida, y sentimos esa ternura de un Dios que nos ama, que nos quiere y que nos invita a hacer lo mismo entre nosotros.

La palabra de Dios que hemos proclamado podría resumirse en tres expresiones: hacer el bien, ser imágenes de Dios con todas las consecuencias, y tener y vivir con las medidas de Dios tal y como nos ha dicho el Evangelio que acabamos de proclamar. Sí. Hacer el bien. Siempre hacer el bien. Ha sido de una profunda manifestación la primera lectura que acabamos de proclamar. Alguien que podía haber eliminado a Saúl, como era David, toma la decisión de hacer el bien. «No lo mates, que no se puede atentar contra el ungido del Señor. Siempre hacer el bien. Porque Él te puso en mis manos, y no quise atentar contra el ungido del Señor». Siempre hacer el bien.

La experiencia de dos personas que se aman, que se quieren, que fruto de ese amor traen vida y vienen los hijos, y que fruto de ese amor se organiza un cultivo de la vida que tiene una trascendencia sin igual, hace posible que en esta tierra y en este mundo haya hombres y mujeres de bien; haya hombres y mujeres que organizan la vida, no para atentar contra el otro, sino para dar vida, para anunciar la buena nueva del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo en el matrimonio y, desde el matrimonio, en la familia. Y eso supone hacer verdad lo que nos decía también la segunda lectura del apóstol Pablo, de la primera carta a los Corintios: «ser imágenes del hombre celestial».

Queridos hermanos: por el Bautismo hemos recibido la vida de Nuestro Señor Jesucristo. El primer hombre hecho de tierra. El segundo, como nos decía el apóstol, es del cielo. Sois del cielo. Sois bautizados. Tenéis la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Queridos hermanos: hemos de ser imágenes del hombre celestial. De este Dios que nosotros, cuando lo contemplamos en la cruz, o cuando lo acogemos en el misterio de la Eucaristía, descubrirnos un Dios que se puede definir exclusivamente porque amó tanto, nos quiso tanto, que no solamente dio la vida por nosotros, sino que nos ha regalado también su propia vida a todos nosotros. Y aquí es donde entendemos precisamente lo que nos dice el Evangelio de hoy, queridos hermanos. Es verdad, hay que hacer el bien; es verdad, tenemos que ser imágenes de Dios. Pero tenemos que tener las medidas de Dios.

Qué maravilla, queridos hermanos, esta página del Evangelio que hemos proclamado. Las palabras de Jesús son la gran novedad para todos los hombres. Es una novedad radical la que hemos escuchado. Pero no es absurda: se fundamenta en el anhelo más profundo del ser humano, que es la necesidad de amar y de ser amado. Y esto lo experimentáis en vuestra vida, en medio de las dificultades que podamos tener. Necesidad de amar y de ser amados: esta es la visión de Jesús sobre la vida humana. El ser humano es más humano cuando el amor está en la base de toda actuación, y ni siquiera la relación con los enemigos es una excepción, como nos ha dicho el Evangelio que hemos proclamado.

¿Es posible amar a los enemigos? Queridos hermanos: humanamente, a veces parece imposible. Por eso, en el Código Penal no existe la palabra perdón. Solo una progresiva identificación con Jesús puede conducirnos a ese amor a los enemigos. Todos llevamos dentro un germen de orgullo que, en determinadas circunstancias, a veces puede convertirse en odio. El odio a los enemigos es un mal que nos envenena, un impulso negativo que no nos deja en paz. Nunca produce satisfacción. Produce angustia, porque es de carácter destructivo. A veces se enraíza en heridas de nuestra sensibilidad. Y hoy Jesús viene a liberarnos de todo lo que nos impide vivir lo mejor de nosotros mismos, que tiene su expresión más bella y más profunda precisamente en dos personas que unen las vidas por amor.

Hoy vivimos, queridos hermanos, una escalada quizá de odio y de violencia en nuestras sociedades. ¿Qué futuro tiene una sociedad con el odio? ¿Qué futuro tiene una sociedad, o un pueblo, o una pareja, o una persona que se deja llevar por la violencia, o que cultiva el odio y el resentimiento? Queridos hermanos: nunca olvidemos la importancia del perdón para la humanización de las personas, para el avance de los pueblos y de toda la sociedad. El perdón reconstruye, humaniza. Porque el perdón se entrega por amor. El perdón y el amor ennoblecen. Los cristianos necesitamos redescubrir la fuerza humanizadora, social y política del perdón. Sin una experiencia del perdón, las personas, los grupos, las sociedades, quedan sin futuro. Por eso, qué día más bello este, ¿no?, en que la Iglesia proclama este Evangelio para que clausuremos esta Semana del Matrimonio.

Necesitamos acoger hoy, de nuevo, las palabras de Jesús que nos ha dicho en el Evangelio: «amad». Y sigue: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que injurian». Y la gran escuela para hacer esto, queridos hermanos, es, los grandes profesores sois vosotros, los matrimonios, los que construís una familia. Hoy nos damos cuenta de que el amor al enemigo no es un dato marginal, sino el sentido y el centro del amor cristiano que se fundamenta en ese amor con el que Dios nos ama a todos nosotros. Las palabras del Señor tienen una fuerza extraordinaria: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». Y a continuación, siguen en el Evangelio, como habéis escuchado, cuatro frases imperativas: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica; a quien te pida, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames». Son frases gráficas, incisivas.

Yo pienso, cuando estaba preparando la homilía, en el impacto que estas frases del Señor producirían en aquellos que en aquellos momentos estaban escuchado a Nuestro Señor Jesucristo. Frases nunca oídas. Nunca escuchadas. El poner la mejilla: en aquella época, para los judíos, el mayor agravio era recibir una bofetada. Y el poner la otra mejilla no quiere decir que Jesús esté aconsejando resignarse a su suerte. No está predicando resignación ante la injusticia y ante nuestra dignidad; está invitándonos a no usar la violencia.

Lo que Jesús nos propone a cada uno, en nuestras relaciones personales, es que seamos capaces de renunciar siempre al uso de la violencia y, en ocasiones, incluso a los propios derechos, para mostrar la calidad del amor de los hijos de Dios. Y esto, donde mejor se expresa, donde mejor se aprende, donde mejor se vive, es en el matrimonio. Y los hijos lo aprendemos en el matrimonio.

Tratar a los demás como queréis que ellos os traten. Es la regla de oro. La manera práctica de vivir el mensaje de Jesús. Como norma de vida es clara, es sencilla y es eficaz. Por eso, la pregunta es clara, queridos hermanos: ¿Cómo me gusta que me traten? ¿Cómo me gusta que me ayuden? ¿Qué es lo que me alegra más? Este Evangelio tiene una aplicación todos los días, a todas las horas y en todos los niveles: a nivel familiar, a nivel del matrimonio, a nivel social, a nivel profesional… Es fácil ser buenos y educados cuando nos sonríen, cuando nos aplauden, cuando nos reconocen, cuando nos agradecen… Pero no es tan fácil serlo cuando tienes contratiempos en la vida, cuando tienes desagradecimientos, cuando tienes noticias que acontecen en tu persona y son falsas, son ilegítimas…

Por eso, las palabras del Evangelio de hoy, las últimas palabras, son preciosas: «No juzguéis, y no os juzgarán». Y necesitamos entender estas palabras a la luz del Evangelio. Nos remiten a la tendencia que tenemos a criticar a los demás, a encontrar defectos en las personas, a mirar lo negativo, incluso a condenarlo. Jesús nos invita a no condenar. Jesús no condena a nadie; ha venido a salvar, no a condenar. Nadie nos ha nombrado juez de nadie. Jesús no dice que aprobemos todo, sin discernimiento, sino que no juzguemos ni condenemos a nadie. Todos tienen remedio; no hay nadie sin solución.

Lo que Jesús propone es que entremos en un camino nuevo de amor y de esperanza. Y, queridos hermanos, cuando yo estaba preparando la homilía, pensaba que el camino tiene una descripción, tiene una buena noticia, en el modo de darse, y es en el matrimonio cristiano: un camino de amor nuevo y de esperanza. Por eso, al terminar el Evangelio de hoy, quisiéramos tener en cuenta que Jesús, el que vivió este mensaje de amor plenamente hasta la cruz, nos invita a vivir de esta manera. Este mensaje solo es posible vivirlo si hemos descubierto la belleza de Jesucristo Nuestro Señor. Su manera de amar, su manera de perdonar, su manera de encontrarse con los demás, su manera de curar la vida, su manera de alegrar la vida.

Por eso, yo os invito hoy a todos los matrimonios, a todos, pero especialmente en este día que clausuramos la Semana del Matrimonio cristiano, a que vuestras vidas sean un cántico a esa belleza que se nos revela en el Evangelio de Jesús. Nosotros hoy podemos decirle al Señor: «Reconocemos, Jesús, que nos resulta difícil realizar lo que nos pides, pero danos la fuerza de tu amor para vivir lo que nos pides. Dáselo a los matrimonios. Haznos descubrir y haz que proclamemos la belleza del amor vivido en el matrimonio cristiano, que inicia la construcción de una comunidad unida por el amor, que es la familia. Enséñanos a amar como tú nos pides, Señor».

El Señor se hace presente aquí, entre nosotros, en el misterio de la Eucaristía. Este Jesús que nos ama entrañablemente, que nos quiere, que nos hace vivir y dar gracias porque hemos recibido ese amor, a veces fundamentalmente… Hemos conocido ese amor del Señor en nuestra familia, con nuestros padres, porque se amaron, se quisieron, se perdonaron, iniciaban siempre, siempre, el camino del amor. Esta propuesta, queridos hermanos, presentémosla en nuestro mundo y en nuestra sociedad. No solamente vivamos de cara hacia dentro lo que es el matrimonio cristiano. Presentemos esta oferta de salvación a nuestra sociedad y a nuestro mundo, sin alardes, con el ejemplo, con realidades concretas, como la que yo estoy viendo aquí, esta mañana, entre vosotros.

Que el Señor nos bendiga y haga suscitar en este mundo vocaciones al matrimonio cristiano que vivan con todas las consecuencias una manera de estar en este mundo y de anunciar el Evangelio en concreto.

Amén.

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