Homilías

Viernes, 25 febrero 2022 15:13

Homilía del cardenal Osoro en la Misa por los 25 años de su ordenación episcopal (22-02-2022)

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Rezamos un avemaría por el cardenal Carlos Amigo.

Queridos cardenales. Señor nuncio de Su Santidad en España. Arzobispos, obispos. Vicario general de nuestra archidiócesis de Madrid. Consejo episcopal. Queridos hermanos sacerdotes, religiosos, religiosas, miembros de institutos seculares y sociedades de vida apostólica. Excelentísima señora presidenta de la Asamblea, muchas gracias por su presencia. Autoridades civiles y militares presentes aquí. Queridos laicos cristianos. Representaciones de nuestras autoridades de otros municipios. Hermanos y hermanas todos.

Doy gracias al Padre en el Hijo por el Espíritu Santo por haberme escogido para anunciar el Evangelio de Jesucristo Nuestro Señor. Doy gracias a Dios porque Pedro en sus sucesores: san Juan Pablo II quiso nombrarme en el año 1997 obispo de Orense, y más tarde, en el año 2002, arzobispo de Oviedo. El Papa Benedicto XVI, en el año 2009, me nombró arzobispo de Valencia, y el Para Francisco me nombró arzobispo de Madrid en el año 2014.

Queridos hermanos, con todos los límites que tengo, los que me veo yo, pero seguro que vosotros veréis muchos más, he intentado durante todos estos años confesar con todas mis fuerzas en el gozo del Espíritu Santo, que «Cristo ha resucitado verdaderamente y que en su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la Vida eterna para todos los hombres». Bien sabe el Señor que lo he querido hacer con la entrega incondicional de mi vida. Puedo deciros que mi tiempo y mi vida ha estado al servicio exclusivo de la Iglesia, he mediatizado mis gustos y mis deseos personales por un servicio a la Iglesia en exclusividad. Pero también me habéis dado mucho, en todos los lugares donde he servido como obispo: Orense, Oviedo, Valencia y Madrid. Me habéis entregado el cariño, la amistad y la confianza. Pero también sé de mis límites; unos los veo yo, otros los habéis visto vosotros. Con los límites que tiene todo ser humano y de los que participo, os pido perdón de todo aquello que no hice como debía o dejé de hacer en estos 25 años de ministerio episcopal.

Hoy, queridos hermanos, doy gracias a Dios por todas las riquezas que me habéis dado en todas las Iglesias particulares en las que por mandato y enviado por el Sucesor de Pedro, he querido servir con todas mis fuerzas. Tengo conciencia de no haberme reservado nada. Y doy gracias a Dios con todos los creyentes que caminaron conmigo y siguen caminando movidos por la fe, la esperanza y el amor, manifestando que la Iglesia es «casa y escuela de comunión y de misión» (NMI 43). Deseo recordar aquí hoy, al cumplir los 25 años, al obispo que me ordenó de sacerdote en mi diócesis de origen, Santander: don Juan Antonio del Val, que con su humanidad fraguada en la comunión con Jesucristo Nuestro Señor, supo hacerme descubrir desde su propia persona con sacrificio y entrega total, lo que es la Iglesia, una «casa y escuela de comunión y de misión». Don Juan Antonio obispo me consideró digno para el ministerio sacerdotal y así me incorporó al presbiterio de mi diócesis de origen, de Santander. Él se fio de mí y desde los primeros momentos quiso que estuviera muy cercano a él en su ministerio episcopal incorporándome a asumir responsabilidades durante 20 años como vicario general y rector del seminario, que me pidió que lo abriese después de haber estado cerrado durante 20 años. Quiero recordar aquí a don José Vilaplana, con el que estuve durante los dos últimos años allí en mi diócesis.

La Palabra de Dios que hemos proclamado, la misma que se proclamó en Orense el día de mi ordenación de obispo, en esta fiesta de la Cátedra de San Pedro, me lleva a deciros tres cosas. Primero, decir gracias Señor por haberme llamado al ministerio episcopal. Ayúdame a vivir cada día con más empeño y verdad lo que hace unos momentos el apóstol san Pablo nos decía. Que sea ese pastor del rebaño de Dios que has puesto a mi encargo, que lo haga gobernando al pueblo no a la fuerza, sino como Dios quiere, es decir, con amor y con una entrega absoluta y total. Con generosidad. Conviérteme Señor en medio de mis límites en modelo del rebaño que tú pides que cuide, y que lo haga en la verdad, no tapando lo que no es tuyo, sino poniendo y proponiendo siempre la verdad, aunque me cuesta sacrificios y críticas.

En segundo lugar, que todos los días de mi vida me deje hacer esta pregunta con la que iniciaste la llamada a la misión de tus discípulos, «¿quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Que sepa escuchar a las gentes, que vea lo que necesitan y la urgencia de anunciar el Evangelio. La preparación del Sínodo que estamos haciendo en nuestra archidiócesis de Madrid, donde ya hay más de 1.000 grupos que han manifestado y mandado sus respuestas, es una manera de responder a lo que el Sucesor de Pedro, el Papa Francisco, nos ha pedido a la Iglesia.

Y en tercer lugar, también le pido al Señor que mi entrega se ha de fraguar en la pregunta que me sigues haciendo a mí hoy: «Y tú, ¿quién dices que soy yo?». Ojalá sepa responder cada día con más precisión y convencimiento lo que Pedro respondió y lo haga siempre junto a Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Hoy doy gracias a la Iglesia que en Orense, en el año 1997, me acogió para ser su obispo y que durante cinco años me regalasteis los orensanos lo que es patrimonio de vuestra identidad en la manera de ser, de hacer y de acoger. Gracias. Me enseñasteis a ser obispo. Allí me encontré con una familia que hoy es mi familia y que me han acompañado a todos los lugares donde he estado, y que hoy también están presentes conmigo.

Gracias a la Iglesia que camina en Asturias, que me enseñasteis a ver las realidades en las que vive el ser humano y cómo han de dar las mismas la verdad del hombre, la justicia y las entrañas de la dignidad del ser humano. Me ayudasteis a descubrir en vivo la historia de España y me regalasteis también esa visión que junto a la Santina de Covadonga pude contemplar, como decía san Pedro Poveda, y hago mías sus palabras, porque fueron también los mismos años, siete años de arzobispo de Oviedo, siete años yendo todas las semanas a Covadonga –según las posibilidades, en el día de la semana que podía–, dan mucho que pensar, pero sobre todo te ayudan a agrandar el corazón.

Gracias a la archidiócesis de Valencia por contagiarme vuestra luz, vuestra esperanza y vuestro amor. ¡Qué años más felices he podido vivir con vosotros! La Mare de Déu me acompañó de una manera especial. Fueron años creativos en los que me habéis dado vuestro corazón y me habéis enseñado a entrar en la nueva etapa de la historia que la Iglesia tiene que emprender por fidelidad a la misión. Con vosotros he vivido momentos importantes de la vida de la Iglesia. Estoy seguro que los obispos santos a los que me encomendé desde el momento de mi llegada a Valencia, santo Tomás de Villanueva, san Juan de Rivera, el beato Ciriaco María cardenal Sancha, don Marcelino Olaechea, a quien introduje en la causa de beatificación, y el mismo don José María Lahiguera, en proceso. Gracias de corazón a todos. Mi corazón tiene tendencia a recordar siempre vuestro cariño en vuestras personas concretas, que me lo seguís dando.

Gracias a la Iglesia que camina en Madrid. La riqueza de tantos hombres y mujeres que llegaron de otros lugares de España y de fuera de ella hacen de nuestra archidiócesis un lugar con una singularidad especial para seguir construyendo la cultura del encuentro, para avivar cada día con más fuerza y energía la comunión y para sentir el gozo de la misión en este momento histórico que nos toca vivir. El Señor nos ha dado unas riquezas de las que hemos de dar cuenta. Aquí sí que podemos cantar lo que hace unos momentos nos decía el salmo 22. Hemos de trabajar para que todos los que viven aquí perciban a una Iglesia que camina con ellos, que cuida, que hace posible que las personas que habitan nuestra ciudad de Madrid experimenten el amor de un Dios que no se desentiende de nadie, como lo ha mostrado en esta pandemia que hemos vivido y de la cual aún quedan secuelas.

¡Cuántas riquezas hay en nuestra diócesis de Madrid! Lugares, personas, estructuras que hacen posible que quienes llegan acá sientan la cercanía de Dios y de su Iglesia. Lugares de acogida para reparar las fuerzas, para encontrar senderos justos. Lugares y personas con luz que eliminan toda oscuridad y que les hacen experimentar que el Señor va con ellos y junto a ellos. Gracias por esta Iglesia diocesana de Madrid que nunca abandonó a los pobres, que siempre buscó lo mejor para ellos. Queridos hermanos tenemos en Madrid todas las posibilidades y no podemos defraudar al Señor. Deseamos responder a su pregunta «y tú, ¿quién dices que soy yo?». Y escuchamos al Señor que nos sigue diciendo: «Por vuestras obras me reconocerán».

Queridos hermanos sacerdotes de este presbiterio de Madrid. Os doy las gracias porque movidos por la esperanza que viene de Dios y se ha revelado en Jesucristo, vivís comprometidamente en el servicio de todos los hombres, con una preferencia a los que son más débiles y enfermos. Admiro vuestra generosidad y tenacidad. Necesito ser fortalecido por vuestra fe, por vuestra paciencia y vuestra ecuanimidad. Os pido que viváis en la verdad, que seáis comprensivos con decisiones que a veces se han de tomar por servir a la verdad y a la justicia. Recogiendo las palabras de san Ignacio de Antioquía que dirigía a los Efesios: «Os exhorto a que viváis unidos en el sentir de Dios. Jesucristo, nuestra vida inseparable, expresa el sentir del Padre. Vuestro acuerdo y concordia en el amor es como un himno a Jesucristo» (de la Carta de San Ignacio de Antioquía a los Efesios, caps. 2, 2-5, 2: Funk 1, 175-177).

Hermanos sacerdotes del Ordinariato para los fieles católicos de ritos orientales que anunciáis el Evangelio en todos los lugares de España, y que estáis alguno de ellos presentes. Como obispo vuestro para toda España para los ritos orientales, agradezco vuestra entrega al servicio del Evangelio. Seguid alentando a los hermanos a vivir la fe y a mostrarla con su propia vida.

Queridos seminaristas de nuestro seminario metropolitano y del seminario Redemptoris Mater. Sois esperanza para este pueblo y para la Iglesia. Os invito a crecer y a fortalecer vuestra vida en este proceso de formación desde una comunión afectiva y efectiva a la Iglesia y con vuestro obispo. Cerca de Dios, cerca del obispo, cerca entre vosotros, muy cerca de la misión de la Iglesia. Esta es la única manera de ser hombres de Dios que dan esperanza, crean futuro desde Dios y sirven a la Iglesia fundada por Jesucristo. Sed valientes para vivir ya desde ahora en la comunión, no os dejéis llevar por quienes destruyen y son creadores de sospechas; esos no son buenos cristianos, Dios los perdone. Vosotros siempre cercanía a Dios, cercanía entre vosotros, cercanía a vuestro obispo, cercanía a esta Iglesia concreta en la que vivís. Es garantía para anunciar el Evangelio y hacer viable la comunión y la misión.

Queridos miembros de la vida consagrada. Sois expresión viva por vuestra consagración del admirable desposorio fundado por Dios que es signo del mundo futuro; sois iniciativa de Dios. Gracias porque vuestro proyecto de existencia y de verdadera profesión es seguir evangélicamente a Jesucristo, no solo en el sentido jurídico y teológico, sino en el sentido social. Gracias por vuestra ayuda en el anuncio del Evangelio. Con vuestras vidas y vuestras obras colaboráis a que Cristo sea conocido y amado.

Quiero tener un recuerdo especial para nuestros misioneros: los sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas y laicos, que escucharon aquí en esta Iglesia particular aquellas palabras de Jesús en su corazón: «Id por el mundo entero y anunciad el Evangelio», y respondieron con su vida a las mismas marchando por diversos lugares de la tierra para anunciar a Jesucristo. Gracias por vuestro testimonio y por vuestra vida. Con vuestra vida expresáis que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica.

Queridos laicos cristianos, queridas familias. Os admiro y os convoco a tener una presencia viva y activa en medio del mundo sin disimular ni esconder que sois cristianos. Una presencia confesante en vuestras familias, en vuestra profesión, en vuestros compromisos en la sociedad. Mostrad con vuestro testimonio público el aprecio que los discípulos de Cristo tenemos a la vida desde su concepción hasta su término, el amor a la familia cristiana que encuentra el icono donde mirarse en la familia de Nazaret. Dad un sí a la familia como primera célula de la esperanza en la que Dios se complace hasta llamarla a convertirse en Iglesia doméstica. Comprometeos cada día más, los que podáis, en las causas humanitarias, en la vida económica, social, cultural, política, que haga la vida más humana, con el humanismo verdadero que nos entrega Jesucristo.

Queridos niños y jóvenes, permitidme esta confesión: nada de mi vida tiene explicación sin vosotros. Toda mi vida, antes de ser obispo y después, ha estado dedicada a vosotros de modos diferentes. En las palabras de Cristo, «dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis», y en la cercanía que el Señor tuvo siempre y en los momentos más importantes de su vida al joven apóstol Juan, he sentido un compromiso especial para vosotros. Ya siendo obispo quise hacer una consagración de mi vida hacia vosotros, que mantengo con la ayuda del Señor en esa oración que desde que inicié mi ministerio hace 25 años en Orense, hasta hoy en Madrid, un día a la semana me reúno con vosotros junto a Cristo para orar y pedirle al Señor por la Iglesia, por el mundo, por todos los hombres.

Con vosotros los ancianos y los enfermos, con aquellos que estáis pasando momentos de soledad y abandono, deseo que sintáis mi cercanía y afecto sincero. Pido al Señor por vosotros y procuraré vivir mi ministerio de tal modo que el misterio de Jesús que cura y consuela se haga más concretamente presente en medio de vosotros.

Queridos hermanos. Llevemos todos en el corazón a nuestra Madre. Nuestra Señora la real de la Almudena es la advocación que nos une aquí, en esta archidiócesis de Madrid. Subir esas escaleras que nos llevan a contemplar su imagen, lo sentí como una necesidad para encontrarme con todos vosotros. Vivir en Madrid está inseparablemente unido a nuestra Madre. Quien viene a Madrid y no pasa por la Almudena no llega a conocer Madrid. Con Ella miras y observas tres aspectos a tener en cuenta en nuestra misión:. En primer lugar, reconocer el nuevo contexto cultural en el que tenemos que vivir. El mundo ha cambiado, y a este mundo hay que decirle lo de la Virgen: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Segundo, necesitamos encontrar y entrar con pasión en la misión. Reconozcamos que hay un fin de una época y el comienzo de otra, que no es ya la cristiandad, es otra época, en al que tenemos que anunciar el Evangelio. Y en tercer lugar, aceptemos con coraje evangélico la necesidad de buscar y encontrar paradigmas pastorales nuevos que ayuden a tocar el corazón de todos los hombres que tienen necesidad de llenar ese corazón.

Hermanos y hermanas. Pedid al Señor por mí. Jesucristo, de quien nos habla nuestra Madre, se va a hacer presente en el altar. Nos disponemos a hacer lo que Él nos dice y hace, con la intercesión de Nuestra Señora la Virgen de la Almudena, a quien entrego mi corazón y doy la mano para que me siga acompañando en el ejercicio del ministerio episcopal aquí en Madrid. Recibamos a Nuestro Señor Jesucristo que se hace realmente presente en el misterio de la Eucaristía.

Muchas gracias por vuestra oración y por vuestra presencia.

Amén.

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