Homilías

Lunes, 04 julio 2022 14:31

Homilía del cardenal Osoro en las ordenaciones diaconales (18-06-2022)

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Queridos hermanos obispos: don Calisto, de la diócesis de Evinayong (Guinea Ecuatorial); querido hermano don José Manuel, de la diócesis de El Tigre (Venezuela); queridos obispos auxiliares de Madrid, don José y don Jesús. Queridos rectores de nuestro Seminario Metropolitano y del seminario misionero Redemptoris Mater. Queridos hermanos sacerdotes: vicario general, vicarios episcopales, hermanos sacerdotes.

Queridos seminaristas. Queridas familias y queridos amigos de los que van a ser ordenados, que habéis querido asistir a esta celebración en la que, a este grupo, después de haber pasado unos años de formación en nuestro seminario, hoy les voy a imponer las manos para el ministerio de diáconos. De aquellos hombres que eligieron los apóstoles también para ser servidores de la comunidad. En ese sentido, nosotros también cantamos lo que nos decía el salmo hace un momento: «Aclama al Señor. Servid al Señor. Él es Dios. Nos hizo, y somos suyos. Entrad. Dad gracias. Bendecid».

Queridos diáconos, que lo vais a ser dentro de un momento: la bondad, la misericordia y la fidelidad de Dios se manifiesta en vuestras vidas. Para todos nosotros, los que estamos aquí, es una gracia inmensa el poder vivir esta celebración, en este momento histórico que nos toca vivir. Hoy más que nunca se necesitan, en medio del mundo, hombres con capacidad, la que nos da Jesucristo, para servir a los demás. Y el gran servicio que tenemos que hacer es dar a conocer a los seres humanos que hay un Dios que es Padre, que somos hijos de Dios, y que el ser humano tiene su desarrollo pleno cuando es capaz de descubrir y de experimentar con obras y palabras que es imagen de Dios.

Tres palabras, como hago siempre, os quiero entregar en este día a vosotros, que os vais a ordenar, y comentar con vosotros, queridos padres, hermanos, familiares y amigos de los que se van a ordenar. Y estas palabras son: servidores, diferentes y grandes. Tres palabras que acabamos de escuchar en la Palabra proclamada, tanto en el libro de los Hechos de los Apóstoles como en esta página del Evangelio de Mateo, en el capítulo 20. Tres palabras que me gustaría que organizasen vuestra existencia y vuestro corazón, la que habéis ido alimentando durante este tiempo de formación.

Como os decía cuando estábamos en la capilla antes de ir a la sacristía, dentro de un rato vais a ser diferentes. Pero no porque cambéis el rostro, sino porque el Señor actúa en vuestra vida, y con la gracia del Señor os convertís en servidores de los hombres. Al estilo de aquellos primeros que eligieron los apóstoles para atender a los más pobres que había en la comunidad. Es verdad que este ministerio vuestro no es un diaconado permanente: es un paso para ese ministerio sacerdotal que vais a recibir de configuración total con Jesucristo Nuestro Señor.

Sí. En primer lugar, sois servidores de los hombres. Y sois servidores de todos los hombres, sin excepción. Todos. Porque por todos tiene interés Jesucristo Nuestro Señor. No solamente por aquellos que son conscientes de la pertenencia a la comunidad cristiana, y conscientes también de la sabiduría y de la vida que el hecho de ser cristianos bautizados les ha entregado, sino de aquellos otros que quizá no se han dado cuenta de que el ser humano está hecho a imagen de Dios y de que el ser humano tiene una manera de existir y de vivir que es ocuparse del otro en su totalidad; y ocuparse del otro al estilo mismo de Dios, que es el que Dios os va a regalar en esa configuración de ser servidores de los hombres.

Recordad que la elección que hicieron los apóstoles fue muy sencilla: eligieron, como nos decía el Libro de los Hechos, hombres de buena fama, llenos de espíritu, y también llenos de sabiduría. Tres palabras importantes. Fama. Que no es de prestigio social: es la capacidad que hay en vuestro corazón para servir a los hermanos; para dedicaros por entero y como única ocupación de vuestra vida; el interés porque el ser humano llegue a descubrir la grandeza que tiene como ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios. Vuestra fama ha de ser esta. Vuestro espíritu ha de ser este. Y vuestra sabiduría es la que Dios os entrega en vuestra vida para que cuando os acerquéis a los hombres experimenten que alguien que no se aprovecha de ellos, sino que vive para ellos, que entrega la vida para ellos, que ha entregado todo lo que existe por ellos, se acerca a sus vidas. Sed servidores de los hombres. En un momento de la historia precioso. Hay mucho aprovechado de los hombres. Vosotros, no. Vosotros sois servidores. Acompañáis, en la situación que estén. No hagáis selección. Este es mío y este… Vuestros son todos los hombres, como son del obispo, aunque hay algunos que no quieran saber nada. Pero nuestros son todos los hombres, porque son de Dios. Y el mandato del Señor es que sirvamos a todos los hombres, con todas las consecuencias, en nuestra vida. Sí. Servidores.

En segundo lugar, diferentes. Nos lo ha dicho el Evangelio que hemos proclamado. Jesús dijo a los discípulos, y nos lo ha dicho a nosotros: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan, y los grandes los oprimen». Mostrar la diferencia del discípulo de Cristo. Mostrar esta diferencia. Y no con verborreas o palabras, sino con vuestra vida. Con vuestra cercanía a los hombres. Mostrar la diferencia que existe entre el discípulo de Cristo y aquel que no lo es. Nos lo decía ahora el Señor: tiranizan, oprimen… Vosotros, no. Cread fraternidad. Cread clima de bondad. Cread clima de servicio. Cread clima en que cada ser humano se dé cuenta de que es único y original en su vida. Mostrar la diferencia entre el discípulo de Cristo y el que no lo es. Vosotros habéis entregado la vida para ser, con todas las consecuencias, discípulos del Señor. No habéis querido formar una familia. O mejor dicho: no la familia que se funda en el matrimonio, y que es importantísima; sino que habéis querido fundar esta familia humana, y entregar a esta familia humana la originalidad que tiene que tener siempre, y en estos momentos de la historia de los hombres. Mostrar la diferencia entre el que es discípulo de Cristo, en la radicalidad absoluta de la vida, y el que no lo es. Sí.

Servidores. Diferentes. Y, en tercer lugar, grandes. Sed grandes. Grandes de corazón. No guardéis nada para vosotros mismos. Entregadlo todo, haciendo como nos decía el Señor en esta página del Evangelio: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor y vuestro esclavo». Servidores y esclavos. Igual que Jesucristo Nuestro Señor, que no vino a este mundo para ser servido, sino para servir, para ofrecer salvación, para ofrecer vida, para ofrecer dirección, para ofrecer camino, para abrazar a los hombres, para decirles que somos hermanos, que nos tenemos que ocupar los unos de los otros. Jesucristo vino a rescatar. Y así os manda a vosotros. Servidores. Diferentes. Sois discípulos de Cristo. No lo olvidéis nunca. Y grandes. Grandes porque os hacéis servidores y esclavos de todos los hombres. Os debéis a todos.

Hacéis esta ordenación en las vísperas de la fiesta del Corpus Christi que celebraremos si Dios quiere mañana. ¡Qué bonitas son las expresiones del Señor: «Dadles vosotros de comer»! Los apóstoles estaban apurados por la cantidad de gentío que se había agolpado ante el Señor, y había necesidad, y se hacía de noche. Y Jesús les dice: «Dadles vosotros de comer». Mientras los discípulos decían: Señor, despide a la gente, que vayan a las aldeas, que busquen alojamiento. Jesús: «Dadles vosotros de comer».

Igual que los discípulos, también vosotros podéis decir: Señor, si no tenemos nada. No tenemos nada. Acordaos del Evangelio: solo había, como nos dice el Señor, cinco panes y dos peces. Y una multitud. El Señor, si os dais cuenta, no invita a comprar. Venga: id a comprar más panes y más peces. No. El Señor invita a compartir. Esta es nuestra gran tarea. Invitar a compartir, que significa cambiar las relaciones entre nosotros. El problema del pan para todos es un problema muy nuestro: de todos, no solamente de los que tienen hambre. Hay que cambiar el esquema. Necesitamos, todos nosotros, hacer como Jesús: miró a los cielos, tomó el pan, pronunció la bendición… Y cuando uno se pone delante de Dios, entrega cosas para todos. Los cinco panes y los dos peces pudieron dar de comer a tanta y tanta gente porque la gente también cambiaba el corazón, y quizá lo que tenían guardado lo ponían a disposición de los demás.

Pues bien. En estas vísperas del Corpus, en las que vais a ser ordenados, nunca olvidéis esto: «Dadles vosotros de comer». Pero no deis baratijas. Esas no sirven para quitar el hambre. Dad vuestra vida. Sois servidores. Dad la vida. No guardéis nada para vosotros mismos. Dad la vida. Y dadla a la Iglesia. En esta Iglesia concreta. Que tiene rostros muy concretos. Algunos dan la lata. Hay que dar la vida ahí también. No vale decir: yo me escaqueo. No. En la Iglesia concreta, en la que vivimos, en la que estamos, en la que queremos transmitir la gran noticia, la noticia más grande que puede existir: Cristo te ama. Cristo te quiere. Cristo te da la mano. Cristo te da un rostro nuevo, si tú lo aceptas. Y te constituye también en alguien que cambia este mundo.

Hoy recordamos, en este sábado, a la Santísima Virgen María. Esta mujer que, como os decía yo en la carta pastoral de esta semana, está habitada por Dios. Y nos interpela. De María ha hablado todo el mundo. Ha mostrado el rostro mucha gente: grandes pintores, grandes poetas, grandes escritores, grandes escultores… Pero me atrevo a decir que quien mejor la conocía era Dios mismo, y por eso a María la saludó de una manera especial, como nosotros esta mañana queremos hacerlo: «Dios te salve María. Llena eres de gracia». Estas palabras dan cuenta de la mujer ante la que estamos, que es vuestra madre. Y que os va a ayudar. Sí. Muchas veces he pensado que el saludo a la Virgen es como una nueva descripción de lo que va a ser el itinerario de la humanidad. «Dios te salve llena de gracia». Llevad esta gracia, con la ayuda de María, a todos los hombres.

Nada más y nada menos que María percibe que Dios la ha llenado de su amor. Es como si Dios le dijese: «Te llené de mí». Y esto es lo que va a suceder en vosotros. El Señor hoy, por la ordenación… No cambiáis la cara, vais a ser iguales, pero algo ha sucedido en vuestra vida que ya no podéis serviros, sino solamente servir a los demás. Y lo que hace en vosotros el Señor, no lo cambiéis. No vivamos de retales. Vivamos del traje que el Señor hoy, con alegría, os entrega a vosotros. Y con alegría. También, lo recibís, como me lo habéis manifestado en las entrevistas que he podido tener con cada uno de vosotros.

Queridos hermanos sacerdotes: para todos nosotros, y para vosotros, las familias, aunque a lo mejor teníais otro proyecto para vuestros hijos, que es normal… los padres siempre tienen otros proyectos. Yo recuerdo el disgusto que les di a mis padres cuando les dije que quería ser cura, pero después fueron felices: los más felices de la vida. Sentid el gozo, hoy también, de este momento, en el que no entregáis a vuestros hijos a cualquiera, sino al Dios del cielo y de la tierra, a Jesucristo, el hijo único de Dios. Ese Jesús entra en la vida de vuestros hijos, y los configura.

Y vosotros, los amigos, que venís hoy, jóvenes también: cuidadles y ayudadles a anunciar el Evangelio, que es lo más bonito que podemos entregar a este mundo en estos momentos de la historia. Cuando parece que no hay direcciones, hay una dirección. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando». ¿Qué nos mandó Jesús? Amaos. Quereos. No os destrocéis. No os eliminéis. Vivid y cread la fraternidad que es posible, en la que todos los hombres demos gloria a Dios.

Amén.

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