Queridos amigos

¡Muy feliz día a todos! En un día como hoy, en el que nos juntamos a celebrar y a dejarnos dar la mano por San Isidro, se nos invita a dar gracias y a dejarnos calar por la belleza de la Palabra de Dios que hemos escuchado.  Yo hoy le quiero pedir a San Isidro que nos ayude a acoger la llamada que se nos hace desde el evangelio que ha sido pronunciado en claves tan labriegas como las que tenía San Isidro. Son imágenes que esconden una llamada a la unidad en la diversidad. A la comunión verdadera. A ser, en medio de nuestro pueblo, comunidad fraterna, unida por el vínculo del amor que descubrimos en Dios.

Madrid ha cambiado mucho de aquella villa en la que Isidro vive en los inicios del siglo XII, cuando éramos una avanzadilla de Toledo. Una pequeña ciudad y poblada de Iglesias, la de san Andrés o la de Santa María que conservaba a la Imagen de la Almudena. Iglesias que nuestro Isidro visitaba antes de ir a los campos de Iván o Juan de Vargas. Conocemos gestos sencillos de su vida. Un vecino, cristiano, venido de lejos, pocero que hace del trabajo en la tierra, del vivir en Madrid un lugar de oración y de entrega cotidiana a Dios.

Este es su recorrido y ahí está su santidad. Dejar hacer a Dios y dejar que entre en nuestras vidas. Un laico, casado con María de la Cabeza, con un hijo y que hace de su vida laical un lugar de santidad. Cuando los cristianos buscan ejemplos de vida y cómo contar que es posible ser cristiano en cada tiempo, siempre nos encontramos con este santo, que supo hacer vida el seguimiento a Jesús en lo concreto. Ese es nuestro modelo y nuestro intercesoR. Un laico que se santifica en la vida diaria.

Un santo que había encontrado como ser discípulo de Cristo en la vida cotidiana. O en la creación, relacionándose con la agricultura, con los pájaros del campo, con la lluvia y todo lo vive desde Dios sintiéndose creatura en sintonía con la creación. Encuentra a Cristo en el compromiso con su familia y en el cuidado de su hijo. Y toca a Cristo comprometiéndose con los más pobres de su Madrid. Dedicándoles tiempo y ofreciendo lo que tenía hasta aprender a ser pobre con ellos. Y siempre encuentra a Cristo desde su Iglesia, esa que se siente vinculado y que le hace ser cuanto es.

La imagen de la vid y los sarmientos es muy oportuna para mirar hoy a nuestro mundo, a nuestra Iglesia y nuestra realidad con los ojos del labrador Isidro.

El mensaje es muy claro: Cuando falta lo esencial en la vida, cuando se rompe el vínculo que nos une, cuando deja de manar la fuente común, cuando se desdibuja aquello en lo que todos nos reconocemos, de nada sirven vínculos artificiales, ni sucedáneos que nos mantienen en apariencia juntos, pero en verdad, divididos. Como los tiempos de Isidro estos son tiempos turbulentos. Tiempos de división, y me atrevo a decir que de crispación. Ocurre casi en cualquier dirección que miremos. Ocurre en este mundo atribulado, en el que las noticias sobre guerras hasta hace poco inconcebibles se vuelven cada vez más sombrías.

Un mundo en el que la polarización no es únicamente una palabra exitosa en el diccionario del año pasado, sino una actitud que se va consolidando, desgraciadamente, llevando a enfrentamientos y tensiones entre todo tipo de grupos sociales. Ocurre en nuestro país y en nuestra sociedad, donde tan fácil es hoy en día levantar muros, trazar líneas para aislarnos unos de otros, sepultar al otro, sea el que sea, bajo avalanchas de descalificaciones.

Donde a menudo los problemas que deberían ser comunes no lo son. Donde parece que cada quién tiene que pelear solo por lo suyo. Los jóvenes por lo suyo, los ancianos, por lo suyo, las mujeres por lo suyo, los migrantes por lo suyo, los pobres por lo suyo, los políticos por lo suyo... Cuando en realidad deberían ser problemas y retos compartidos por todos. Ocurre también, y con dolor lo digo, en nuestra Iglesia, donde a menudo estamos muy lejos de vivir la fraternidad que anunciamos y a la que nos llama Jesús. Nos miramos con sospecha. Nos juzgamos con dureza. Nos criticamos con malicia. Es un poco como si estuviéramos enfadados unos con otros, y el enfado estuviese adueñándose del mundo.

Y todo esto, ¿por qué es? Porque nos hemos convertido en sarmientos separados de la vid. Hasta quedar reducidos a leña que solo sirve para alimentar hogueras. ¿Qué hogueras se alimentan con estas dinámicas? La hoguera de la confrontación. La hoguera del odio. La hoguera de la descalificación. La hoguera de la incomprensión. La hoguera de la distancia. La hoguera del conflicto.

¿No os ocurre a veces que uno mira con cierta añoranza a épocas no demasiado lejanas, en las que parece que éramos más capaces de lidiar con la diferencia? Ahora no. Ahora en las familias ya no hablamos de aquello en lo que no coincidimos. No hablamos mucho de política, no vaya a ser que terminemos enfadados. No hablamos de religión, allá cada cual. No hablamos de muchas cuestiones en las que el matiz sería necesario, porque no encontramos espacio para dicho matiz, y todo son adhesiones inquebrantables. Hay un silencio cómodo, pero a largo plazo equivocado sobre cuestiones en las que deberíamos ser capaces de dialogar, y hasta de llevarnos la contraria, sin por ello convertirnos en enemigos.

Toda comunidad. Toda sociedad. Y ciertamente, la Iglesia, necesita tener un tronco común en el que se engarzan las ramas. Nuestro tronco común es Dios. Ese que Isidro sencillamente descubre, vive y hoy nos presenta.

Si tuviéramos siempre ante los ojos a ese Dios que nos une. Si su evangelio fuera el faro en nuestro navegar por la vida. Si de verdad lo convertimos en lo más importante desde quien construir nuestras historias, si su vida de verdad inspirase la nuestra. Si su enseñanza fuera nuestra escuela y su entrega nuestro horizonte, creedme, entonces sería mucho más posible convivir, construir su Reino, trabajar por el bien y encontrar formas de amar a su manera y vivir así la santidad a la que estamos llamados todos.

Y sería mucho más connatural la preocupación de unos y otros por el bien común, con especial atención a las personas más vulnerables. Más aún, me atrevo a deciros, si el centro lo empieza a ocupar Dios, en ese centro de la vida habrá sitio también para los otros. Los otros que creen en Él, y los que, aun sin conocerlo, son también destinatarios de la buena noticia. Si él es la vid y nosotros los sarmientos, por nosotros correrá una misma savia, ese evangelio de la misericordia, el amor, la justicia y la vida.

Me atrevo a deciros hoy algo. Necesitamos este encuentro que está en el corazón de la fe. Lo necesitamos si queremos defender nuestra capacidad de convivir. Lo necesitamos para poder caminar juntos. Y para que los problemas no sean proyectiles con los que atacarnos unos a otros, sino preocupaciones comunes que juntos buscamos solucionar. Necesitamos recuperar la paz en nuestro mundo, esa que trae el resucitado cada vez que se hace presente.

¿Por qué, sin embargo, esto no ocurre? Porque el hambre y sed de sentido y trascendencia, tan universal, se está intentando saciar con alimentos que nos dejan vacíos y no colman como prometen. Porque miramos a Dios, pero no dejamos que nos interpele y cambie el corazón de verdad. Porque demasiadas veces nuestro centro lo ocupan ídolos que nos entretienen, pero no nos llenan, nos seducen, pero no nos dan la libertad que anuncian, nos entusiasman para después dejarnos vacíos. Aunque nos rodeemos de vestimentas de personas que creen. A veces no somos discípulos.

¿Cuáles son esos ídolos? El poder, la ideología, el bienestar y la seguridad, el culto a la imagen, la riqueza, el egoísmo convertido hoy en valor en esta sociedad confundida, o falsos profetas con egos tan grandes que no cabe en ellos ni el prójimo ni la comunidad ni el encuentro. Hoy, más que nunca, necesitamos volvernos al mismo Señor y ponerlo a él en el centro. ¿Como?: Dejando que su palabra sea la savia que nos alimente, que su pan sea el alimento que nos configure, que su vida sea la fuente de la nuestra, en lo pequeño y en lo grande de la vida.

Isidro, trabajador, padre y esposo, vecino y miembro de la Iglesia de Madrid, hombre de Dios, pendiente de los otros, nos ilumina y dice que es posible. Que merece la pena este camino que lleva a dar vida a todos y conduce a la eternidad que Dios regala. Hoy celebramos que es posible la centralidad de Dios, que deseamos vivir vinculados a su vid, y que abrimos nuestras vidas y las de nuestra Iglesia en Madrid a la savia fresca de Dios que nos une, nos da la vida y hace posible seguir dando los frutos que el desea dar en nuestro pueblo.

Seremos mejores trabajadores, mejores vecinos, mejores padres o madres o hijos, unidos a la vid que nos hace dar fruto.

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