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Viernes, 07 junio 2024 14:41

Palabras del cardenal José Cobo en el I Congreso Internacional Jordán 2024 (07-06-2024)

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Un saludo a todos vosotros, a todos los que habéis organizado este Congreso, a todos los que habéis participado y a la Compañía de Jesús que ha hecho este esfuerzo. Os traigo un saludo y un abrazo muy fuerte de toda la diócesis de Madrid a todos los que en este I Congreso Internacional Jordán habéis participado. Los ecos, como las redes son así de inmediatas, ya son buenas. Felicidades de verdad por este encuentro que, seguro que va a ayudar para avanzar en la prevención, en el tratamiento, en la reparación integral de los abusos de poder, de conciencia y sexuales, en este orden, que tristemente se han producido en nuestra Iglesia.

Quisiera que unas sencillas palabras también pudieran terminar la reflexión que habéis hecho. Empiezan recordando unas palabras que dijo el Papa Francisco después de un encuentro sobre protección de menores. Cuando trataba este tema decía: “Detrás de esto está el demonio”. En efecto, este es un mal, un mal profundo de lo que hablamos, del mal y de sus heridas en la vida de la Iglesia y de las cicatrices que se han dejado en algunos hijos e hijas de la Iglesia. Por eso, cuando se da el mal en el corazón de la Iglesia y nosotros lo escondemos, lo encubrimos o simplemente no dejamos que nos interrogue, entonces somos cómplices de dejarlo actuar.

Las víctimas nos duelen, todas las víctimas. Las nuestras, pero también las ajenas. Pero tenemos un deber especial de acoger el clamor de las víctimas que están en una Iglesia que un día no supo protegerlas y ahora tiene la cordial responsabilidad de contribuir a su sanación. Ellas forman parte de nuestro rebaño, incluso cuando algunas no quieran saber nada de él.

Quisiera simplemente para terminar dar siete apuntes. Primera: las víctimas nos afectan a todos. Subrayo el todos. Todos estamos concernidos por su dolor y por el deber de repararlo y revisar seriamente nuestros errores y delitos. Están las víctimas, están los victimarios, está la comunidad cristiana, y no en último lugar de responsabilidad, aquellos que estamos llamados al cuidado y la guarda de esta comunidad y especialmente de sus miembros más vulnerables. Nos afectan a todos.

En segundo lugar, tenemos que reflexionar y hacer examen de conciencia sobre lo que ha sucedido desde la misión de cada uno. Eso no impide reconocer y decir públicamente que la mayoría de los curas, religiosas y religiosas y agentes de pastoral desarrollan generosamente su tarea, con un cuidado enorme. Sin embargo, el respeto al dolor de los supervivientes nos impulsa a exigirnos, a reflexionar, a investigar y darles vuelta a todas las formas de abuso, incluidas las más útiles formas del ejercicio falso y errado del poder que se adentran en esa oscuridad de ese misterio que es siempre la conciencia.

Tercera idea: casi siempre junto al abuso de conciencia encontramos el vecino abuso de poder, que, a veces, concluye en abuso sexual, mediante la imposición de una espiritualidad manipuladora que consigue distorsionar el rostro de Dios y distorsionar las mediaciones eclesiales. Aún no sabemos el infinito dolor que haya escondido detrás de tanto silencio y tanto repliegue personal.

En cuarto lugar, el abuso, y así lo vemos, siempre implica prevalimiento. La asimetría de las relaciones se convierte en la plataforma que facilita la agresión. Cuando esa asimetría es en nombre de Dios se multiplica la diferencia entre abusador y abusado. En otras formas terribles de abuso no se toma el nombre de Dios en vano, ni se juega a confundir la voluntad de Dios con la lascivia del agresor. En el misticismo perverso o el pseudo-misticismo está y se produce una distorsión que llega a violentar a la víctima hasta límites insospechados y acaba cosificándola. Poder sagrado y asimetría, mezcladas con fragilidad moral y psicológica, con el conocimiento del que ostenta el poder de todos los rincones de la vida del otro, se hacen un escenario muy peligroso que reclama la exigencia de un estricto e inequívoco código deontológico y una atención muy especial.

En quinto lugar, tenemos que hacer una seria revisión sobre el uso de la autoridad de los ministros, líderes y acompañantes y determinadas pseudo-teologías y pseudo-eclesiologías que se han olvidado del Concilio Vaticano II, y que facilitan formas despóticas de ejercicio ministerial. Revestirse indebidamente de la autoridad divina y ampararse en determinados ritos para esconder pretensiones ilegítimas es una forma pecaminosa de suplantación del nombre de Dios. Y lo peor es que el acompañante ocupa el puesto de Dios y pretende ser su única mediación anulando la capacidad crítica del que acompaña. La obediencia, la confesión, el ejemplo de los santos y todo lo bueno y sagrado puede ser utilizado de forma dirección errática. Ni siquiera el Evangelio posibilita que una persona, por muy acompañante que sea, se convierta en la única voluntad de Dios o en la llave para sacar los demonios que aterrorizan a quien se pone en sus manos.

Sexto: la autoridad se basa en el servicio y en la compasión, nunca en el dominio, la exclusividad y arrebatando la libertad de la persona. Por eso reclama un continuo discernimiento. Dysmas de Lassus habla de dos diques de contención frente a los excesos de autoritarismo: la regla y el abad. Parece evidente que nos han fallado todos y hemos dado mucho poder a algunas personas — sacerdotes, maestros o maestras de novicias — sin la supervisión adecuada. Han fracasado o ni siquiera se han intentado que existan mecanismos de alerta temprana y detección de las desviaciones de poder. Por eso, el autor citado, prior de la Gran Cartuja, señala que hay algo de sistémico en los abusos que reclama intervenciones estructurales.

Y séptimo, una particular atención necesita la reflexión sobre la relación teológica y práctica entre poder y autoridad: no podemos identificar poder con ministerio. Por eso es tan pertinente la advertencia que hace Evangelii Gaudium: no identifiquemos en extremo la potestad sacramental con el poder porque es un elemento conflictivo. Por su parte, el acompañamiento espiritual es un servicio de contraste y una auténtica relación de ayuda. Nunca un ejercicio de poder.

Por eso, dicho esto, quiero terminar simplemente con unas peticiones que me hago, que hago y que lanzo por si alguien las quiere compartir. Primero: no os canséis y no os cansemos de aprender. En este tema como en otros, no demos nada por sabido. Tenemos que estar aprendiendo continuamente, aprendiendo y a veces desaprendiendo y superando malas prácticas para iniciar otras mejores. Tenemos una buena fuente de magisterio: además de, obviamente, el Evangelio, contamos con una autoridad mucho más importante: la autoridad que da el sufrimiento. La autoridad de nuestras víctimas, porque muchas pertenecen a la Iglesia que puede y debe ser para ellas un ámbito sagrado de sanación. Contemos siempre con el magisterio de las víctimas. Aprendamos con humildad la autoridad que tiene su dolor.

También os pido que no tengamos miedo a la verdad, aunque duela. Jesús nos ha asegurado que la verdad nos hace libres. Una Iglesia encadenada y sometida a un falso maquillaje que no asume su condición pecadora, es una Iglesia que hace imposible la redención. Los evangelistas no tuvieron miedo de que se publicitaran las flaquezas de los discípulos, porque el importante era Jesús de Nazaret y no sus discípulos.

Y otra petición: barramos nuestra “Casa”, limpiemos nuestro entorno porque así vamos a ser creídos y creíbles. Así estaremos en condiciones de levantarnos y de estar legitimados para apuntar la realidad no atendida de los abusos intrafamiliares y otros espacios de la vida cotidiana. De otro modo, caeremos en la denostada política del “y tú más”. Solo si barremos la “Casa” podremos llamar la atención sobre esta cruel realidad que correlaciona con la cultura de la gran desvinculación, con el aislamiento social, el individualismo, la digitalización de la existencia, la pan sexualización de la vida, la pornografía, esa que está al alcance de todos —niños incluidos, y el ayuno de valores incompatibles con el abuso. Hoy no hay uso, sino abuso de casi todo. El poder y lo sexual no dejan de ser expresión de una cultura donde la templanza, la mesura, la morigeración, el autodominio, la preocupación por el otro están ausentes.

Por eso también os pido que evitemos el populismo también en este tema. Por poco popular que resulte, la Iglesia, santa y pecadora ella misma, no puede renunciar a que se cumpla el designio del Señor: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”. Tenemos que seguir investigando y profundizando en los factores estructurales y personales que facilitan el abuso y, que ayuden mejor a la recuperación y reintegración social de los victimarios.

Y así también os pido que no olvidemos la supervisión en toda forma de manejo del poder. Necesitamos de conversión y de una revisión de nuestras formas y de nuestros modos de actuar sin contraste y sin discernimiento evangélico. Necesitamos invertir en prevención y en formación. Esta debe fomentar formas sanas de liderazgo que no dañen a nadie y que sean fecundas en el desarrollo armonioso de la vida cristiana.

Y solo pido dos cosas más, a mi también. Hay buenas noticias en la Iglesia, y lo habéis visto estos días y hay que ponerlas en valor. Están apareciendo proyectos, iniciativas y pequeños brotes que se convierten en lecciones aprendidas. No pretendemos dar lecciones a nadie, pero me atrevo a aportar también desde la experiencia de Madrid y en otros puntos, la opción por atender a las víctimas sea donde sean. Necesitamos una concepción no burocrática ni defensista de la atención a las víctimas. Lo que importa es el dolor de la persona y cómo aliviarlo, denuncie o no denuncie, esté prescrito o no el delito, haya fallecido o no el autor. Hay proyectos como Repara donde, más que una oficina para recibir denuncias, intenta ser un espacio de calidad y calidez para acoger incondicionalmente a las personas, escucharlas, acompañarlas y ayudarlas en su itinerario de sanación.

Y por eso pido al final algo más. No nos podemos quedar parados porque hemos avanzado mucho – y este congreso es una prueba de nuestro avance - pero no nos podemos parar. En el campo de los abusos espirituales y de conciencia no se ha hecho más que abrir. Tenemos que seguir avanzando hacia una reparación integral de las víctimas.

En este sentido, quiero anticiparos a todos vosotros, que la Iglesia de Madrid acogerá, a principios del próximo curso, un acto sencillo de reconocimiento a las víctimas de abusos. Este acto no pretende ser el final de nada, sino un espacio de encuentro en el que estáis invitados, de reparación y testimonio que quiere responder a lo que las víctimas nos van diciendo. Será también un acto de oración en el que, reconociendo nuestros errores, expresaremos que queremos seguir acompañando a las víctimas, poniéndolas en el centro de todo, teniéndolas como compañeras de camino, aprendiendo un poco más de ellas cada día, para poder seguir avanzando en una cultura del buen trato y del respeto dentro y fuera de la Iglesia.

Amigos, gracias. El futuro es el tiempo de Dios. Solo Él es capaz de hacer nuevas todas las cosas y para hacerlo cuenta con todos nosotros. Debemos agradecer a muchas víctimas su lealtad, su amor a la Iglesia y su fe. Su fe fue quebrada, pero está transida del Dios de la fragilidad. No como maestros, pero sí como discípulos, abrumados por el dolor de tantas personas, acogemos como Iglesia, con esperanza, humildad y cariño, las palabras del Señor a unos de sus seguidores: “Te basta mi Gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad”. Que nuestra debilidad sea nuestra fortaleza y que estos pasos que vamos dando sean una siembra en la vida de la Iglesia y de nuestra sociedad. Gracias a los que lo habéis hecho posible.

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