Homilías

Jueves, 15 febrero 2024 09:37

Homilía del cardenal Cobo con el Seminario Redemptoris Mater (12-02-2024)

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Con el calor que da la Eucaristía y, en esta tarde, ponernos juntos delante de la Palabra del Señor, es un buen momento para abrir un poco el corazón y aprovechar también este evangelio que nos regala la Iglesia y que es pronunciado también en este encuentro, en medio de esta comunidad, en medio de toda nuestra tarea diaria.

En estos tiempos recios en los que vivimos todos buscamos algún signo, alguna prueba que responda objetivamente las preguntas: ¿Cómo sé yo que tengo vocación? ¿Cómo sé yo que estoy haciendo lo que tengo que hacer? ¿Cómo sé yo –que me he embarcado en la historia– que este es mi camino? Ahora parece que es todo lo que siento, pero todos sabemos que los sentimientos a veces se sienten y, otras veces, no se sienten, y ¿qué pasa cuando no los siento?

Esa es la necesidad que vamos teniendo de signos. Pero, cuando a Jesús le piden un signo, se lo piden en un entorno religioso; no se lo piden los ateos, se lo piden los creyentes, los fariseos, gente que cree, pero que tenía una tendencia: acotar a Dios, es decir, meter a Dios ‘en lo mío’, no yo en lo de Dios. «Señor, dame un signo para que se ratifique lo que yo pienso, lo que yo quiero y lo que yo te pido». Esa es una tendencia muy farisaica: olvidar que Dios es libre para amar, que Dios es libre para actuar y que yo no soy el conductor ni Dios el copiloto de la vida, sino que el conductor es Él y el copiloto soy yo.

Ese olvido a menudo nos lleva también a esta gran petición: «danos un signo». Y nos olvidamos de que la fe se renueva cada día y que, para eso, en esta casa, también vais trabajándola. La fe es confianza plena y amorosa; los matrimonios sabéis bien que la confianza plena y amorosa tiene un código muy especial que a veces no recibe signos, pero está ahí.

Los fariseos querían que Dios hiciera algo, y que Jesús les dijera que era Dios; si Dios hacía algo, que les beneficiara a ellos; si algo me beneficia, inmediatamente Dios está de mi parte. Sin embargo, Jesús, aparte de remitir a un Dios que es más grande y más amoroso, les remite a mirar más allá de sí mismos; les remite a que la fe y la acción de Dios no es simplemente lo que me pasa a mí, que no soy el centro del mundo, ni siquiera de la Iglesia, sino que la acción de Dios es mucho más grande. Por eso, los fariseos tienen una puerta que cierran, «discuten con Jesús», –nos ha dicho–, discuten, como si fuéramos iguales: “Jesús, tú me lo pruebas, pero con mis condiciones, tú me tienes que convencer a mí”».

La actitud de la fe es completamente distinta, porque Jesús intenta hacerles mirar fuera de ellos; Jesús siempre nos hace ver fuera de nosotros para no tener el epicentro en nuestro corazón, sino alrededor. Los psicólogos dicen que el mejor ejercicio que puede hacer un creyente es la oración, porque la oración descentra, y esa es la gran vacuna que necesita nuestro tiempo: que diariamente uno se descentre y vea que el centro de la vida no está en mí ni en lo que a mí me parece, sino que está en el plan de Dios, en manos de Cristo.

Eso es lo que no entienden. Los fariseos se perdieron porque pedían un signo, pero tenían delante de sí el signo: era Jesús. Jesús es el signo y Jesús dice: «Estoy aquí, mirad donde yo miro». Jesús les hace ver que hay que mirar a las periferias, a los que están apartados al borde del camino, a los enfermos, a la multitud. Pero ellos no: ellos querían ver un signo que ratificara lo que ellos querían, y no reconocieron a Jesús.

Jesús, hoy, a todos nosotros –y por eso podemos celebrar el milagro de nuestra vida– pide reconocerle a Él como el signo; un signo más grande que nosotros, un signo amoroso, un signo eucarístico, un signo que nos saca continuamente de nuestros esquemas, porque nos dice «mira más allá de tus pobres miras interesadas: mira donde yo miro».

Por eso termina el evangelio de hoy diciendo algo precioso y terrible: «Jesús se fue con los discípulos a otra orilla», a otro lado. Nosotros, que somos sus discípulos, cada día tenemos la oportunidad de quedarnos con los fariseos o irnos a la otra orilla. No se trata de no creer en Dios, sino de elegir el signo de Jesús o quedarnos metidos en nosotros mismos.

Quizás yo vengo hoy aquí también con la alegría del encuentro, pero con la alegría de la Palabra, para invitarnos e invitarme, primero, a mirar a Cristo continuamente, no sólo a mí mismo, a mirar los signos que Cristo nos va poniendo en nuestra vida. Si algo aprendéis en el seminario, si algo necesita nuestro tiempo, no es gente con grandes palabras y grandes discursos, sino que le digamos a nuestra gente cuáles son los signos de Dios, porque a menudo no lo saben ni lo ven. Lo que necesita nuestra gente, lo que necesita el Pueblo de Dios, son pastores, gente que les diga: «Jesús está por ahí, no le busques en tus signos, búscale a Él, ahí lo tienes». Porque le tenemos. Aquellos le tenían delante y nosotros le tenemos delante, le tenemos en momentos determinados de la vida. En el día de hoy el signo de Jesús ha pasado por delante, y necesitamos gente que diga «por ahí va».

Por eso hay una palabra muy hermosa que tendremos que ir interiorizando, y que se nos proyecta continuamente a los discípulos, que es la palabra de aprender a discernir, o, lo que es lo mismo, a desgranar la vida para descubrir en ella la voluntad de Dios, la presencia de Dios. Esa es vuestra tarea. La tarea de un gran discernimiento –eso son vuestros años aquí–, el discernimiento. para desgranar.

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