Homilías

Lunes, 24 junio 2024 11:33

Homilía del cardenal José Cobo en la conmemoración del pontificado del Papa Francisco (23-06-2024)

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Decía Tertuliano que los padres de la Iglesia siempre vieron en esta barca, que el Evangelio hoy nos regala, la perenne figura de la Iglesia. El Papa Francisco confirma esta analogía al afrontar la tormenta en una Iglesia que a veces muchos piensan que va a ser hundida. Francisco dice: «Esta es una imagen clara de la Iglesia, una barca que tiene que afrontar la tormenta y a veces parece que se hunde. Lo que la salva no es la calidad o el valor de los hombres, sino la fe que le permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades». Sí, la Iglesia es como una barca en la que están sus hijos, representados en aquellos primeros discípulos, pero que no están solos. Jesús siempre navega con ellos: unas veces dirigiendo a viva voz la barca, otras con su presencia visible y otras en silencio. Pero siempre está. La tentación es pensar que Jesús se desentiende o que nos lleva al desastre.

Hoy, como aquellos primeros discípulos también nosotros, nos adentramos en algunas tormentas. Hay tormentas en la sociedad, en la vida de los matrimonios, en las familias, entre amigos y en la propia Iglesia. Tormentas que nos dificultan ir como Iglesia a la otra orilla que es a donde Jesús nos conduce en este momento de la historia.

Aquí estamos hoy, en esta preciosa barca en la que a cada uno nos ha llamado el Señor y a la que sigue pidiendo ir a la otra orilla. Es la misión de siempre, pero en cada momento ha de hacerse nueva, colegial y concreta. La Iglesia necesita siempre, en cada momento y en cada etapa, emprender nuevos caminos y emprender la dirección que da el Maestro. Para eso, precisa considerar y renovar cada día su adhesión a Cristo y considerar con humildad que vamos juntos, siempre juntos, en la barca donde Jesús pone la dirección. En esta lógica de conversión es donde caminamos en cada momento.

En el atrio de la Basílica de San Pedro, cuando uno entra, se topa con un precioso mosaico que siempre me ha sorprendido: el mosaico que se llama de «La Navicella» que proviene de una antigua basílica constantiniana y que al descubrirse en el Renacimiento fue trasladada a esta puerta por el mismo Bernini. Representa la nave de la Iglesia en plena tempestad, con Pedro mirando fijamente a Jesús y eso es lo que sorprende. Un autor renacentista explica que la nave era símbolo misterioso de la Iglesia, continuamente, desde el inicio de nuestra fe, combatida y jamás frenada. Esta es una preciosa imagen de la Iglesia salvada por Cristo y que evidencia el primado de Pedro.

Algunas otras representaciones siempre nos muestran a Pedro en el timón de la barca y a Jesús, por un lado, calmando la tempestad, y, por otro lado, indicando a Pedro cómo conducir en medio de la tempestad la nave de la Iglesia. Nosotros también estamos ahí: no queremos estar en otras barcas más cómodas o personalizadas, sino que hoy queremos decir, y por eso estamos aquí, que queremos estar en la barca de la Iglesia. No queremos dejarnos intimidar por el oleaje y la tempestad, sino poner nuestra mirada en Jesús y por Él, en Pedro.

Así no perderemos la confianza y podremos escuchar en los momentos en los que el miedo o nuestra estrechez de miras nos ensordece aquello de «no tengáis miedo, yo estaré con vosotros, hasta el final del mundo». En cada momento tenemos la gracia y la dicha de poder mirar a Pedro para no perder el rumbo común por el que nos lleva Jesús, evitando así ser cada uno de nosotros quienes pongamos la dirección y la forma de sortear la tormenta. No es Pedro quien calma las aguas, sino Jesús. Pero Jesús se sirve de Pedro.

Benedicto XVI lo decía así: «Siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino del Señor, y no la dejará hundirse. Él es quien la conduce, por supuesto a través de los hombres que ha elegido». Por eso, queridos amigos, sin Pedro al timón, esta barca no sería la Iglesia. Sin Pedro al timón, esta barca no estaría jamás bajo la guía y la protección del Señor. Seriamos navegantes de otras barcas que más pronto o más tarde sucumbirán y nos ahogaríamos con ellas, encadenados a nuestras propias seguridades.

Por eso la comunión con el Papa marca la diferencia entre pluralidad y dispersión, entre unidad y ruptura. Oímos el eco de la ‘Gaudium et spes’ del Concilio Vaticano II, que nos recuerda que «el sucesor de Pedro es principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, así de los obispos como de la multitud de fieles». Eso quiere decir que, cuanto más vivimos la comunión afectiva y efectiva con el sucesor de Pedro, más viviremos la comunión afectiva y efectiva con toda la Iglesia, que siendo misterio de comunión es una y así es signo universal de unidad para todo el género humano.

Es verdad que tenemos un momento especial en la historia, como otros que han pasado. Es verdad que en redes y en mil momentos se escuchan voces de oposición al primado de Pedro, pero en el fondo son mínimas y esconden una oculta oposición al Concilio Vaticano II y a la reforma evangélica de la Iglesia que Juan XXIII ya quiso promover. Otros esconden una dogmatización del gusto personal o la opinión por encima de la comunión.

A quienes pretenden defender las verdades de la fe y la tradición de la Iglesia cuestionando el magisterio del Papa, bien les podemos proponer confrontarse y saber que cuanto más nos apartemos de la comunión afectiva y efectiva con el Sucesor de Pedro, más nos alejaremos y nos apartaremos de la comunión afectiva y efectiva con toda la Iglesia. Porque así, casi sin darnos cuentas, nos habremos dejado llevar y engañar por rutas extrañas, ideologías mundanas o grupos sectarios que, separándonos del cuerpo, nos separarán definitivamente de Cristo, cabeza de la Iglesia.

Pero, además, para vivir esta comunión con mirada puesta en Pedro, no basta simplemente con tener un sentimiento de simpatía o un interés intelectual por lo que dice o los actos solamente exteriores que hace el Papa. Mirar hoy a Pedro es un acto interior de fidelidad y de honda fe católica. Eso supone establecer vínculos de fe y de respeto, visibles y concretos. Él sabe que se sirve a la vida de la Iglesia de Jesucristo y por eso el Papa Francisco pide continuamente, y lo habéis visto, rezar de corazón por él.

Él sabe que existencialmente su ministerio depende de la oración y de la fe de toda la Iglesia a la que servimos. Por eso, este es el mejor regalo que podemos hoy aportar. Damos gracias por este ministerio de unidad y comunión en medio de esta barca y por las grandes líneas que este papado está ofreciendo. Damos gracias por la invitación que nos hace Pedro hoy, en la persona del Papa Francisco, a vivir la comunión y la vida en sinodalidad, desde la escucha a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Agradecemos la llamada a la escucha de los signos de los tiempos que nos acompañan. Con él, con Pedro, podemos llevar a cabo esta misión. Sin Pedro, la perfecta comunión con él, nos dispersaríamos, nos enfrentaríamos y nos perderíamos.

Damos gracias así, por fin, por la llamada, esa continua, a ir a la otra orilla. Una llamada a emprender la misión gozosa y apasionada de acoger a todos, curar heridas, acompañar procesos, hacer cercana y visible la presencia y el encuentro con Jesucristo en este momento de la historia, sin mundanizarnos ni enredarnos en minucias ni quejas ante el mundo, este creado por Dios, siempre cambiante, que pide a gritos la ilusionante mirada transformadora del Evangelio en medio de la tormenta.

Esta Iglesia que camina en Madrid y en todos los rincones del mundo no se va a dejar atormentar por las tempestades. Por muy frágil y pequeña que sea esta barca sabemos a dónde nos dirigimos y por dónde tenemos que orientar nuestra travesía, confiando en el Señor y unidos a Pedro. Damos así gracias por el Papa, le ofrecemos nuestra inquebrantable comunión porque la unidad solo es posible ‘cum Petro et sub Petro’, de modo que cada bautizado, a través de este vínculo de comunión se reconozca llamado a seguir construyendo la Iglesia de hoy. Y así al Señor le pedimos que cambie nuestros temores, que cambie nuestras parálisis por la parresia de la misión y nuestras dudas e incertidumbres por el asombro que nos hace exclamar hoy de forma nueva: «Hasta el viento y el mar le obedecen».

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