Catequesis

Sábado, 02 abril 2016 15:45

Vigilia de oración con jóvenes (1-04-2016)

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Le agradecemos al Señor que esta noche nos regale esta palabra, en este tiempo de Pascua. Que nos dirija esta palabra a todos nosotros, y mantenga su presencia viva en el misterio de la Eucaristía. Os habéis dado cuenta de que el Señor fundamentalmente, en esta página del Evangelio que hemos proclamado -el capítulo 20 de San Juan-, nos habla de dos modos de estar en esta casa común que es nuestro mundo, en la tierra. Dos modos de estar. Por una parte nos dice que todo cristiano tiene vocación de discípulo misionero y, por otra parte, nos dice: cuando aparece la incredulidad, ¿qué hacéis? Dos modos de estar en la casa común.

Lo habéis visto en el Evangelio que hemos proclamado: podemos estar por nuestra cuenta o podemos dejar entrar en esta casa, en mi vida, en mi historia, a Jesús. Podemos estar por nuestra cuenta, pero ya veis las consecuencias. El Evangelio nos lo dice claramente. Tres palabras nos lo expresan: si estamos por nuestra cuenta en esta casa común, que es nuestro mundo, habrá anochecer, habrá puertas cerradas y habrá miedos.

«Al anochecer». Así comienza así el Evangelio. «Al anochecer estaban los discípulos». Pero estaban sin ver, estaban desorientados, no sabían por dónde caminar, no tenían una dirección, no tenían metas, no sabían quiénes eran ellos, lo que tenían que hacer... Por eso estaban en el anochecer. Hoy, en nuestro mundo, en esta casa común, encontramos a gente que está en la noche, que no ve, que no tiene esta oportunidad de gracia que tenemos nosotros aquí, esta noche, de estar de otra manera distinta. Pero también el anochecer trae las puertas cerradas. Es tremenda la experiencia de las puertas cerradas. Es terrible, queridos amigos. Ese no dejar entrar a nadie, no dejar salir nada de lo que yo tengo en mi corazón y en mi vida, ni dejar entrar a nadie. Es tremendo. Es duro. Da tristeza, da inseguridad, da debilidad, da desconfianza...

Por eso, en este mundo podemos estar por nuestra cuenta: anochecer, puertas cerradas y miedo. Santo Tomás decía que miedo es la turbación de la mente ante el temor de un peligro eminente, que nos amenaza, y que esa amenaza tiene fundamento. Miedo. El mayor miedo en la vida es no saber para qué estoy en este mundo, para qué estoy aquí. ¿Para hacer daño a los demás? ¿Para servirme de los demás? ¿Para cerrarme en mí mismo? Cuando resulta que si algo es el ser humano es ser apertura total, y que la realización del ser humano se hace precisamente en la apertura, y no en la cerrazón, no en el miedo, no en la distancia, no en la turbación, no en la desconfianza.

Yo sé que ninguno de los que habéis venido aquí esta noche queréis estar en esta casa común, que es nuestro mundo, por vuestra cuenta. Por eso habéis venido aquí. Quizá algunos esta noche venís por primera vez. Pero no queréis estar por vuestra cuenta. Hay otra forma de estar en este mundo: dejando entrar a Jesús en nuestra vida, en nuestra historia, con nosotros, que nos acompañe, que nos diga quién es, que nos manifieste quiénes somos nosotros, que nos diga lo que tenemos que hacer, que nos cuente su experiencia de dar la vida, de tenerla abierta, de tener puertas abiertas para todos. Como nos pide también a los que somos parte de la iglesia. La Iglesia no es una casa de puertas cerradas, es una casa de puertas abiertas. Pueden entrar todos. Como donde Jesús. A nadie se le pide ninguna entrada a la puerta de la iglesia, de la catedral, para que venga aquí a estar con Jesús.

Dejar entrar a Jesús en nuestra vida supone que Él nos da paz, nos da alegría y nos da una misión. Lo habéis visto en el Evangelio: les dijo «paz a vosotros». Queridos amigos: no busquéis nunca una definición de lo que es la paz. Ya sé que vais a decir que es cuando no hay guerra, cuando no tenemos armas, cuando no nos matamos los unos a los otros... Pero, mirad, la paz no es eso: la paz es Él, es Jesucristo. ¡Es Él! Tiene rostro, tiene nombre, tiene obras. La paz es Jesucristo, es Nuestro Señor. No hay otra paz. Y por muchas que queramos hacer los hombres, nada, ninguna se parecerá a la que nos entrega Jesucristo.

Pero es que, además, nos entrega alegría. La alegría de saber que yo soy hijo de Dios, que soy hermano de todos los hombres, que no puedo estropear a nadie, que tengo que defender a todos, que tengo que estar lado del que más lo necesita, que tengo que estar al lado de aquel que está más indefenso, que tengo que dar la mano a todos, que no puedo esconder la mano a nadie; aunque sea y sepa que es mi enemigo, se la tengo quedar. Esta es la alegría que nos ofrece Jesús: la alegría de saber que en este mundo tengo hermanos. Los demás serán enemigos míos. Yo no. Delante de Jesús yo no puedo decir eso. Ante Jesús tengo que decir: este es mi hermano.

Recordad lo que veíamos estos días pasados, junto a la cruz de Jesús: aquellos ladrones, aquellas personas que decían ellos mismos: al fin y al cabo, nosotros estamos aquí, en la Cruz, crucificados junto a ti, porque hemos hecho algo mal. Eso lo decía el ladrón bueno. Y el otro decía: pero este no ha hecho nada, es justo.

Paz, alegría y misión. «Como el Padre me envió, así os envío yo». Yo os envío al mundo. Y os envío al mundo a entregar mi paz, mi rostro, mi amor, mis armas. Os envío al mundo para que entreguéis alegría, no tristeza. Alegría. La alegría de saber que tenemos a alguien que nos ama entrañablemente, que nos quiere entrañablemente, y que nos pide que lo mismo que Él nos ama amemos nosotros a los demás. Es la alegría de sentirnos salvados, de sentirnos reconocidos.

En una casa que hay aquí, en Madrid, que llevan las Hijas de la Caridad, hay niños que los dejan allí porque prácticamente tienen vida vegetativa, aparentemente, aunque los niños notan perfectamente cuando les haces una caricia, sienten algo. El Señor nos pide esto: que demos de su amor, que demos de su entrega. Nos envía a la misión.

Por eso, los que estamos aquí le decimos: Señor, mira, de estos dos modos de estar en el mundo, nosotros, los que estamos aquí, en Madrid, queremos elegir este modo de vivir, dejándote entrar en nuestra vida y en nuestra historia; en la construcción de este mundo queremos dejarte entrar a ti. Y queremos invitar a más y más gente cada día, para que haga lo mismo que nosotros, porque sabemos que tú creas convivencia, creas fraternidad, creas paz, creas entrega, creas respeto, creas ilusión, das alegría verdadera. Tú sabes Señor lo que es esta noche, que todos los que estamos aquí sentimos tu cariño, nos sentimos queridos por Dios mismo, nadie sobra aquí. Nadie.

Lo cuento porque me ha impresionado: en esta Cuaresma estuve un día entero en la cárcel de Soto del Real, y visité módulo por módulo. Y se me ocurrió llevar una fotografía, que es un icono pintado por un pintor alemán, de un Jesús que está arrodillado, lavándole los pies a un discípulo que tiene los pies metidos en un barreño, en una jofaina, y el Señor está mirando y, naturalmente, en el agua y en los pies se refleja el rostro de Jesús. Y yo les decía a ellos, cuando les pedía que se confesaran: mirad, este es Jesús, este es Dios, que viene hoy a entrar –no os preocupéis- en lo más sucio que tengáis en vuestra vida. Es este el Dios en quien creemos, queridos amigos. Este es Jesús, que está delante de nosotros en el misterio de la Eucaristía. Quiere entrar en tu vida y en mi vida, aunque esté sucio, para limpiarlo, porque Él lo limpia. Os digo que algo tan sencillo como explicar el icono provocó una reacción muy grande: cuánta gente confesé ese día, desde por la mañana hasta por la tarde. Y les decía: no os avergoncéis. Dios no se avergüenza. ¿Pero es que habéis visto a Dios avergonzarse de alguno de nosotros? No se avergüenza de nosotros. Dejad entrar a Jesús.

En segundo lugar, queridos hermanos, seamos discípulos misioneros. Tenemos esta vocación que nos ha dado el Señor: discípulos de Él, pero misioneros en la calle, en medio del mundo, entre los hombres, entre los jóvenes de vuestro barrio, del instituto, de la universidad, de la escuela profesional, de vuestra familia, de vuestros amigos. Discípulos misioneros.

Lo habéis visto: nos dice el Señor que cuando los discípulos estaban reunidos, Él exhaló su aliento y les dijo: «recibir el Espíritu». Recibidlo y salid así. A los apóstoles les dijo lo que me ha dicho a mí también: sal perdonando, sal, perdona los pecados de los hombres, hazlo en mi nombre, soy yo quien lo hago pero haz tú el gesto, presta la vida para ello. Yo estoy seguro de que aquí hay gente que está dispuesta a prestar la vida para regalar el perdón del Señor, para decir a los hombres lo que dije a esa gente: Dios no tiene en cuenta la suciedad, ha venido a este mundo para limpiarla, para quitar la suciedad que hay en esta tierra, que la manchamos los hombres. Él la viene a quitar. Pero todos, todos, somos discípulos misioneros. Vocación de discípulos misioneros tenemos todos los cristianos.

Voy a intentar daros una sorpresa para que haya un signo concreto que llevemos en nuestra vida, que diga que somos discípulos misioneros, y que nos reconozcamos por la calle de Madrid. Y buscando gente, para que salgamos por la calle, siendo de variadísimos lugares, parroquias, movimientos, pero todos Iglesia de Jesucristo. Todos. Es lo que intentamos hacer en la oración del viernes.

En tercer lugar: pero ¿y cuándo aparece la incredulidad, qué hacemos? Habéis visto al apóstol santo Tomas. Cuando los demás le dicen que ha venido el Señor, ha estado con nosotros, es como si yo os dijese: mirad, está con nosotros, y alguien dice: anda, déjate de cuentos. Si no veo, no creo. El Señor llega a nuestra vida. Y así como a Tomás le dijo: toca mis manos, toca mi costado, mete los dedos en mi costado, no seas incrédulo sino creyente. Yo os diría a vosotros: ¿y cuándo viene la incredulidad, qué hacemos? Mira al Señor. Mira. Al que está en la Eucaristía. Déjate mirar por Él. No sales de la misma manera. Que no.

Y recuerda a santo Tomás, que una vez que experimentas su presencia, oirás al Señor diciendo: no seas incrédulo, sé creyente. Esta es la condición de la que nos ha hecho el Señor: creyentes. ¿No os dais cuenta de que hasta cuando nos levantamos por la mañana no comprobamos si el agua con la que nos lavamos tiene una sustancia que nos va a estropear la cara, o nos hace llagas? No. Creemos en los que están dedicados a poner y darnos el agua. Creemos en eso, en uno que es como nosotros. ¿Cómo no vamos a creer en quien me ha dicho a mí quién soy yo y quién es Dios? Que este sea el regalo de Pascua. El regalo de vuestro obispo para vivir la Pascua.

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