Catequesis

Miércoles, 20 noviembre 2019 14:08

Vigilia de la Almudena (8-11-2019)

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Quisiera, en primer lugar, agradeceros a todos la presencia esta noche aquí. Ciertamente, siempre sorprendéis. Cuando esta tarde estaba trabajando y preparando la homilía de mañana, y lo que os iba a decir ahora, decía para mí: con el frío que hace, no sé si estaré pues yo y unos cuantos más, pero muy poquitos. Y, ciertamente, os quiero decir a los jóvenes que siempre sorprendéis. En mi vida habéis sido tremendamente importantes porque siempre me habéis sorprendido. Siempre. Y siempre para bien. Yo os lo agradezco.

Quisiera acercar a vuestra vida tres palabras, que están contenidas en la Palabra de Dios que acabamos de proclamar, tanto la del profeta Isaías como la palabra que hemos escuchado hace un momento del evangelio de Lucas, y que quizá tantas veces hemos oído. Y resumo el contenido de esta Palabra de Dios en tres palabras: sorprendidos, enviados, arraigados.

Sorprendidos. Con la misma sorpresa que se nos decía del profeta Isaías, que escuchó la voz del Señor cuando le pedía salir; con la misma sorpresa también yo quisiera deciros que estemos esta noche aquí. Es la sorpresa, también, de María nuestra madre, que en esta noche nos reúne aquí. De María nuestra madre que, un día, Dios decide expresarla que la ha elegido desde siempre y que cuenta con ella para mostrar el rostro de Dios a los hombres. Nunca agradeceremos suficientemente a nuestra madre el que Ella fuese una protagonista especial y singular en la vida de la humanidad. La humanidad tiene dirección, tiene camino, sabe lo que tiene que hacer precisamente porque una mujer, nuestra madre la Santísima Virgen María, un día le dijo a Dios: aquí estoy, hágase en mí según tu palabra.

El Señor había pensado desde siempre a quién enviaría. Y eligió a la Virgen. Pero, queridos amigos, nos ha elegido a todos nosotros también como miembros suyos del pueblo de Dios. Somos su pueblo. Un pueblo al que no nos hemos apuntado nosotros por nuestra cuenta. Ha sido una gracia de Dios, que cuenta con nosotros. Y cuenta con nosotros para que entreguemos la noticia más importante que se puede entregar a un ser humano: que no está solo. Que Dios le ama. Que nos ha hecho hermanos. Que no podemos estar divididos. Que no podemos estar rotos. Que no podemos establecer rencores los unos contra los otros. Que la humanidad es una humanidad de hermanos. Y que esto solamente se puede recuperar con la fuerza y la gracia de Dios. Y todos los que estamos aquí como discípulos de Cristo, somos enviados a hacer esto: a anunciar esto, a dar rostro a nuestro Señor Jesucristo. María prestó la vida para que conociésemos el rostro de Dios.

En segundo lugar, caminemos. Sorprendidos, caminamos por este mundo. Pero no caminamos de cualquier manera. No caminamos con cualquier fuerza. Caminamos, como nos decía esta página del evangelio que acabamos de proclamar de san Lucas, como la Santísima Virgen María, que una vez que recibe la noticia de que va a ser Madre de Dios, una vez que Ella tiene a Dios en su vientre, sale al camino. No importa la dificultad. El Evangelio nos señala que no era un camino fácil. Era un camino tortuoso y montañoso. Tenía que atravesarlo. Pero lo importante es que Ella llevaba una noticia de la cual no puede prescindir ningún ser humano.

Ya veis las situaciones en las que estamos viviendo los hombres en estos momentos en la humanidad. En todos los contenientes hay alguna guerra. Una o varias. En todos los continentes hay enfrentamientos. Aumentan los pobres. En todos los continentes hay rencores. Es necesario que los discípulos de Jesús recuperemos la presencia del Señor en nuestro corazón y en nuestra vida, y entreguemos el rostro de Jesús a los hombres. Seamos, en definitiva, rostro de nuestro Señor. Como lo fue María. Que en el camino se encontró incluso con un niño que no había nacido, que todavía estaba en el vientre de Isabel y, ante la presencia de María, aquel niño saltó de gozo. Con esta mujer anciana, que Dios había hecho una gran obra con ella e iba a tener un hijo, ya siendo muy mayor. Sin embargo, ella misma, por la presencia de Dios en el vientre de María, reconoce que la dicha de un ser humano está en la adhesión que tenga a Dios. Por eso dice: dichosa tú, le dice a María, que has creído, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá.

Yo no tengo más remedio esta noche que deciros a vosotros: dichosos también vosotros. Dichosos porque habéis sido bautizados. Dichosos porque tenéis la vida de nuestro Señor Jesucristo. Dichosos porque el bautizado tiene que salir al camino. No es un ser estático, sino que es alguien que, por la vida que Dios le ha dado y que tiene en su existencia, sale a la búsqueda de los demás, sale al encuentro de los demás, sale a hacer el bien, sale a hacer verdad aquello que nos dice el Señor: que la síntesis de todo está en amar a Dios y al prójimo como a uno mismo.

Salid así. Seréis felices. Dios os llamará de formas diversas a cosas muy diferentes. Unos, a crear una familia; otros, a una entrega generosa y total en la vida consagrada o en la vida laical. Pero comprometidos radicalmente con el anuncio del evangelio. Como sacerdotes, como religiosos o religiosas. El Señor llamará de formas diversas. Lo importante es que escuchemos la llamada que nos hace el Señor, que siempre es a salir a los caminos.

Y, en tercer lugar, arraigados. Esto no lo podemos hacer sin estar arraigados en nuestro Señor Jesucristo. Sin estar diciendo, como hemos escuchado hace un instante en el evangelio que proclamábamos. Como María hizo. María está arraigada en Dios. Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Hay que ser humildes. No hay que creerse ser uno con fuerzas, absolutas y totales. Hay que fiarse de Dios. Hay que ponerse en las manos de Dios.

Permitidme que os haga una confesión, que la he dicho alguna vez: yo llegaba solo en el coche cuando entraba en Madrid, cuando venía a Madrid para ser arzobispo, venía de Valencia, y era ya al atardecer; después me perdí y llegué tardísimo a donde tenía que ir, pero vamos…  Era el atardecer, y yo desde lejos veía las torres, las 4 torres de Chamartín, desde lejos; edificios grandes; y yo decía para mí, y se lo debía al Señor; encima que venía asustado, le decía: Señor, pero qué hago yo aquí, cómo anuncio el evangelio, cómo reúno a la gente.

Es verdad que nos da miedo. Es verdad que Dios nos sorprende, nos pone en camino y nos envía. Y nos da miedo. Tenemos miedo. Surge el miedo. Pero es necesario hacer verdad lo que la Santísima Virgen hizo: su vida la arraigó en Dios. El poderoso hizo obras grandes por Ella. Él sigue haciendo proezas. Él no quiere soberbios, hombres y mujeres que se basten a sí mismos. Quiere hombres y mujeres que decidan dar la mano a Dios, dejarse abrazar por el cariño de Dios, dejarse invadir por la misericordia de Dios, que es el amor mismo de Dios, que no viene a buscar a los perfectos. Él cuenta con los pecadores, pero nos libera del pecado. Él hace proezas. Él acoge a los sencillos. A los pequeños. Y nos auxilia. Arraiguemos nuestra vida en el Señor.

En la tercera parte de esta vigilia se va a exponer a Jesucristo nuestro Señor. Le tendremos aquí, en medio de nosotros. Arraiguemos nuestra existencia en el Señor. Porque, queridos amigos, como os decía en estas tres palabras: habéis sido sorprendidos por Dios. El Señor os han puesto en camino. Os envía. Pero este camino y esta sorpresa será constante y la viviremos si arraigamos nuestra existencia en Jesucristo nuestro Señor. Que Él os bendiga.

Tres palabras: sorprendidos, caminando y arraigados. ¿Cuáles son? Sorprendidos, caminando y arraigados. Que el Señor os bendiga.

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