Homilías

Miércoles, 27 abril 2022 15:20

Homilía del cardenal Osoro en la celebración de la Pasión del Señor (15-04-2022)

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Queridos hermanos obispos auxiliares, don José y don Jesús. Querido rector de nuestro Seminario metropolitano Queridos vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Deán de la catedral. Hermanos y hermanas.

«E, Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu». Vamos a contemplar, aunque sea por unos instantes, hoy, en silencio, a Jesús muerto en la cruz. A este Jesús. En esta contemplación, descubrimos el gran amor de Dios al mundo. Un Dios que se hace solidario del sufrimiento de todos los seres humanos.

Jesús, lo hemos escuchado, se encuentra absolutamente solo, agonizando en la cruz. El evangelista Juan escribe diciéndolo así: «Sabiendo que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, exclamó: tengo sed». Y no se refería a la sed indecible de su cuerpo desangrado, cubierto de heridas, abrasadas, y expuesto al sol implacable de un mediodía de Oriente. La sed de Jesús revela el deseo de Dios de derribar los muros que nos separan de Él. Que nos encierra en nosotros mismos. Queridos hermanos: qué actualidad tiene para todos los hombres, y para esta humanidad, esta sed de Jesús. Sí: no podemos encerrarnos en nosotros mismos, o en nuestros propios intereses, sin importarnos los de los demás. Nosotros también tenemos sed de vida y de sentido. Y esta sed viene a quitarla Jesucristo Nuestro Señor. Jesús dijo: «tengo sed». Este grito se dirige a cada uno de nosotros. Sí, queridos hermanos: Jesús tiene sed del amor que no tenemos, cuando estamos ebrios de tantas aguas suicidas que matan, que eliminan a los que tenemos a nuestro lado.

El Señor ha sufrido la sed de nuestro amor y de nuestra vida. A la sed física de Jesús en la cruz, por la deshidratación, hay que añadir siempre esta otra sed todavía mayor: la sed de su gran deseo de dar la vida al mundo. Jesús tiene sed de agua. Sí. Pero tiene sed de justicia, de paz, de reconciliación, de amor. Tiene sed de ti, querido hermano. Tiene sed de nosotros. «Tengo sed. Quiero que regaléis mi paz. Que regaléis mi amor. Que regaléis mi reconciliación».

Había, lo hemos escuchado, un jarro lleno de vinagre. Y Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». Porque tomar vinagre simbolizaba la aceptación de su muerte causada por el odio. No por el amor: por el odio. Y, aún así, Jesús muestra su amor hasta el extremo. Está cumplido. Sí. Es el fin: el fin de tu vida, de tu misión, de tu lucha, de tus fatigas. ¿Qué es lo que está cumplido? Está cumplido el amor incondicional y definitivo de Dios; el amor sin cálculo ni medida. Se ha cumplido el amor hasta el extremo. Todo ha terminado. Jesús lleva a cabo su misión hasta el final. Está cumplido. Está cumplido de tu parte, Señor. Pero, ¿y de nuestra parte? Nos falta aún ese día a día de cada historia humana, de toda la historia de la humanidad. Está cumplido tu amor. Pero no está cumplida la respuesta que nosotros tenemos que dar al amor mismo de Dios. Y, nos dice el Evangelio, lo hemos escuchado: «E, inclinando la cabeza, entregó su Espíritu». Sus ojos se cerraron, su cabeza se inclinó hacia delante, y su último acto fue entregarnos su Espíritu: el aliento de la vida, para la vida del mundo.

Y, queridos hermanos, ante la muerte de Jesús, nosotros, ante esa muerte, guardamos silencio. Contemplamos. Oramos. Hoy recordamos que la Pasión y la muerte del Señor continua en los millones de seres humanos que padecen hambre, pobreza; que no sienten que tienen hermanos; guerra, enfrentamientos, luchas... La mayor tragedia de la humanidad, queridos hermanos, sigue siendo esta: la incapacidad que tenemos para regalar el amor de Dios y sentir o hacer sentir que el otro es mi hermano. ¡Cuánto sufrimiento, en este último tiempo, con tantos enfermos de coronavirus que han fallecido solos, y con tantas personas que viven con ausencia de amor!

Hoy, Viernes Santo, todos nosotros nos acercamos a los crucificados de la humanidad. Nos sentimos llamados a recordar países enteros, donde hay tantos relatos de cruz por hambre, guerra, injusticias... Falta de Dios, queridos hermanos. Falta de Dios. Porque podremos tener muchas cosas, pero la ausencia en la vida de Dios es tremenda. Pasamos por nuestra vista las imágenes de las víctimas, de la gente mutilada por bombas, de las mujeres que han sido atacadas violentamente o niños atrapados en redes comerciales. Queremos escuchar hoy, en este Viernes Santo, la voz de los sin voz; el ruido de los pies de tantos inmigrantes y refugiados. Sí, queridos hermanos: refugiados ucranianos, iraquíes, afganos, africanos; hombres y mujeres, niños, ancianos, enfermos... aquellos que huyen de un terrible conflicto bélico que ha generado millones de refugiados. A algunos refugiados hasta les hemos cerrado las fronteras: se les echa fuera. Como a Jesús, que murió fuera de Jerusalén, fuera de las murallas, como un maldito.

En este Viernes Santo, queridos hermanos, se nos invita a mirar la cruz. «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo». Y la respuesta es: «Venid a adorarlo». Que significa: vayamos hacia Él. Vamos a besarlo. Vamos a abrazarlo. Besando la cruz de Cristo, se besan todas las heridas del mundo; todas las heridas de la humanidad. Besando a Cristo en la cruz, entregamos al Señor nuestras propias heridas, nuestras penas íntimas, nuestros deseos frustrados. Todo lo que nos agobia. Todo lo que nos pesa. Hoy, al besar la cruz, al besar hoy a Cristo crucificado, acogemos su beso: el beso de su amor, que nos reconcilia, que nos hace vivir. Hoy, Jesucristo nos dice a todos nosotros, queridos hermanos, desde la cruz, nos está diciendo con fuerza: entrégame todo lo que te esclaviza, dame todo lo que te agobia, ofréceme todo lo que te entristece, entrégame tu sed de vida y de sentido. Vamos a hacer un segundo de silencio. Entreguemos esto a Jesús. Pongamos todo esto, lo que agobia, esclaviza, entristece..., al lado de Jesús. El sentido de la vida.

El beso de su amor nos reconcilia con nosotros mismos y con los demás. Y nos hace revivir. Pero, además, fijaos en esto, hermanos: junto a la cruz de Jesús, estaba su madre. Tal vez sollozando. Tal vez diciendo: ¿qué te han hecho? Tú, que has curado a tantos con tus manos, te han taladrado: Tú que has devuelto la vida a tantos, te han quitado la tuya; Tú, que pasaste por la vida haciendo el bien, mira el mal que te han causado. Pero has cumplido la voluntad del Padre, y has mantenido la fidelidad hasta el fin. Enséñanos, diría su madre; enséñanos a nosotros a mantenernos en la fidelidad hasta el final de nuestra vida.

Queridos hermanos: ante la cruz, a veces solo hay que estar en silencio, mirar al Señor, y dejarse mirar por Él; dejarnos abrazar por Él. Porque en su muerte, queridos hermanos, nosotros hemos alcanzado la vida. Por su muerte y por su resurrección. Enséñanos a mantenernos en la fidelidad. Cristo crucificado: Tú eres el rostro de la bondad y de la misericordia. Tú eres el rostro de la ternura de Dios; esa ternura que se manifiesta en cada uno de nosotros; que se manifiesta en toda criatura humana. En este Viernes Santo, nos acercamos a ti. Y acercamos a todos los hombres. Queremos que Tú invadas nuestra vida de tu amor. Y que nosotros regalemos lo que Tú nos regalas a cada uno de nosotros, que es tu mismo amor.

Esta humanidad, hermanos, está necesitada del amor de Dios. Y los discípulos de Cristo, la Iglesia de Jesús, extendida por toda la tierra, tiene la misión de regalar este amor; de hacer entrega de este amor del Señor en las familias, entre los vecinos, en los lugares de trabajo, en esta sociedad que estamos construyendo... Que no se construya desde relativismos que destruyen la identidad del ser humano, sino que construyamos la vida desde la identidad que Dios nos ha ofrecido en Jesucristo Nuestro Señor.

Amén.

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