Homilías

Lunes, 17 septiembre 2018 12:10

Homilía Carlos Osoro en la Misa en la festividad de la Virgen del Puerto (16-09-2018)

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Querido Juan Pedro Ortuño, rector. Hermanos sacerdotes. Hermanos y hermanas presentes en este templo, y quienes seguís esta celebración a través de TVE. La paz de Cristo esté con vosotros, y la presencia de la Virgen María nos recuerde aquel «haced lo que Él os diga» que como buena madre nos sigue diciendo hoy a nosotros.

Estamos en la ermita de la Virgen del Puerto, templo singular vinculado de manera especial a la capital de España, cuya construcción se debe a la iniciativa del marqués de Vadillo, que fue alcalde corregidor de Madrid después de serlo de Plasencia en tiempos del rey Felipe V. La Virgen del Puerto es la patrona de Plasencia. Agradecemos al obispo de Plasencia su presencia hoy entre nosotros.

La devoción a la Virgen en esta advocación, conocida por la tradición como «la Melonera», tuvo un arraigo popular entre las lavanderas  y entre las jóvenes que se iban a casar, pues venían a pedir a la Virgen esa buena y digna persona que compartiese para siempre sus vidas. Hoy siguen viniendo muchas parejas a prepararse para el matrimonio y a celebrar aquí la unión de sus vidas a través del sacramento.

La Palabra que el Señor nos acerca hoy a través de la Iglesia, en este domingo, nos ayuda a situar nuestra vida en ese horizonte encantador que nos produce esa pregunta tan profunda que Jesús hace en el Evangelio: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Dios, preguntándonos quién decimos que es. Sí. Todos vosotros, todos los que hoy estáis aquí, los que seguís la celebración por TV, algunos que quizá habéis conectado la tele y os habéis detenido ante la pantalla… a todos, el Señor nos dice: ¿quién decís que soy yo? No es una pregunta cualquiera, hermanos, cuando buscamos la libertad, cuya expresión más sublime y más clara la descubrimos en toda su amplitud en la libertad religiosa, porque ahí se desarrollan todas las dimensiones de la persona humana. Por eso, la indiferencia relativista, que está muy relacionada con el desencanto, se puede ver superada por el encanto que tiene la vida cuando alguien nos llama a realizar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales; proyecto que abarca y se dirige a todos los hombres, que es para todos y que tiene más en cuenta a quienes más lo necesitan; proyecto que busca gastar la vida para que el otro sea más y sienta, perciba y verifique más y mejor la dignidad que tiene, esa que le ha sido dada por Dios y de la que nadie es propietario. Solamente Dios. «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César». El ser humano es de Dios. Salió de sus manos. No es una construcción del hombre.

Qué bien más grande para todos los hombres que el Señor venga hoy y nos diga: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Es bueno responder bien a esta pregunta. No se puede dar una respuesta desde el exterior, lo inmediato, lo rápido, lo superficial y provisorio. Responderla bien hace que nos integremos en un proyecto común más allá de los beneficios y de los deseos personales. Mientras en el mundo aparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en esa propuesta que nos hace el Señor de reconocer al otro, sanar las heridas que tenga, construir puentes, estrechar lazos, ayudarnos mutuamente a llevar las cargas… En definitiva, crear la cultura del encuentro. Algo que es imposible hacer sin el perdón y la misericordia.

La imperiosa necesidad de evangelizar acompañando, cuidando y fortaleciendo, nos lleva a descubrir en la Palabra de Dios estas tres realidades que evangelizan:

1. Mirad y oíd al Señor, como lo hizo Santa María. Como Él, acompañemos a los hombres. Hemos escuchado al profeta Isaías que nos recordaba tres aspectos que vivió, y que claramente se perciben en la vida de María en plenitud: «el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?», «me abrió el oído», «me abrió los ojos», «tengo cerca mi defensor». ¿No fue esto lo que la Virgen María vivió, porque nunca dejó de mirar a Dios? En la anunciación, María no miró para sí. Precisamente por ello, dijo a Dios con prontitud: «aquí estoy», «aquí me tienes». Se dejó acompañar, vencer y convencer por la fuerza de Dios. «Nada es imposible para Dios». Fijó su mirada en Él, siempre. Pero especialmente contemplamos a nuestra Madre cuando le pidió que prestase la vida para tomar rostro humano y vivir entre y como los hombres. María nos enseña a mirar siempre a Dios, a mantener fija la mirada y a vivir con los oídos abiertos para escuchar a Dios y a los hombres.

2. María nos enseña a estar en la vida con la dirección que nos da la fe y se manifiesta en obras. Como Él, cuidemos a los hombres. Para nosotros, escuchar al apóstol Santiago y dejarnos hacer su pregunta, es clave. «¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?». Si no tienes obras, la fe está muerta. La Virgen María nos enseña con su vida a vivir la fe con obras. Recordemos cómo Ella sale inmediatamente al camino. Ella, por su fe, dio a Dios un sí total y absoluto. Lo manifiesta con obras, presta la vida a Dios, y se pone en camino. Y, en ese camino, hace obras en las que destaca su fe: hace saltar de gozo a un niño que aún no había nacido, que estaba en el vientre de Isabel; y conmueve de tal manera a su prima Isabel que la hace reconocer que lo más grande para un ser humano es fiarse de Dios. «Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Que podamos decir siempre: «enséñame tu fe sin obras y yo, por las obras, te probaré mi fe».

3. María hoy nos pide que escuchemos a su Hijo que en este domingo, en todas las partes de la tierra, nos pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Como Él, fortalezcamos a los hombres. María nos repite hoy aquel: «haced lo que Él os diga» de las bodas de Caná. Y nos permite entrar en la intimidad de Jesús. ¡Qué bueno poder dejarnos preguntar por Jesús! Hace una pregunta general. Os la hago a todos vosotros, y me la hago a mí mismo: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Como que el Señor quiere hacer un sondeo general, saber por nosotros la opinión general de las gentes. Pero, inmediatamente, nos hace una pregunta muy personal. Sí, hoy nos la hace a nosotros: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Seguro que de los discípulos el Señor espera una respuesta diferente a la de la gente, pues un discípulo es aquél que ha puesto su confianza en Él y le sigue. «¿Quién decís que soy yo?» Toda respuesta a esta pregunta suena vacía si es que no afecta a nuestra propia vida. La verdadera pregunta que el Señor nos hace es esta: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Quién soy yo para ti? ¿Qué lugar ocupo en tu vida? ¿Soy tu centro? ¿Te pongo por encima de todo y de todos? ¿Percibo que voy ganando vida con Él y que doy más vida a los que me rodean?.

Jesús es la expresión más elevada, más pura, más fecunda de la humanidad. En Él se encarnan los valores que constituyen la base de una civilización plenamente humana. Él es lo mejor. Él nos muestra el humanismo verdad que decía san Pedro Poveda. Él llena de sentido nuestra vida.

Pedro fue quien respondió a esa pregunta: «¿Quién decís que soy yo?» En un arranque genial, desvela el secreto de la identidad de Jesús: «Tú eres el Mesías». El esperado. El maestro. Nuestro horizonte. Nuestro guía. Pedro respondía desde una fe triunfal, desde una ideología religiosa. Como todos, esperaba la llegada del Mesías. Y Jesús reaccionó felicitando a Pedro. Era una respuesta correcta en su formulación verbal, pero no responde a lo que Jesús piensa de sí mismo. Los caminos de Dios van por otros caminos a un Mesías triunfal, líder político que se haga con el poder y se adueñe de la situación.

Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Está condicionado por su deseo de poder, de triunfo… La reacción de Jesús es clara, tajante y suena dura: «ponte detrás de mí, Satanás». Lo invita a colocarse detrás de Él, como corresponde a un discípulo. Y llamó a la gente y a sus discípulos para decirles: «si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo». Es decir, que ame de verdad, que no se centre en sí mismo, que vea que su vida es para el otro; «que tome su cruz y me siga», es decir, que renuncie a las ambiciones de poder, que tome siempre opciones acordes con los valores del Evangelio. Y concluye Jesús: que perdamos la vida por Él. Subrayemos esto: «perder la vida por mi y por el Evangelio». Es decir, eliminar lo efímero e ilusorio, ganar lo esencial, la vida, la libertad.

Santa María del Puerto nos acompaña y nos recuerda que, al igual que Ella, hay que darlo todo por Cristo, que es manantial de vida y alegría. Este manantial se hace presente entre nosotros en el misterio de la Eucaristía. Junto a Él, cada uno de nosotros respondemos a su pregunta: «¿Quién dices tú que soy yo?» Nuestra respuesta se manifiesta en obras. Te probaré mi fe con obras. Amén  

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