Homilías

Viernes, 14 septiembre 2018 13:15

Homilía Carlos Osoro en la Misa funeral por Anastasio Gil (13-09-2018)

  • Print
  • Email
  • Media

Queridos señores arzobispos: castrense, don Juan, y de Pamplona, don Francisco; obispo auxiliar, don Juan Antonio; secretario general de la Conferencia Episcopal; querido don Ramón, vicario general de la Obra en España; queridos vicario general de nuestra Archidiócesis y vicarios episcopales; hermanos sacerdotes. Quiero hacer una mención especial de monseñor Gerardo Roncedo, que viene de Roma, mandado o en nombre del cardenal Filloni, que nos ha enviado unas palabras con motivo del fallecimiento de don  Anastasio, que luego leeremos.

Queridos hermanos y hermanas de la vida consagrada. Queridos hermanos y hermanas todos. Y querida familia de don Anastasio, que tanto lo habéis acompañado en todos los momentos de su vida.

El Señor es nuestra luz. Es nuestra salvación. Así lo vivió y lo creyó don Anastasio. Nacido en el año 1946 en Veganzones (Segovia). Ordenado a los 24 años, en el año 1983 se incardina en esta Archidiócesis de Madrid. Su vida, toda entera, en los diversos ministerios que como sacerdote le encomendó la Iglesia, la ha vivido con esa pasión misionera que le ha caracterizado de querer dar a conocer a nuestro Señor Jesucristo, y de meter en la vida de la Iglesia esa fuerza que tiene que tener también la Iglesia del Señor para anunciar siempre a Jesucristo. En todo lo que haga, en lo que dice, en lo que manifieste… esa pasión por dar a conocer al Señor.

En el año 1988, don Anastasio, por quien hoy rezamos y a quien recordamos, es nombrado subdirector del Secretariado Nacional de Catequesis de la Conferencia Episcopal. Y ahí desarrolló una gran labor. Lo mismo que a partir del año 1999, donde da el salto al mundo misionero. Lo ha hecho de diversas maneras. Es nombrado director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Misiones y Cooperación entre las Iglesias. Deja el ámbito de la catequesis para entregarse en cuerpo y alma a las misiones. Hasta el último suspiro de su vida, en que se acordó también de estas misiones que el Señor le había puesto en sus manos, esa preocupación metida en lo más profundo de su corazón. Hasta el año 2011, en que es nombrado director nacional de la Institución Pontificia, cargo en el que ha sido confirmado en el año 2016, y que ha desempeñado hasta el final de su vida. Dirigió también el fondo de la Nueva Evangelización de la Conferencia Episcopal Española. Tuvo y fundó esta cátedra de Misionología de la Universidad Eclesiástica de San Dámaso de Madrid. Y desde 2008 era vicepresidente de la ONG Misión América.

Su esfuerzo y su dedicación lo conocéis todos. No hace falta que yo os lo diga. Alimentó su vida sacerdotal con la espiritualidad de la Obra, siendo miembro de la Sociedad Sacerdotal. En todos los momentos de su vida, como acabamos de escuchar en el salmo que hemos proclamado -el salmo 26-, para él, la luz y la salvación de él y de todos los hombres, era nuestro Señor Jesucristo. Expresado en ese cirio que hemos encendido. Esto es lo que a él le mantuvo en esperanza. Siempre. «¿A quién temeré?» «¿Quién me hará temblar?».

Queridos hermanos y hermanas. Yo he asistido en muchísimas ocasiones, desde que soy sacerdote, a mucha gente en la hora de la muerte. Unas horas antes de ponerle para que estuviese descansando y… pude estar con él, y poder hablar. Y después, cuando lo he pensado, digo: esto parecía, aún siendo dos sacerdotes, él y yo, la conversación que san Agustín tenía también con su madre en el momento de su muerte. Consciente él de que entregaba la vida a Dios. Pero consciente también de estas preguntas que él mismo me decía: «¿A quién temeré? ¿Quién me va a hacer temblar? Si he puesto mi vida en manos de Dios…». Solo hacía una petición, la que nos ha dicho el salmo hace un instante: Habitar en la casa del Señor. Gozar de esa dulzura del Señor que él había intentado predicar con su vida y anunciar, y que había querido contagiar a tanta y tanta gente en todos los momentos de su existencia, pero especialmente a través de Obras Misionales, y en todas las visitas que él hizo a los misioneros, no solamente fuera de España, sino también cuando recibía a los misioneros en España. Gozo y triunfo.  «Ten piedad». Esas eran sus palabras. «Ten piedad, Señor, de mí. Espero gozar de tu dicha».

Pues, queridos hermanos y hermanas, en esta noche, después de haber escuchado la Palabra del Señor, querría acercar a vuestra vida tres aspectos que me parece que nos ayudan a entender la Palabra que el Señor hoy nos ha entregado, que nos la entrega cuando estamos haciendo esta oración, este funeral por don Anastasio, aquí, en la catedral de Madrid.

En primer lugar, él con la vida de Cristo. Habéis escuchado la primera lectura: por el bautismo, hemos sido incorporados a Cristo. Hemos sido incorporados, también, a su muerte. Y a su resurrección. Con Cristo. Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, también nosotros andaremos en una vida nueva por Cristo. Porque si hemos muerto con Cristo, viviremos con Él. Pues sabemos que Cristo, una vez resucitado, no muere más. No tiene dominio la muerte sobre Él. Ni sobre los que, por pura gracia, hemos sido recibidos también, a través de esta puerta primera que se nos abre, que es el bautismo. Como le gusta decir al Papa Francisco, esa puerta que no debemos cerrar a nadie, es la puerta que nos abre a la muerte y resurrección, al triunfo también de Cristo. Con la vida de Cristo, queridos hermanos. Así vivió, o quiso vivir don Anastasio.

Pero, además, él sintió la llamada del Señor. La llamada al ministerio sacerdotal. Y, en esa llamada al ministerio sacerdotal mantuvo su vida, y la prestó para hacer realidad, en la vida real, la presencia de nuestro Señor. ¡Tantas veces entregó el perdón! ¡Tantas veces curó heridas: con sus palabras, con su cercanía…! ¡Tantas veces animó a laicos, a religiosos, a religiosas, a miembros de la vida consagrada en general, a sacerdotes… a entregar la vida para anunciar a nuestro Señor Jesucristo! Don Anastasio con la vida de Cristo.

En segundo lugar, don Anastasio en manos del Señor. Tengamos esta seguridad. Lo habéis escuchado en el Evangelio, queridos hermanos: todo lo que me da el Padre vendrá a mí. Y, mirad, sabemos que en manos del Señor estamos. Y en manos del Señor nada se pierde. Porque nos lo ha dicho Él hace un instante: el Padre que me ha enviado, me ha enviado para que no pierda nada de lo que me dio. Y Dios le ha dado todos los hombres a nuestro Señor Jesucristo. Y esta experiencia la tenemos todos los discípulos de Cristo. Y todos los cristianos. Estamos en manos del Señor. Y nosotros también tenemos esa misión: somos misioneros. No cerramos nuestra vida para nosotros mismos.

Como os dicho en algunas ocasiones a los que más venís a las celebraciones a la catedral, hemos de ser, como nos dice el Papa Francisco, discípulos misioneros. Y el discípulo misionero lo que hace, en primer lugar, es ponerse en manos del Señor. La expresión más bella y más bonita de lo que es un discípulo misionero, nos lo manifiesta nuestra madre, la Santísima Virgen María. Vedla. Ella se hace discípula. En primer lugar, acogiendo al Señor. Leed la Anunciación del Señor, donde la Virgen María le dice a Dios: «Aquí me tienes, aquí estoy».

El discípulo misionero se deja llenar la vida de Dios. Pero el discípulo misionero no se cierra en sí mismo. Sale. Sale. Sale al camino, como lo hizo la Santísima Virgen María en la Visitación. A un camino que no era fácil. Pero no sale de cualquier manera: sale sabiendo que lleva a Jesucristo. Que lleva y está llena de Dios. Y es Jesús precisamente el que hace posible que cuando se encuentra con las gentes, vemos cómo un niño que aún no había nacido salta de gozo, y una mujer anciana que iba a ser madre es capaz de prorrumpir en el más bello de los poemas, o de las palabras que se pueden decir a un ser humano: «dichosa tú que has creído, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá».  Dichoso don Anastasio que creyó lo que ha dicho el Señor. Y que murió creyendo lo que había dicho el Señor: que estamos en manos del Señor, que nada se pierde, porque todo lo ha puesto Dios en sus manos.

Un discípulo misionero acoge a Dios, y se llena de Dios, y sale a los caminos. No a los que a nosotros nos gustan, queridos hermanos, sino a los reales; a los que están en este mundo, en esta historia. A los hombres concretos que tenemos. Os podrán gustar más o menos, pero son los que hay. Y ahí hay que anunciar a nuestro Señor, pero llenos de Dios. Y hay que hacerlo. Sabiendo que, o cantamos bien con nuestra vida y atraemos por el canto que hacemos, decimos bien eso que dijo la Virgen: proclama mi alma la grandeza de Dios; hacemos ver con nuestra vida, con nuestras obras, la grandeza de Dios… O no somos discípulos misioneros. Don Anastasio, en manos del Señor, quiso ser discípulo misionero. Y quiso animarnos a todos a serlo también.
 
Y, en tercer lugar, queridos hermanos, también nosotros podemos decir: hemos visto al Hijo de Dios y tenemos vida eterna. Hermanos, mirad: la vida eterna no es para cuando nos muramos. La tenemos ya. Desde el momento en que el Señor nos ha abierto esa primera puerta, para que entre su vida en nosotros, que es el bautismo. Caminamos por la vida con la vida eterna. La voluntad de Dios es: el que ve al Hijo y cree en Él, tiene y disfruta ya de la vida eterna. La tendrá en plenitud, pero la tiene ya, la posee ya queridos hermanos. Cuando asumimos el bautismo, este regalo inmenso del Señor en nuestra vida, poseemos ya, estamos abiertos a esa vida de la cual nos habla el Señor en el Evangelio.
 
Hermanos y hermanas: el Señor os bendiga. En el ministerio de don Anastasio, él nos habló y nos enseñó a responder a esta pregunta que nos tenemos que hacer siempre, como nos dice el Papa Francisco: ¿Cómo se curan las heridas que aparecen en la vida de los hombres?. ¿Cómo? Y el mismo Papa responde: se curan cuando somos capaces de dejarnos llevar por la gracia y por el amor de Jesucristo. Cuando somos luz. Cuando somos sus manos. Su corazón. Sus pies. Es así como curamos.
 
Gracias le damos al Señor por habernos regalado la vida de don Anastasio. Por habérsela regalado a esta Archidiócesis  de Madrid, a este presbiterio diocesano. Por habérsela regalado a tanta gente a través de su trabajo en la Obras Misionales.

El amor de Dios es misericordioso. Ese amor es el que nos juzga, a través de las reacciones que tenemos, las relaciones que mantenemos, las decisiones que tomamos. ¡Cuánto bien podemos hacer a los demás si nos dejamos guiar por nuestro Señor Jesucristo! Don Anastasio intentó dejarse guiar por el Señor. Descanse en paz.

Y, como os decía, para nosotros también es esta palabra que acabamos de proclamar. Tengamos y mantengamos viva la vida de Cristo en nuestra vida. Pongámonos en manos del Señor. Y caminemos sabiendo que tenemos la vida eterna, que podemos decir también: en fe, hemos visto al Señor.
 
Jesucristo se hace presente entre nosotros. Ponemos al lado de Él la vida de don  Anastasio. Pero es inseparable su vida de los misioneros. Los ponemos también a ellos. Junto al Señor. Hoy. A todos. A todos los que han dado la vida por el Evangelio, en cualquier parte de la tierra donde han querido anunciar a Jesucristo.
 
Que el Señor nos bendiga a todos. Y nos haga sentir la urgencia y la gracia de ser discípulos misioneros tal como quiere nuestro Señor y como nos pide el sucesor de Pedro, el Papa Francisco.
 
Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search