Homilías

Lunes, 04 enero 2016 14:07

Homilía de monseñor Carlos Osoro en el funeral por monseñor Alberto Iniesta, obispo auxiliar emérito de Madrid (4-01-2016)

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El Evangelio que acabamos de proclamar nos ayuda a hacer una lectura de este momento singular que estamos viviendo. Estamos celebrando la muerte y resurrección de Jesucristo, y en Él celebramos nuestra propia muerte y resurrección. Nos lo dice el apóstol Pablo en las palabras que nos dirige: «en la vida y en la muerte somos del Señor».

Ha muerto don Alberto Iniesta, obispo auxiliar emérito de Madrid. Yo quiero dar las gracias de corazón a don Ciriaco, el obispo de Albacete, y a todo el presbiterio de la diócesis de Albacete que durante todos estos años ha cuidado y ha mimado de una manera especial a don Alberto. Muchas gracias don Ciriaco. Y a los obispos anteriores que hicieron lo mismo, también: gracias.

Don Alberto ha venido preparando su muerte durante estos años. Yo puedo deciros que, por conversaciones más profundas, y en esa conversación mensual que desde que soy arzobispo de Madrid iba teniendo con él, en este tiempo me iba diciendo lo que quería y lo que vivía, y se resume ciertamente en estas palabras del apóstol: «en la vida y en la muerte somos de Dios».

Doy gracias al Señor. Conocí a don Alberto siendo seminarista. Quedamos de entonces, del Colegio Mayor de El Salvador, solamente el cardenal Estepa y yo. Los demás han fallecido. Esperemos que seamos capaces, también, de creer en estas palabras del apóstol. Y digo que doy gracias a Dios por haber compartido momentos con él -antes de ser obispo-, incluso en mi primer año de seminario; pude pasar ratos largos con él cuando yo era jefe de la colonia de Cáritas, y en los retiros que nos daba en el Colegio de El Salvador.

Las palabras del Señor se cumplen, se hacen verdad siempre. Nos lo acaba de decir el Señor: «Padre, este es mi deseo, porque me amabas antes de la fundación del mundo». Alberto Iniesta vivió apasionadamente, con palabras y obras, la certeza de que el Señor le acompañaba, y él se quería dejar acompañar. ¡Cuántas horas de oración y adoración tuvo estos últimos años de su vida! Y siempre, porque era algo que formaba parte de su existencia. La capilla de la casa sacerdotal de Albacete era su lugar preferido en estos años. Allí contempló lo que el Señor desea para nosotros: «que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy, y contemplo mi gloria, la que me diste, porque Tú me amas antes de la fundación del mundo».

Recordamos lo que nos dice el Evangelio que hemos proclamado: «les he dado a conocer, y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenéis, esté en ellos, y yo en ellos». Ese amor es el que percibieron aquellas mujeres que fueron al sepulcro al encuentro del Señor, y cómo se les presentan dos hombres vestidos de blanco y les dicen: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¡Ha resucitado! No está aquí». Esta realidad ha cambiado todo. Y esta realidad es la que nos une esta tarde aquí: celebrar la muerte y resurrección de Cristo. Escuchemos otra vez estas palabras que acaba de dirigirnos el Señor: «Si el mundo te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que Tú me enviaste». Es lo que llegaron a conocer aquellas mujeres que buscaban el cuerpo del Señor.

Cuando llegábamos esta mañana, monseñor Benavente y yo, con el cuerpo de don Alberto, nos hemos encontrado con una persona mayor que venía con su esposo y su hija. Llorando, me decía que tenía que estar aquí porque conoció el Evangelio gracias a monseñor Iniesta, durante su etapa en Vallecas. Esta es la realidad que ha cambiado todo. Estos han conocido a don Alberto Iniesta. Es lo que llegaron a conocer aquellas mujeres cuando no encuentran al Señor en el sepulcro y se encuentran con otra realidad: ha resucitado. Jesús no es un personaje del pasado. Él viene y camina delante de nosotros.

Hace un momento hemos escuchado, en el libro del Apocalipsis: «Bienaventurados los que mueren en el Señor, descansan de sus fatigas, sus obras los acompañan». Esto se hace verdad hoy, aquí y ahora, en la vida de este obispo. Y se hace verdad, como tantas veces nos ha dicho, con sus palabras, con sus obras: «¿por qué buscáis entre los muertos al que vive?».

Quería venir con lo que había hecho, y prepararse para este momento. Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, mientras pasaba el momento de la transfiguración, los discípulos se preguntaban qué querría decir eso de resucitar entre los muertos. No lo entendieron hasta después de la resurrección. En la Pascua. Y la Pascua nos viene a liberar. Pero Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción: pertenece al mundo de los vivos, no de los muertos. Y nosotros nos alegramos porque Él, tal y como proclamamos en el rito del cirio pascual, es alfa y omega, existe, por tanto, no solo ayer, sino también hoy y por toda la eternidad.

¿Qué significa, para todos nosotros, participar de esta resurrección? Qué bien lo explica el Evangelio que acabamos de proclamar: la muerte de Jesús fue un acto de amor. En la Última Cena, Él anticipa la muerte y la transforma en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios. Y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección es como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del ‘morir y devenir’. Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo. ¿Cómo puede llegar este acontecimiento hasta nosotros y atraer nuestra vida hacia Él y hacia lo alto? ¿Cómo llegó don Alberto?

Nos llegó mediante la fe y el Bautismo. Nos llegó, también, en el ministerio sacerdotal y episcopal. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo no es un acto de socialización eclesial, de un ritual complicado para acoger a las personas en la Iglesia. Es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. El Bautismo es lo que san Pablo nos dice en la Carta a los Gálatas: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí». Vivo, pero ya no soy yo. Y es que yo mismo, la identidad esencial del hombre, de este hombre, Pablo, ha cambiado. Nos descubre lo que ha ocurrido en el Bautismo, que se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos. Llegamos a ser Uno en Cristo.

Precisamente esto es lo que estamos viviendo en esta celebración. Que lo que alcanzó Jesucristo, eso ha sido dado también a don Alberto, como se nos regala a todos nosotros. Por el Bautismo quedamos asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: este es el sentido del ser bautizado y el sentido profundo que tiene el ser cristiano. Esta es la alegría que celebramos en la Vigilia Pascual, el triunfo de Cristo, y que conmemoramos cada vez que estamos celebrando la Eucaristía. Por eso, la resurrección no ha pasado; la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. Fue el Señor, a quien se agarró de su mano don Alberto. Y por eso podría decir también él: «yo, pero ya no yo».

Escuchad una vez más estas palabras que acabamos de proclamar. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, permanece en la muerte. Hay momentos en la vida en los que amar a los demás es complicado, porque el Señor nos pide que amemos a todos sin excepción, y cuando a veces la fe se ideologiza dejamos a un lado a otros. Hay hombres que eso lo han hecho siempre: han amado con todas las consecuencias a todos.

Don Alberto no quiso permanecer en la muerte. Habiendo recibido la vida de Cristo, no permaneció en la muerte. Amó. Por amor llegó un 4 de enero de 1923. Hoy cumpliría 93 años. Por amor fue ordenado sacerdote el 13 de julio de 1958 en Albacete. Por amor se entregó al servicio de la Iglesia en la diócesis albaceteña como formador del seminario. Y por amor a la Iglesia en 1972 fue ordenado obispo auxiliar de Madrid por don Vicente Tarancón. Por amor renunció al gobierno pastoral en 1998, pasando a ser auxiliar emérito de Madrid. Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos. Con esta convicción ha vivido don Alberto. Descanse en paz.

Sabemos que vivimos por una comunión existencial con Cristo, por estar insertos en Él, que es la vida misma. Quiero dar gracias, en estos momentos, a quienes más cerca de don Alberto habéis estado. Le habéis regalado vuestra amistad. Gracias a la diócesis de Albacete, a su presbiterio, a la familia de la casa sacerdotal de Albacete, que ha sido su hogar durante estos años de jubilación. Gracias de corazón.

Antes escuchábamos las siguientes palabras del Apocalipsis: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor, descansen en paz de sus trabajos porque sus obras los acompañan». Todos hemos visto que estas palabras han sido una especie de himno que nos deja don Alberto, y que con él podemos despedirle hoy. El Señor lo ha llamado y el Señor se hace presente aquí, en el misterio de la Eucaristía. Asistimos hoy también, y nos hacemos contemporáneos de la muerte y resurrección de Cristo en estos momentos en los que estamos celebrando la Eucaristía. Que a todos nos alcance la fuerza de la resurrección. Y muy especialmente le pedimos hoy, al Señor, la plenitud de la vida para el obispo Alberto.

Descanse en paz. Amén.

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