Homilías

Martes, 08 marzo 2016 15:49

Homilía de monseñor Carlos Osoro en el hospital San Rafael, con motivo de la festividad litúrgica de san Juan de Dios (8-03-2016)

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Queridos hermanos de San Juan de Dios: gracias por seguir invitándonos a encontrarnos con un hombre excepcional, como es san Juan de Dios que, desde su nacimiento, en 1495, ya manifestaba y expresaba de alguna manera la capacidad que un ser humano tiene de búsqueda de Dios y de encontrarse con Dios para hacer las mismas obras de Dios en este mundo.

Querido hermano Provincial, hermano Miguel Ángel. Queridos residentes y pacientes, trabajadores, amigos de este hospital que participáis también en esta celebración. Queridos bomberos de Madrid: muchas gracias por vuestra presencia aquí, en esta celebración, y por tener como patrono a san Juan de Dios. Autoridades. Querido Coro Rociero que nos acompañáis. Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.

Si yo quisiera resumir lo que hoy el Señor, a través de su palabra, tan bien elegida por la Iglesia para esta fiesta de san Juan de Dios, os diría que sería esta expresión que el Señor le dijo a san Juan de Dios, y que hoy nos dice a nosotros: «Te doy una tarea, para realizarla con la fuerza del amor, y también con una manera de vivir y de estar junto a los hombres, que es la misericordia».

Sobre esta realidad, queridos hermanos, yo quisiera acercar a vuestra vida y a vuestro corazón lo que hoy este Santo nos dice a nosotros también, en estos momentos que nos toca vivir.

Como os decía antes, san Juan de Dios nace en 1495 y tiene un encuentro con otro Santo en una predicación que él está haciendo en Granada, san Juan de Ávila. Y aquella predicación le toca de tal manera el corazón a san Juan de Dios que su vida da un cambio absoluto. De tal manera que se convierte en ese tipo de hombre que, como nos dice el Papa Benedicto XVI, la verdadera revolución en este mundo viene por hombres que permanecen a través de la historia, y que hacen familia y seguidores que les mantienen vivos. Esos hombres, decía el Papa Benedicto XVI, son los santos. Y, en general, solo los santos son capaces de hacer esa trayectoria histórica a través de tantos siglos, como sucede en este caso con san Juan de Dios, que hace que su permanencia sea viva.

Por eso, el Salmo que hemos cantado juntos: «dichoso, feliz, quien abre el corazón a Dios». Y este que abre el corazón a Dios es Juan de Dios. Dichoso quien ama y realiza sus mandatos, pero los realiza desde el corazón, desde dentro, desde la raíz, y es capaz de brillar en medio de las tinieblas y de las oscuridades; tiene compasión y manifiesta la compasión, que al fin y al cabo es la pasión que tiene Dios por los hombres. No vacila, reparte limosna al pobre, atiende al pobre, no solamente dándole cosas sino dándole su vida, como lo hizo Juan de Dios. Su caridad, su amor fue constante, hasta que Dios le llama. Y ese amor es constante porque sigue manifestándose a través de sus hijos, de aquellos que le han querido seguir según el carisma que Dios le regaló para hacer su presencia y manifestar la misericordia de Dios, el amor de Dios a los hombres. Por eso, el Salmo 111 que hemos cantado, que hemos recitado y que hemos escuchado, es una realidad en san Juan de Dios.

A san Juan de Dios, el Señor, en primer lugar, le dijo: «te doy una tarea». Una tarea importante. Lo acabamos de escuchar en la primera lectura que hemos proclamado: abre prisiones, haz saltar tus cerrojos de esos cepos que tiene atados a los hombres, libra de la opresión a quienes encuentres en el camino, parte el pan con el hambriento, viste al desnudo, no te cierres a tus propios intereses, a tu propia carne, rompe tu luz. Tu luz vale para poco. Rompe tu luz y coge la luz que viene de Dios, que te abre el camino de la verdadera justicia, que destierra toda clase de opresiones, que quita todo gesto amenazador, y da el gesto del cariño, del amor, de la entrega, del servicio, de la fidelidad, y que parte lo que tiene con quien más necesita. Te doy una tarea. Esta fue la tarea que Dios le dio a san Juan de Dios, y que él hizo realidad en su vida.

Fijaos los siglos que han pasado, queridos hermanos y hermanas. Fijaos los siglos. Y hoy, el Señor nos le hace presente, nos reúne aquí, en su fiesta; porque también esta tarea que da a Juan de Dios nos la sigue regalando a nosotros, y nos la sigue manifestando a través de sus hijos, los hermanos de san Juan de Dios, en todas las latitudes de la tierra donde están presentes y donde hacen realidad lo que aquel hombre, en aquellos tiempos, -a finales del siglo XV, principios del XVI- realizó. Y después de tantos siglos, sigue reuniéndonos a nosotros. Porque es verdad lo que os decía antes, utilizando las palabras de Benedicto XVI: la verdadera revolución en este mundo la traen los santos. De ahí que, en momentos de cambio como vive nuestra sociedad y nuestra humanidad, se necesiten revolucionarios, pero de este estilo, no de ‘pandereta’; capaces de cambiar el corazón, y no de cambiarlo con palabras, sino con su propia vida, poniéndose a servir a los demás tal y como nosotros también acabamos de escuchar en la Palabra de Dios.

Te doy una tarea. Y, en segundo lugar, para realizarla con la fuerza del amor. Lo habéis escuchado en la segunda lectura que hemos proclamado. Nos decía el Señor, a través del apóstol: hemos pasado de la muerte a la vida, y esto lo sabemos porque amamos a los hermanos.

Queridos hermanos: es un análisis precioso el que podemos realizar nosotros para saber si estamos vivos o estamos muertos. ¿Tenemos rencores? ¿Descartamos personas? ¿Nos desinteresamos por ciertas personas que a lo mejor piensan algo distinto a nosotros, o totalmente distinto? ¿Las retiramos de nuestra vida?. Si es que hacemos eso, estamos muertos. El que está vivo es el que ama al hermano sin condiciones, porque el que no ama permanece en la muerte. Es más, lo acabáis de escuchar: el que odia, el que retira, el que descarta, el que se desinteresa de los demás, es un homicida llega a decir el apóstol. Y es verdad. Matamos al otro. Por eso, qué maravilla es que hoy nos reúna aquí nuestro Señor, haciendo memoria de san Juan de Dios. Porque él conoció el amor. Y, lo mismo que Jesús dio la vida por todos los hombres, por todos, sin excepción, hoy san Juan de Dios nos recuerda también que él vino a seguir las huellas de Jesús y a dar la vida por todos.

En las casas de san Juan de Dios, desde el principio, no se pedía a nadie el carnet para entrar. Es verdad que antes no lo había. Pero no se pedía. Entraba todo el mundo. Como siguen entrando en las casas de san Juan de Dios, hoy: todo el mundo, sin excepción.

Queridos hermanos: hemos conocido el amor. Nosotros lo hemos conocido. Es más, lo hemos conocido en Jesucristo. Pero es que hoy el Señor, a través de este santo, nos lo muestra. Y nos muestra que también nosotros debemos dar nuestras vida por los hermanos. No cerremos nuestras entrañas, amemos con obras y de verdad; con obras que se manifiesten en nuestras vidas. Por tanto, es una maravilla, porque la tarea que dio Dios a san Juan de Dios es la que nos da a nosotros, y el modo de realizarla es el que hoy también nos ofrece a todos nosotros: con la fuerza del amor.

Y, en tercer lugar, y último, con una manera de vivir y de estar junto a los hombres que es la misericordia. Al inicio de curso yo os escribía una carta pastoral que titulaba así: «Jesús, rostro de la misericordia, camina y se encuentra con nosotros también en Madrid». Y es verdad. Y os proponía una manera de encontrarse, que es esta página del Evangelio que acabamos de proclamar hace un instante, que es esa parábola: la parábola del Buen Samaritano. La parábola en la que también el beato Pablo VI, cuando le preguntaron cuál era la espiritualidad del Concilio Vaticano II, respondió: mirad, la espiritualidad del Concilio Vaticano II se resume en la parábola del Buen Samaritano. Se resume en definitiva en esto: ve y haz tú lo mismo. Esta es la espiritualidad: la de un hombre que va por el camino de la vida y que a todo el que se encuentra tirado, olvidado, se le acerca, le mira, se arrodilla ante él, le cura las heridas, pone a disposición de él lo es y lo que tiene. Como aquel Buen Samaritano, que no pasó de largo: se detuvo, se arrodilló, le miró. Es importante esto, queridos hermanos: le miró. Tenemos que acostumbrarnos a mirar a la gente. A mirarla, a detenernos ante ella, a descubrir sus necesidades. Le curó, y además puso a su disposición la cabalgadura en la que iba él, que fue andando y le subió a su cabalgadura. Puso todo lo que tenía a su disposición. Es más, le llevó a una posada, pidió que le curasen, que le atendiesen, que él no se desentendía de él, que volvería a verlo. Porque es fácil atender un momento, pero un día y otro día, y no desentenderme de las personas: esto es lo difícil. Sin embargo, el ejemplo que nos pone el Señor es este: siguió atendiéndole un tiempo, y pagó la posada.

¿Quién es el prójimo, queridos hermanos? ¿Quién es prójimo del otro? El que hace esto. El que tiene este estilo de vida, el que practica la misericordia. Y hoy, el Señor nos dice a todos nosotros, en esta fiesta de san Juan de Dios: mirad, os presento un discípulo mío, san Juan de Dios, que con su manera de vivir y de estar junto a los hombres hizo verdad esa página del Evangelio que hemos proclamado. Haced vosotros lo mismo.

Damos gracias al Señor, queridos hermanos, por esta fiesta. Hoy recibiréis muchas palabras, seguro que tendréis muchas noticias, pero os aseguro que no es la que vuestro arzobispo os da: es la que os da el Evangelio, es la más importante de todas. Qué maravilla que el Señor nos diga: os doy una tarea, hacedla con la fuerza del amor. Y hacedla y tened para hacerla una manera de vivir y de estar junto a los hombres, que es la misericordia, que es la espiritualidad del Buen Samaritano.

Hermanos: el que dijo la parábola ésta, el que llamó a san Juan de Dios, se hace presente aquí, dentro de un momento, en este altar. El mismo. En un trozo de pan y en un poco de vino. El Señor que cambia nuestra vida, el Señor que cuando nos alimentamos de Él no podemos dar otra cosa más que lo que Él nos da. No podemos dar olvido, no podemos dar indiferencia, descarte. Tenemos que dar lo que el Señor nos da. Nos alimentamos de Jesucristo, demos también a nuestro Señor, al estilo y a la manera de san Juan de Dios.

Quiero dar las gracias al Hermano provincial, a todos los hermanos, y a todos los que de alguna forma colaboráis con ellos, por este momento que nos hacéis vivir una vez más. Yo a los hermanos les conozco hace muchos años, desde mi tierra de origen, en Santander, y después en todas las diócesis en las que he estado -excepto en la primera- siempre he encontrado a los hermanos. Y es una gracia tener siempre un lugar de referencia para recordarnos aquello de Jesús: haz tú lo mismo. Feliz día, hermanos.

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