Homilías

Martes, 15 septiembre 2015 12:30

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la celebración del 450 aniversario del Cristo de la Vera Cruz (14-09-2015)

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Queridos hermanos y hermanas: es una gracia especial estar aquí, con vosotros, celebrando el 450 aniversario de la llegada de la primitiva imagen a Fuencarral. Es una gracia de Dios poder seguir contemplando la imagen de Cristo, que nos ayuda a entender lo que somos y también lo que Dios desea de nosotros. Esta imagen supone la historia y el amor de un pueblo a Jesucristo Nuestro Señor desde aquella primitiva imagen, rescatada por la emperador Carlos V, hasta hoy, y lo que ha supuesto para vosotros tener esta nueva imagen. Recordad también la historia: los primeros estatutos fueron aprobados cuando Madrid no era archidiócesis, sino que dependía de Toledo. Los primeros estatutos de la Hermandad, a instancias del mayordomo de la misma, son del siglo XVI. Esta es la historia que nos remite a un pueblo que ha estado mirando a nuestro Señor Jesucristo.

En el año 1986 solo había 80 cofrades. En la actualidad sois más de 700, lo que quiere decir que de una u otra manera esta parroquia se incorpora a esa adhesión sincera a nuestro Señor. Una adhesión que hoy queremos celebrar en esta conmemoración del 450 aniversario de esta devoción del Santísimo Cristo de la Veracruz.

Habéis escuchado el salmo 77: «no olvidéis las acciones del Señor». Es un recuerdo permanente para todos nosotros, porque Dios nos habla. El salmo nos dice que Dios nos habla, nos escucha, nos enseña, inclina el oído, abre su boca. Dios es alguien a quien buscan todos los hombres. Qué precioso cuando los hombres buscan a Dios, cómo vuelven la cara a Dios, tienen necesidad de Dios, necesitan una roca firme en la que apoyar su vida.

Queridos hermanos: este cántico tiene hoy una actualidad inmensa, porque en esa apariencia de olvido de Dios hay un vacío en la existencia del ser humano. El ser humano está dando gritos porque quiere roca, quiere lugar donde sustentarse, quiere volver a Dios, aunque no sepa del todo cómo es y quién es. Y para eso el Señor nos convoca a nosotros: para que digamos con nuestra vida quién es este Dios que pone su corazón, como nos decía el salmo, en la vida de todos nosotros.

Qué maravilla las palabras del Salmo: sentía lástima de ellos. Dios perdonaba a los hombres aunque le volviesen la espalda; no destruía, construía, les alentaba, no despertaba furor, sino compasión hacia todos los hombres.

No olvidéis las hazañas del Señor. Para no olvidarlas, después de escuchar la palabra que hemos proclamado, se me ocurre deciros tres aspectos que me parecen que son importantes en este día en que celebramos esta fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.

Lo primero: contemplemos a Cristo, a este crucificado. Qué preciosa ha sido la primera lectura que hemos escuchado. Esa lectura que, aún siendo del Antiguo Testamento, nos relata dónde está la salvación que buscan los hombres. Nos dice el texto cómo aquellos israelitas, cuando caminaban por el desierto, hablaban contra Dios. Cómo puede ser esto, decían los israelitas: que pasemos hambre, que no tengamos agua, que el cuerpo nuestro tenga náuseas, cómo puede ser este el Dios bueno y verdadero. Y nos dice que surgieron unas serpientes que picaban a los hombres y mujeres de Israel, que morían por el veneno que entraba en su corazón. No era solamente el veneno de las serpientes: era el veneno que siempre rompe nuestra vida, la falta de amistad con Dios, el desengaño, la turbación, la mentira, el miedo, la torpeza, el caminar sin luz. Ese es el veneno verdadero de los hombres. La búsqueda no de la paz sino de la lucha, a ver quién puede más; una búsqueda no de reconciliación -a ver quién vence-, no de fraternidad, sino a ver qué familia se impone sobre la otra. Y Dios tiene que mandar a Moisés que haga una serpiente de bronce para demostrarles su poder. Una serpiente sin vida, de bronce, pero cuya presencia era Dios mismo. Representaba a Jesucristo. Cuando los israelitas eran picados por la muerte, por el veneno, miraban a la serpiente y, nos dice el texto, quedaban curados.

Mirad, mirad, mirad al que crucificaron, que siendo Dios, nos ha dicho la segunda lectura, vino como uno de nosotros: nació de una mujer, de la Santísima Virgen María, vivió en el vientre de la virgen María, siendo Dios nació en Belén, en un portal, en un lugar inhóspito; lo tenía todo, era dueño de todo, y nace sin nada, ni siquiera su propia casa. Una casa que estaba vacía en aquel momento, pero que tenía dueño. Contemplad a Cristo crucificado, contempladlo porque nadie ha bajado del cielo: solo él, que nos dice a nosotros quién es el hombre y quién es Dios. Solo él.

Queridos hermanos y hermanas: esta historia que estamos viviendo los hombres necesita al ser humano. Los seres humanos necesitan mirar al que bajó del cielo, al que se ha hecho como nosotros, que nos ha dicho quién es Dios y al mismo tiempo nos dice quién es el hombre. El hijo de Dios bajó del cielo, se hizo uno de tantos, hasta pasó por la muerte, pero no para quedarse en la muerte, para vencer la muerte, el agujero más grande que existe en el ser humano: muerte, ante la que se asusta permanentemente. Dios quiso entregarle la luz y decir a los hombres que ha vencido a la muerte y que todo el que se une a Él, y entra en comunión con Él, vence la muerte, tiene vida, es resucitado.

Nosotros no somos, queridos hermanos y hermanas, un grupo de gente que vivimos aquí unos cuantos años y desaparecemos. No. Cristo, el que bajó del cielo, nos revela que el hombre triunfa, que el hombre participa de la eternidad de Dios, conquistada por este Dios que no tuvo a menos pasar, porque solamente pasando por uno de tantos, puede mostrarnos la realidad que quiere que tengamos en nuestra vida.

Contemplemos a este Cristo y a este crucificado. Pero, queridos hermanos, hay que contemplarle porque para vivir en este mundo tenemos que mirar su gestos, sus miradas. ¿Qué gestos tiene el Señor? Miradle en la cruz. En el momento culmen de su vida, cuando la está entregando, cuando le están ridiculizando, cuando se están riendo de Él, sigue regalando el amor a los hombres. «Perdónales, no saben lo que hacen». Cuando está muriendo, ante su santísima Madre, que es la única que ha entendido que nada hay imposible para Dios, y que el hijo de sus entrañas vino por obra del Espíritu Santo, ahí, en la cruz, le dice a su madre: «Ahí tienes a tu hijo». Y allí estábamos todos nosotros. En Juan estábamos todos. Y a Juan le dice: «Ahí tienes a tu madre», que ella te enseñe, ella me ha entendido, ella sabe quién soy, ella me ha parido, me ha traído a este mundo, me ha dado rostro humano. Ella, si les das la mano, te puede enseñar quién soy yo.

Y no digamos las realizaciones... El Señor, en su vida, cura, perdona, tiene compasión, quiere a la gente, no echa en cara nada... Como a ninguno de nosotros, estemos como estemos. Jesucristo nunca tendrá un gesto de despotismo hacia nosotros ni una mirada intransigente, sino que sus miradas son miradas de amor. Mirándose, quedándose mirando a aquel ciego, a aquel tullido, a aquella madre de familia a quien se le había muerto el hijo, a aquellas hermanas que habían perdido a Lázaro, a aquella pecadora que la iban a matar: la miró... Y, a nosotros, el Señor nos mira. Y nos mira con amor. Contemplad siempre a Jesucristo.

En segundo lugar: creed en Cristo para tener vida. Lo habéis visto en el evangelio. Ha sido precioso lo que nos dice el evangelio: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo». Creed en Cristo para tener vida. Creed en el amor de Dios. Todo el que cree en el Señor, tiene vida eterna; sí, tiene la vida de Jesús. La tenemos en el bautismo que recibimos, la tenemos en nosotros. Y Él, con su vida, pasó haciendo el bien, nos ha dicho la segunda lectura. Tenemos su vida, hermanos. ¿Hacemos el bien? ¿Miramos a los demás como les miraba Jesucristo? ¿Damos la mano a los demás como lo hacía Jesucristo? ¿Retiramos la mano a alguien porque no queremos nada con él? Creamos en el Señor para tener vida.

Nosotros estamos reunidos aquí, no por una decisión ética, no porque queramos tener una vida honrada, buena... Estamos aquí porque un día nos hemos encontrado con Jesucristo y hemos visto que se nos dice quién es Dios: un Dios que ama entrañablemente al hombre; que quiere tanto, tanto, tanto al hombre que le hace partícipe de la propia vida de Dios, y por eso en este mundo el cristiano pasa haciendo el bien, como el Señor. Aunque a veces, cuando dudamos, porque vemos el mal y no acabamos de explicar cómo permite esto... Dios no abandona al hombre nunca, nos hace estar caminando como peregrinos, pero con una confianza absoluta en el Señor. Porque, pase lo pase en nuestra vida, Él siempre estará a nuestro lado, siempre nos hará triunfar, porque el triunfo no es el de nuestra lógica, sino el de la lógica de Dios. ¿O es que creéis que ese Crucificado que da la vida por amor a todos los hombres no es un triunfo? ¿Es que crees que Él, diciéndole al Padre «perdónales, que no saben lo que hacen», no merece nuestra adhesión sincera de fe, sabiendo que la fuerza y el poder y la gloria están en Él?

Pero no solamente hay que contemplar a Cristo y creer en Cristo: hay que acoger el amor de Cristo. Lo habéis escuchado en el evangelio. Las últimas expresiones del evangelio son definitivas. Hemos escuchado algo que nadie nos dice más que Él: «Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por Él». Dios no viene a hacer un juicio, que eso es lo que hacemos todos nosotros. Dios ha venido a este mundo para salvarlo. ¿Cómo? Dando la vida. Se salva dando la vida, se da vida dando la vida. Los que sois padres y madres lo sabéis. Se da muerte reteniendo la vida, se crea cultura de la muerte –como a veces estamos creando los hombres- reteniendo. Se crea cultura de vida, de resurrección, como lo hizo el Señor: dando la vida.

Por eso, acoger el amor de Cristo en nuestra vida es una necesidad imperiosa. Acoger su amor, decidle: «dame tu corazón». Últimamente estamos hablando de un mundo globalizado. Hoy, todo el mundo se entera de cualquier cosa que sucede en cualquier parte de la tierra. Se mueve la bolsa en China y estamos todos atentos. Hoy es un mundo globalizado. Pero mucha mas globalización hace el amor de Dios. Y este mundo necesita globalizar el amor de Dios. Sí, necesita entrar en las matemáticas de Dios, que es dar, es sumar, no dividir, no restar... Y, juntos, multiplicamos. Juntos, con el amor de Dios, hacemos bien. Acojamos esta predicación con la vida de los cristianos: es necesaria, es urgente para los hombres.

Tenéis la gracia de celebrar aquí este 450 aniversario de la llegada de la antigua imagen del Cristo de la Vera Cruz Esta imagen nos recuerda que hay que contemplar a Jesucristo, que hay que creer en Él, hay que dinamizar la fe. La fe es un don, un don que se da. Dios da ese don, se ofrece. Coged el don de Dios de la fe. Y acojamos y engrandezcamos nuestra vida globalizando nuestra vida y la de los demás con el amor de Dios.

Jesucristo se va a hacer presente aquí, en el altar, entre nosotros. El mismo Señor. Contempladle. Ved que, en un trozo de pan y un poco de vino, se hace presente para que todos nos alimentemos. Es un Dios que se da. Quien come del Señor, quien se alimenta de Él, si es consciente del alimento que toma, hace maravillas, regala también al Señor. Se convence de que el que se encuentra en el camino es el Señor mismo, cualquiera que se encuentre. Acoged su amor. Él viene aquí, con nosotros, para que globalicemos su vida. Y su vida se sintetiza en esa imagen, que es la expresión más grande de amor que se puede dar: dar la vida para que los hombres la tengan en abundancia.

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