Homilías

Viernes, 07 octubre 2016 13:08

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Misa de envío de catequistas (30-09-2016)

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Querido Avelino, vicario general de la diócesis; querido Carlos, vicario de Evangelización, y vicarios episcopales que me estáis acompañando también en esta celebración de envío de catequistas; queridos hermanos sacerdotes; queridos seminaristas; queridos catequistas, hermanos y hermanas: gracias por estar aquí, presentes, en este momento importante para nuestra diócesis de Madrid. Permitidme que me dirija especialmente también al delegado de Catequesis y al equipo que forma parte de la Delegación; Manuel Bru, y los que te ayudan permanentemente; quiero darte las gracias porque no solamente eres delegado de nombre, sino porque por tu trabajo, por tu entrega y por querer también, en estos momentos de esta época nueva que estamos viviendo, hacer posible que la transmisión de la fe se realice con los lenguajes que mejor comprenden -o a través del cual mejor comprenden- los hombres y las mujeres de nuestro tiempo -los niños, las niñas, los jóvenes... - a nuestro Señor; entienden mejor quién es el Señor, y con ese lenguaje también se aproximan más fácilmente a Él. Gracias por poner tu sabiduría al servicio también de esta tarea en estos momentos importantes. Es verdad que la catequesis y el contenido es Cristo, en definitiva; pero es verdad también que a través de todas las épocas de la historia ha habido circunstancias y momentos en que esta manera de hablar de Jesucristo ha sido de formas diversas para decir lo mismo que queremos decir hoy, que al fin y al cabo es Jesús, es el Señor.

Hermanos y hermanas: caminemos por las sendas de la salvación y del amor, nos decía el salmo, que era el Magníficat. Caminemos por esta senda. Sepamos hacer posible que quienes se encuentren con vosotros -niños, jóvenes y adultos- sepan cantar la grandeza de Dios, sepan gozar con la cercanía de Dios, sepan mirar la bondad de un Dios que quiere entrar en nuestro corazón y en nuestra vida; sepan encontrar la verdadera felicidad, que no se alcanza en el poseer, sino que se alcanza precisamente en dejarnos abrazar por este Dios que nos muestra su amor; un amor que es misericordia, que nos abraza incondicionalmente, que hace posible lo que canta la Virgen: derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes.

Yo quisiera, después de escuchar y haber proclamado la palabra de Dios, deciros en primer lugar que estamos enviados para anunciar a Cristo; en segundo lugar, que estamos enviados para dar sabor a esta historia concreta en la que vivimos los hombres, en estas circunstancias concretas; y, en tercer lugar, que estamos enviados para iluminar, para ver horizontes, para proponer algo extraordinario. De esto nos ha hablado hoy la palabra del Señor.

El Papa Francisco, recordáis, nos regaló aquella exhortación con la que casi inicia su ministerio de sucesor de Pedro: la Alegría del Evangelio. Es todo un reto para nosotros, los catequistas. Un reto singular, llevar esta alegría que está necesitando el corazón del hombre. Estamos enviados para anunciar esta alegría. Lo habéis escuchado en la lectura primera del apóstol Pablo a los Tesalonicenses, la primera carta: él nos decía cómo anunciar en estos momentos a Cristo, que es la alegría. Y nos dice el apóstol: con alegría. Con alegría. Que es una alegría esperanzadora, que es una alegría propositiva, que es una alegría que abre horizontes y caminos, que es una alegría que no está señalando precisamente lo negro, lo oscuro, lo débil, lo tonto... No. Porque entonces deja de ser alegría. Es una alegría que se fragua, como nos dice el apóstol, en el diálogo con Dios: sed constantes en orar. En ese tú a tú con el Señor, en ese mirar y dejarnos mirar por el Señor, donde a veces no tenemos más palabras que éstas: mirarle y que me mire. Que es esa alegría que comienza también dando gracias a Dios, que se ha dignado a que nosotros lo conozcamos. Quien conoce a quien es la verdad y la vida no tiene más remedio que darlo a conocer, que comunicárselo a otros. Es una alegría que agrada y llena de espíritu la vida del ser humano. Es una alegría que mira a todo; mira a todo, queridos hermanos, no tiene miedo a nada, pero se queda con lo bueno. Por eso no es una alegría que dice: pero qué negro, qué oscuro, qué mentira, qué falsedad, qué vergüenza... No.

Mirad el Evangelio: las bienaventuranzas son una expresión de lo que fue la alegría que llevaba nuestro Señor Jesucristo, que era Él mismo la alegría. Las bienaventuranzas, queridos hermanos y hermanas, a veces las hemos leído sociológicamente, pero hay que leerlas cristológicamente. La bienaventuranza verdadera es Cristo mismo. Y aquellos hombres y mujeres que están al lado de Cristo en la montaña, y unos son pobres de solemnidad, otros padecen la injusticia, otros están llorando, otros tienen hambre, otros tienen sed de justicia, otros luchan por la paz... ¿de dónde les viene a ellos el que el Señor les pueda decir bienaventurados, felices, dichosos? ¿De la situación en la que están? ¿De la situación sociológica en la que están? ¿O de haberse encontrado con quien es la bienaventuranza verdadera, que es Jesucristo, que llena de alegría el corazón del ser humano, que nos hace sentirnos dichosos y felices. Esa es la alegría que no tiene miedo de salir a este mundo tal y como está este mundo. Por eso, queridos hermanos, hoy no valen catequistas que digan o estén permanentemente diciendo, aunque sea verdad: es que los padres no traen a los hijos, es que los hijos no hacen caso, es que los niños... Queridos hermanos: hay que retirarse. Ese no es catequista: es un llorón. Hay que salir y mirar todo. Y en todo hay algo bueno. Y en todo Dios me posibilita el anunciarle. Elimina el mal tú. Es la proposición que nos hace el apóstol Pablo.

Somos consagrados, los catequistas, para la paz, y para darla, para entregarla, sabiendo que Dios nunca nos abandona: es fiel. Enviados para anunciar, queridos hermanos, la alegría del Evangelio. Vamos a hacerlo. No seáis, ya no catequistas tristes, sino tristes catequistas, que es aún peor. Llevad la alegría del Señor. Anunciadla.

En segundo lugar, somos enviados para dar sabor, para eliminar la corrupción. El Señor nos lo ha dicho en el Evangelio: vosotros sois la sal del mundo. Y la sal da sabor. La sal impide la corrupción de los alimentos. Sois catequistas para entrar en este mundo y en las circunstancias en las que están los hombres: que no hacen caso, que no vienen... Hay que buscarlos. Busca el modo de conquistarlos. Quizá, la mejor manera de conquistar a la gente es que nos vean a nosotros como aquel buen samaritano. No era un judío perfecto, pero qué perfección tenía... Vio tirado a uno, y fue a buscarlo; se agachó, lo miró, lo curó, lo cogió en las manos, le prestó la cabalgadura, le dejó en una posada a buen recaudo, conminó a la posadera a que lo cuidase y gastase lo que fuere, que él lo pagaría... Enviados para ser sal. Están heridos, queridos hermanos: hoy hay muchas familias heridas, que no se han dado cuenta de que el don más grande que un padre y una madre pueden entregar a sus hijos es darle nombre verdadero a su hijo.

Esta semana os escribo la carta pastoral precisamente sobre esto. Os digo: el secreto para cambiar el mundo, ¿sabéis dónde está?, en dar nombre a todo ser humano. ¿Y cuál es el nombre? Hijo y hermano. Esto somos nosotros. Miramos para arriba: hijos de Dios; y miramos alrededor a nuestros hermanos. Sí, todos, todos los que están a nuestro alrededor. Todos. Todos. El título es para todos. Y no solo para los que a mí me gustan. Es verdad que la misión del catequista hoy es más difícil. Abrías la puerta antes, entrabas y venían todos. Hoy hay que ir a buscarlos. O a lo mejor hay que ir a hacerlo en las casas... Enviados para dar sabor, para eliminar la corrupción.

Y, en tercer lugar, queridos hermanos y hermanas: iluminados y enviados para iluminar la historia de los hombres. Para dar luz a los hombres. Por eso, la luz se pone en alto, no se pone debajo del celemín. En alto. Y se hace con obras buenas para todos los hombres. No es fácil, es verdad, ser luz. Estamos en alto. Nos ven. Al catequista le ve todo el mundo. Las familias, enseguida, dicen: «qué buen catequista tiene mi niño o mi niña, cómo se preocupa por él...». Se fija la gente: es luz. Y es una luz que irradia, los rayos caen, se perciben, se constatan...

Esta Iglesia, queridos hermanos, de la cual nosotros somos parte, que tiene que entrar en esta historia en la que viven los hombres, donde hay vacíos grandes en el corazón del ser humano... Se nos da una oportunidad inmensa de llenar ese vacío, de los hijos y de los padres. Se nos da una ocasión impresionante. Seamos luz. Vamos a ayudarnos todos a ser esa luz. Ayudarnos a vivir cada día con más fuerza la pertenencia eclesial, miembros vivos de la Iglesia. Ayudarnos a vivir un encuentro con Jesucristo con todas las consecuencias, con toda la pasión de mi vida, dejar que Él entre y sea el que vaya fraguando mi existencia y vaya dándole forma. Sed luz. También haciendo ver, a veces sin palabras, en muchas ocasiones, dando la mejor catequesis a quienes el Señor a puesto a mi lado.

Hermanos y hermanas: que el Señor os bendiga. Yo os agradezco vuestro trabajo, vuestra entrega, vuestros tiempos que tenéis de preparación, vuestro anhelo de que cada día se conozca más y mejor a Jesucristo. Y esta noche os pongo en manos de la Santísima Virgen María, en esta advocación nuestra de Nuestra Señora de la Almudena; una advocación preciosa que tiene hoy, precisamente, en el mundo en el que vivimos una connotación singular y especial. La Virgen, esta mujer a la que invocamos con esta fotografía de la Almudena –al fin y al cabo, las invocaciones de nuestra Madre son fotografías de nuestra Madre-, es preciosa. Ella rompió el muro: salió del muro, estaba encerrada; rompió el muro, salió, abrió horizontes. ¿No nos dice nada esto, a nosotros? Donde a veces ponemos tantos muros a los demás, tantas dificultades... Es verdad. Queridos hermanos, ¿no sois vosotros una especie de juez de oposiciones a notarios? No queráis que sepan tanto. Sed esa transparencia que, más que juez, es alguien que sin darse cuenta está metiendo al Señor en el corazón de aquellos con los que se encuentra: con su vida, con sus obras, con su enseñanza.

Que Jesucristo nuestro Señor os ayude a vivir lo que anunciáis, a anunciar la alegría del Evangelio, a dar sabor y a iluminar la historia. Amén.

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