Homilías

Lunes, 08 febrero 2016 15:32

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Misa de la Jornada de la Vida Consagrada. Catedral de la Almudena (2-02-2016)

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Querido don Juan Antonio, obispo, querido vicario general, vicario de la Vida Consagrada, Padre Elías; vicarios episcopales; Padres generales, Padres provinciales; Madres generales y Madres provinciales, aquí presentes. Queridas hermanas, queridos hermanos, miembros de la vida consagrada. Hermanos y hermanas todos.

Es un gozo para mí esta noche clausurar este Año de la Vida Consagrada. Esta vida consagrada que sois vosotros y vosotras, que sigue preguntando y realizando en medio de la historia aquella pregunta que hizo Jesús al ciego de nacimiento: ¿qué quieres que haga por ti?. Es un acontecimiento. Madrid sería diferente, no sería lo que es. Cada uno de vosotros y de vosotras sois precisamente ese Jesús que sigue realizando en los diversos lugares en los que estáis, fundamentalmente en la realización precisamente de las obras de misericordia que durante este Año de la Misericordia estamos sabiendo cada día más; vosotros y vosotras sois realización plena de los enfermos, los ancianos, los niños, los jóvenes, en los barrios, siendo testigos del Señor.

En esta pregunta: ¿qué quieres que haga por ti?, subyace el ser de la vida consagrada. Es profecía de la misericordia. Por eso, al clausurar el Año de la Vida Consagrada hay un lema que se ha expresado en esta celebración y en todos los lugares de la tierra: Vida Consagrada en comunión. Aquí, en nuestra Iglesia diocesana, la pasión por vivir, por construir, por mostrar que la vida consagrada es comunión y expresa lo que es la Iglesia de Jesucristo, fundamento común en la variedad de formas, y ese fundamento que es nuestra roca, Cristo, eso que hace un instante escuchábamos en el salmo que hemos rezado juntos: «Portones, alzad los dinteles». Esos sois vosotros, queridos hermanos y hermanas. Hacéis con vuestra vida que se levanten los muros, que se levanten las compuertas, que se abran todas las puertas y que se vea mucho mejor a quien es la vida del ser humano, que es Jesucristo.

La pasión por vivir el mandato del Señor, aquello que nos dijo el Señor: «seréis mis testigos, id y anunciar el Evangelio», es evidente que hace permanecer a todos nosotros, los consagrados en medio del mundo, en actitud de agradecimiento a Dios, de esperanza siempre, de un compromiso singular por permanecer en las huellas de Jesús, y que impulsa a los consagrados a estar atentos a las situaciones de los hombres y a preguntar siempre a quienes buscan y a todos aquellos que se encuentran en el camino: ¿qué quieres que haga por ti?.

Queridos hermanos y hermanas. La Palabra que hemos escuchado, qué hondura nos da: sois mensajeros de la misericordia de Dios. Así nos decía el libro de Malaquías, la primera lectura que hemos proclamado: «yo envío a mi mensajero para que prepare el camino ante mí». Sois mensajeros para que conozcan al Señor los hombres, para abrir los caminos, para roturar las tierras y que aparezca la semilla de esa Buena Noticia que es Jesucristo. Sí, de alguna manera, en la sencillez, en la cercanía a todos los hombres, sois fundidores y fundidoras que refináis la vida del ser humano aproximando el rostro de nuestro Señor Jesucristo a todos los hombres. Yo os felicito, queridos hermanos y hermanas, y doy gracias a Dios por haberme regalado vuestra presencia, por conoceros; con vuestra presencia y vuestro trabajo, de diversas maneras realizado, me ayudáis a anunciar el Evangelio. Dios os lo pague: yo nunca os podré pagar la ayuda que estáis prestando a esta archidiócesis de Madrid.
Por otra parte, queridos hermanos y hermanas, la fuerza expresiva que tienen las palabras del anciano Simeón cuando ve a Jesús con sus padres entrando en el templo, tienen una importancia capital. Sí, queridos hermanos: en ellas, en este relato, en Simeón, se concentran lo que vosotros y vosotras hacéis, que se expresa con tres palabras: profecía, proximidad y esperanza. Simeón es un hombre justo y piadoso que aguarda el consuelo de Israel. Él ha creído en lo que Dios ha dicho: que iba a venir entre los hombres, a estar con ellos. Esos sois vosotros y vosotras, queridos hermanos: sois palabra escrita con vuestra propia vida y sangre de que la proximidad de Dios es evidente, que acerca a todos los hombres, incondicionalmente. Cuántos y cuántas de vosotros y vosotras estáis con los más pobres, con problemas diversos, sin decirlo, sin proclamarlo, sin hacer anuncios, pero estáis. Sois profecía. Y lo mismo que Simeón experimentó, cuando cogió al niño en brazos, la proximidad de Dios a su vida, y la manifestó también, esto es lo que hacéis vosotros y vosotras: habéis cogido al Señor, un día fuisteis de diversas maneras llamados y llamadas por nuestro Señor para entregar la vida entera para anunciar a Jesucristo, para acogerle como Simeón en vuestros brazos, para vivir la proximidad de vuestro corazón a Jesucristo y entregar este Señor a todos los hombres. Seguid manifestando esta proximidad de Dios, seguid manteniendo vivo el rostro de Jesucristo en medio de los hombres, donde estáis, donde trabajáis, con los que estáis, en la sencillez, en la pobreza, en la cercanía, sin algaradas de ningún tipo, pero en el día a día constante hasta vuestra muerte, entregando la proximidad de Dios, aquella que experimentó Simeón cuando cogió al niño, cuando lo tomó en sus brazos y dijo: «ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz».

Qué maravilla, queridos hermanos. Yo lo he experimentado cuando he ido alguna parroquia y he visitado a personas. Hace muy pocos días, a una mujer que hacía años que no sale de casa, pero ahí está prácticamente todos los días una hermana que se aproxima a esa mujer. Y me decía ella: es que veo a Jesucristo cuando viene.

Queridos hermanos y hermanas: dais esperanza. No solamente sois profecía, dais esperanza. Quiero ver en todos los miembros de la vida consagrada esos hombres y mujeres que viviendo en una comunión plena con el Señor y mostrando un rostro misericordioso, según el carisma que habéis recibido, hacéis percibir a quien os encontráis por el camino lo mismo que experimentó Simeón: agradecimiento, realización, compromiso, salvación, en definitiva esperanza, que es el lo que más necesita hoy el ser humano.

Cuando anoche estaba preparando estas palabras para vosotros, en esta conclusión en este año dedicado a la Vida Consagrada y para este día, cogía la encíclica Lumen Fidei del papa Francisco, y en algunas palabras os veía a vosotros, a la vida consagrada, la actualidad que tiene en estos momentos de la historia para iluminar el camino de los hombres. Recordemos cuando nos dice el papa Francisco: «poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar lo suficientemente el futuro, al final este queda en la oscuridad y deja al hombre con miedo a lo desconocido. De este modo el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran un instante fugaz pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso».

Yo contemplaba vuestras vidas, las comunidades que yo veo, las personas concretas que voy viendo, las realidades de vuestra vida. Me hacía ver a tantos miembros de la vida consagrada en medio de situaciones y campos muy diversos que, con su entrega profética, sois luz y os hacéis palpables y hacéis palpable la cercanía del Señor a los hombres, que daba gracias a Dios.

Queridos hermanos y hermanas: este año de la Vida Consagrada ha sido un año inmenso de gracia porque, por una parte, os habéis dado cuenta de que sois muchos más de lo que parecéis. Por otra parte, hay esperanza, hay jóvenes, es mentira eso que dicen de que no hay jóvenes... ¡Hay jóvenes! Chicos y chicas que desean entregar la vida, como vosotros lo habéis hecho; en momentos no fáciles, porque se hace verdad eso: la luz a veces se apaga, las razones humanas, pero hay... Me hacía ver a tantos miembros de la vida consagrada estas palabras: «porque el presente y el futuro tienen que ser iluminados por la luz, que es el mismo Jesucristo, es nuestro Señor, el que un día ganó nuestro corazón y nos hizo salir de nuestras casas para anunciarle a Él de diversas maneras».

Yo siempre comparo la vida consagrada en general, tal como lo habéis hecho además en este año, donde os habéis unido todos, con un jardín donde hay flores diversas de coloridos muy diferentes, que responden a los carismas diversos que un día recibisteis, que aceptasteis coger en vuestro corazón, y que aceptasteis además darle color: el color de vuestro carisma, en medio de esta historia. Con ese carisma, el presente y el futuro está iluminado por la luz, que es Jesucristo, y la vida consagrada en el carisma que a cada miembro Dios os ha regalado, muestra esa luz en la vida cotidiana, en lo pequeño. En esa religiosa que, después de haber gastado 40 ó 50 años en la selva en África, o en la selva del Brasil, sigue a los 80 años acompañando a hombres y mujeres que, viniendo de allá, se sienten solos aquí. Pero no están solos, porque Cristo mismo les acompaña con esa mujer que dio la vida en aquellas tierras. Pero a esa mujer la sostienen otras, que pueden hacer otras cosas, para que ellas puedan seguirse dedicando a quienes entienden en su lengua y en su cultura, por haber estado con ellos.

Y esa no es solamente una realidad, hermanos y hermanas: son muchas. Seguro que cada uno de vosotros tenéis en vuestro corazón tantas. Seréis mis testigos: con la misma extensión y modo de actuar que utilizó Jesús cuando se encontró con aquel ciego al borde del camino que, al oír el paso de Jesús, gritaba para que le atendiese, en aquel momento Jesús se vuelve y le pregunta: «¿qué quieres que haga por ti?» Y es que seréis mis testigos e id y anunciad el Evangelio están íntimamente unidos a esta manera de estar presente Jesús en el mundo. Y quiere que su Iglesia siga haciendo lo mismo. La vida consagrada es profecía de misericordia, y esa profecía se hace testimonio y se convierte en la pregunta más necesaria para todos los hombres y mujeres de este momento de la historia, queridos hermanos.

Vamos a seguir saliendo, y vamos a seguir llamando a jóvenes, que los hay, que vienen con vosotros y vosotras, para hacer esta misma pregunta en medio del mundo: ¿qué quieres que haga por ti?

La vida consagrada. La respuesta que Jesús dio a aquel ciego fue inmediata, como es inmediata vuestra respuesta, queridos hermanos y hermanas. No hay situación humana a la que Jesús no dé respuesta con testigos cualificados que dedican y consagran su vida a lo que los hombres necesitan. Y esto, en todas las formas de vida consagrada. En la vida activa, y también en la vida contemplativa. En esos monasterios todos los días, a todas las horas, se ponen en manos de Dios, o nos ponen en manos de Dios, esos religiosos o religiosas que oran por todos nosotros, especialmente por los que más lo necesitan.

Yo deseo dejar claro testimonio de que en todos los consagrados que he conocido a través de mi vida he percibido, junto a ellos, en lo que hacen y dicen, que por su fe saben que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, como lo experimentó Simeón, y que les pide a ellos manifestar esa cercanía que haga palpable el rostro misericordioso de Jesucristo. La adhesión al Señor, la fe en Él, es un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da luz e ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano. Y ellos nos hacen entender la novedad que aporta la fe.

Qué fuerza tiene, hermanos y hermanas, ver cómo vosotros, los consagrados, sois transformados por el Amor con mayúsculas... Qué misterio más grande contemplar cómo al que se abre por la fe a ese amor, que es el mismo Jesucristo, que se le ofrece gratuitamente, su existencia se dilata más allá de sí mismo, y va en búsqueda siempre de los otros. Y así es como entendemos bien al apóstol Pablo, cuando dice: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Y es que, en la fe, el ‘yo’ se ensancha para ser habitado por otro, para vivir en otro, y así su vida se hace más grande en el amor. Y podemos tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque nos hace partícipes de su amor. Así entendéis a Simeón cuando dice: «ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

A este mundo, como muy bien nos ha dicho el papa Francisco, hay que salir viviendo las bienaventuranzas. Y la imagen responsable que nos da el Juicio Final, manifestando que la dicha de habernos encontrado con el Señor se manifiesta y se verifica en obras: venid vosotros, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, anciano y me cuidasteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme...

Hermanos y hermanas: el Papa nos habla del Evangelio de la alegría. Y sabemos que evangelizar es, ante todo, dar testimonio de una manera sencilla y directa de Dios, revelado en Cristo, mediante el Espíritu Santo. Es testimoniar que Dios ha amado al mundo en su Hijo, para que esta humanidad tenga la sabiduría de Dios, esa sabiduría que engendra un nuevo humanismo. Por eso, hermanos y hermanas, en vosotros y en vosotras se manifiesta que el amor tiene su origen en Dios. Aquí está la riqueza de las formas diversas de vida consagrada que salen a preguntar a todos los que se encuentran por el camino: ¿qué quieres que haga por ti? ¡Qué tarea más apasionante, hermanos y hermanas!

Jesucristo se va a hacer presente. Estamos contentos por este don de la vida consagrada, por este año maravilloso que el Señor nos ha dado, donde hemos visto tanta cercanía del Señor, y la grandeza de vuestras vidas. Lo habéis experimentado cada uno de vosotros y vosotras en vuestra vida y en vuestro corazón: la grandeza de la entrega, de la vida al servicio de nuestro Señor para dar noticia de Él. Pues este Jesús, que esta noche, una vez más en el misterio de la Eucaristía se acerca a nosotros, también nos dice: ¿qué quieres que haga por ti? Y ojalá nosotros le digamos: Señor, que cada uno de nosotros se convierta en lo que fue Jesús en la cruz, la inclinación más profunda, la que solamente puede hacer Dios hacia el ser humano, al hombre, porque la cruz es un toque de amor eterno sobre las heridas, sobre la existencia de todo ser humano. Que seamos eso. Lo que nosotros tenemos que decir a quienes encontremos -¿qué quieres que haga por ti?- hoy nos lo dice el Señor como regalo de esta clausura del Año de la Vida Consagrada. Y todos nosotros, con fuerza, digamos: Señor, que seamos como tú, la inclinación mas profunda, la que Dios hizo a todo hombre. Felicidades, hermanos y hermanas. Amén.

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