Homilías

Domingo, 25 diciembre 2016 15:09

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Misa de Navidad (25-12-2016)

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Querido vicario general y vicarios episcopales; señor deán; cabildo catedral; hermanos sacerdotes; queridos diáconos, seminaristas; queridos hermanos y hermanas:

Es verdad: nos reúne un acontecimiento único. Ha nacido el Salvador. Y nosotros hacemos memoria de la entrada de Dios en esta historia. Cantemos al Señor un canto nuevo. Un canto nuevo que el Señor nos regala a todos nosotros con su propia vida. El día en que nosotros recibimos el bautismo hemos recibido la vida de Dios y el canto que tenemos que realizar en este mundo, que es mostrar el rostro de este Dios. Él nos ofrece un camino donde brilla la verdad, donde brilla la fraternidad, donde brilla la paz y donde brilla también la creatividad para todos los hombres.

Bendito sea el Señor. Cantaremos eternamente las misericordias del Señor. Proclamaremos con nuestra propia vida esta misericordia, este amor de Dios. Daremos a conocer a los hombres esta fidelidad de Dios: de un Dios que nos quiere, que quiere al ser humano, que quiere esta historia, que quiere que esta historia marche por otros caminos diferentes a los que los hombres, por nuestras propias fuerzas, hacemos.

Como hemos escuchado, Él en primer lugar anuncia la paz. Él además nos entrega y nos da a conocer el rostro verdadero de Dios. Él es imagen real de ese Dios que a través de los tiempos se nos ha mostrado, se nos ha revelado y nos ha dirigido palabras, pero como nos decía el Evangelio: «la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Y esto es lo que nosotros celebramos.

Él quiere hacer un pacto con nosotros, queridos hermanos y hermanas. Con todos nosotros. Él quiere consolidar una manera de ser y de actuar en el mundo, y nos ha elegido a nosotros como miembros vivos de la Iglesia para realizarlo. Él nos protege. Él nos salva. Él no nos retira su amor. Abrámonos a este amor que el Señor nos da.

Queridos hermanos: es verdad. ¡Benditos los pies del mensajero que anuncia la paz! De este Dios del que hoy celebramos su nacimiento. No podemos callar este amor de Dios a los hombres, este amor que se ha manifestado en Dios mismo hecho hombre; este amor que nos dice cómo tenemos que ser nosotros; este Dios que tiene que ver la justicia verdadera, la gloria del hombre que precisamente está en parecerse y vivir en la condición que el Señor nos regala, dándonos su propia vida.

Ojalá la Iglesia, de la cual nosotros somos parte, sepamos entregar a este mundo también, como Él lo hizo, la paz. Esa paz que no nace de acuerdos que podamos hacer entre nosotros para no ofendernos, o tomar armas los unos contra los otros; esa paz que nace de un corazón nuevo, de un corazón que sabe que el otro es mi hermano; de un corazón que sabe que el otro es imagen de Dios; de un corazón que experimenta que solamente arrodillándome ante el otro estoy demostrando que soy anunciador de la paz, como hace un momento escuchábamos por el profeta Isaías.

Él es el rostro. Él nos ha mostrado a Dios mismo. Nos ha dicho quién es Dios haciéndose hombre. Sí, queridos hermanos: Él, como nos ha dicho esa lectura de la carta a los Hebreos, como nos dice también el Libro de los Hechos de los Apóstoles, Él nos sacó de la oscuridad, Él nos ha envuelto en su luz. Como a aquellos pastores que estaban en las afueras de la ciudad, cuidando el rebaño, y que no eran precisamente los mejores, no eran precisamente de los que se fiaba la gente, porque incluso cometían y hacían daño a los demás, robando o quitando las pertenencias que eran de otros. Y, sin embargo, Dios les envolvió con su luz. Les cambió su vida, queridos hermanos. Sí, esto es lo que quiere hacer el Señor con nosotros. Nos ha regalado el rostro de Dios. Acojámosle, queridos hermanos.

Como decía Juan Bautista de él mismo: yo no soy quien pensáis, detrás de mi viene uno a quien no merezco desatarle las sandalias. Se refería a Jesús. Ese ha venido, hermanos. Acojámosle, metámosle en nuestro corazón, acojámosle en nuestra vida. Lo habéis escuchado durante estos días: esa genealogía de Jesús, que es impresionante. Un Dios que acepta todo lo anterior. Esa página del Evangelio que muchas veces pasamos de largo porque son nombres y nombres, y nos aburren. Esa página del Evangelio que sin embargo es especialmente importante para todos nosotros, queridos hermanos, porque en la condición en la que estemos Dios nos ha metido en su familia, nos considera de su familia, en Jesucristo.

Ved que en esa genealogía hay grandes patriarcas, grandes reyes, grandes profetas, hombres santos, pero también grandes pecadores, grandes hombres y mujeres que han vivido al margen de Dios. Y, sin embargo, esa genealogía la asume también nuestro Señor, pero la cambia. La cambia. Si os habéis dado cuenta, cuando la leáis fijaos en algo que es importante cuando habla de José: Él dice «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Cristo». Cristo no es engendrado por hombre. Engendrar, en la Biblia, significa dar el ser y la propia manera de ser y de comportarse. Pues Jesús asume todo lo anterior, pero nos regala una forma de ser nueva, una forma de ser y de comportarse absolutamente nueva. Vivamos esta forma de comportarnos, queridos hermanos. Una forma de comportarnos que descubrimos a la luz del misterio de Navidad. En este camino de la Encarnación se nos da un imperativo especial a todos los hombres: que compartamos, que vivamos de la vida que el Señor nos ha entregado, que lo descubramos, que comportamos esos valores que han sido mantenidos como esenciales y regalados por nuestro Señor Jesucristo.

Dios se nos regala. Qué fuerza tiene ver en la Navidad que Dios no está lejos, como nos decía el Evangelio que acabamos de proclamar. Que Dios no es inaccesible, que desea ocupar nuestra vida, que se hace niño por nosotros y disipa toda clase de ambigüedades, y se hace prójimo y establece la imagen verdadera del hombre. La que Él nos ofrece. Qué manera de ser la de Dios que se nos ofrece en la Navidad. Y qué manera podríamos tener los hombres si acogiésemos esta manera de ser que Él nos da.

Yo os invito, en esta Navidad, hermanos, a entrar en un diálogo y en una contemplación de ese Dios que se nos revela en esa página del Evangelio de san Juan: la palabra se hizo carne, la palabra habitó entre nosotros, la palabra tiene rostro, la palabra nos ha dado su rostro a nosotros. Démosle gracias. Todos los que estamos aquí tenemos el rostro que nos ha dado Cristo. Nos ha engendrado de nuevo, nos ha dado su vida, nos ha dicho: «Entrad por el camino de la verdad». La verdad es Él, queridos hermanos. ¿No os acordáis qué significa esto para nosotros? Lo mismo que significaron aquellas palabras que el Señor les dijo a los discípulos de Juan cuando fueron a preguntarle de su parte: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?». Y el Señor les contestó: «Id y decidle a Juan lo que estáis viendo. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son elevados y evangelizados, y se les entrega la Buena Noticia».

Queridos hermanos. Esto es lo que espera el Señor de nosotros. Entrar por el camino de su verdad. Que en medio de este mundo, la Iglesia de Cristo convenza a los hombres no con palabras sino con vuestra vida, que se puede ver más allá de lo que nosotros a veces vemos: que el otro es mi hermano, sea quien sea; que el otro es imagen de Dios. Sí, que ante todo otro, yo tengo que arrodillarme. Que lo vea. Id y decid a los hombres: con vuestra vida, la verdad de Dios. Entrad, hermanos, por el camino de la vida también, donde se muestra el rostro más bello del ser humano. ¿No veis a María, promotora de la vida? Lo habéis visto estos días, en este tiempo pasado de Adviento: en las páginas del Evangelio que se nos entregaban, María aceptaba que Dios entrase en su vida, que ocupase su vida. Lo hemos visto, también, en José, el esposo de María, que en un principio, cuando recibe la noticia de que María espera un hijo, entra en duda, le entran miedos... Pero el ángel le dice «No temas, no temas».

Acojamos, queridos hermanos, entrar por el camino de la vida. Entrar en esa profunda conversación con Dios que nos elimina los miedos a todos nosotros. Dios nos muestra que Él tiene poder para hacer y provocar una vida nueva en la historia, porque para Dios nada hay imposible. Creamos esto, queridos hermanos, y entremos por este camino. Entrad por el camino de la fraternidad. Se nos invita hoy a entrar por este camino. Dios creó todo lo que existe, y puso al frente de la creación al ser humano. Pero el ser humano no era capaz de hacer una gran familia, y ha tenido que venir Cristo. Y esto es lo que celebramos hoy. Ha venido Cristo para decirnos que Él, siendo Dios, se ha hecho hombre. Y se ha hecho el mayor de los hermanos. De todos nosotros. Y su mirada a todos los que se ha encontrado y se encuentra por la vida es una mirada de hermanos. No es el enemigo. Dios tiene hijos, no lo olvidéis queridos hermanos. Dios tiene hijos. Es verdad que a lo mejor algunos no lo reconocen, pero él los reconoce como hijos. Y el Hijo, que ha nacido en Belén, así ha reconocido a todos los hombres. Y los hijos, que somos nosotros en el Hijo, tenemos que hacer lo mismo. Entremos por el camino de la fraternidad. Y entremos por el camino de la paz.

Queridos hermanos: en esta tierra en la que, como os he repetido estos días, como dice el Papa Francisco, estamos en la tercera guerra mundial... Por partes, es verdad: no es en un lugar determinado, pero en muchos países, en muchos lugares, casi en todos los continentes, hay conflictos, hay divisiones, hay rupturas, hay enfrentamientos, hay matanzas, hay crímenes... Queridos hermanos: qué belleza tiene la descripción que nos hace de los pastores el Evangelio: ¿Quienes eran estos? Según la tradición, hombres de poco fiar; el pueblo de Israel no los tenía en mucha estima, daban guerra, pero precisamente el Señor se presenta a ellos para regalarles y ofrecerles su paz. Regalemos esta paz.

Los cristianos tenemos una misión en este mundo y en esta tierra. Sí, hermanos. Tenemos la misión de hacer posible que se elimine toda guerra, todo conflicto. Y no lo hacemos con nuestra fuerza. Lo hacemos con la fuerza de Dios. Nada hay imposible para Él. Pidámoslo a Dios. Pero, también hermanos, no tengamos más armas que las que el Señor nos entrega el día de su nacimiento: su inmenso amor a todos los hombres. Vayamos a Belén. Vayamos. Encontrémonos con Jesucristo. Vayamos como los pastores, dando gloria y alabanza a Dios. Aceptemos el don de la paz, que solo nos viene de Cristo. Y regalemos este don a todos los hombres.

Esto es, hermanos, lo que nos hace también creativos. Porque nos hace salir de nosotros mismos, nos pone en camino, a pesar de las dificultades. Como a María: cuando recibe la noticia de Dios, cuando Dios entra en su vida y ya está creciendo en su vientre, María sale al camino. Y sale al camino para llevar a Dios. Y Dios hace maravillas. Un niño que no ha nacido siente la presencia de Dios. Una mujer anciana, que sería imposible que tuviese descendencia, siente la grandeza de Dios ante la presencia de María que lleva dentro de sí a Dios, y prorrumpe en aquella expresión: «Dichosa tú, que has creído».

Queridos hermanos: esto somos nosotros. Podemos salir por los caminos. Seamos creativos. Pero lo seremos si nos encontramos con nuestro Señor. Como ahora, dentro de un momento, lo vamos a hacer. Cristo, el mismo que nació en Belén, el que murió en la Cruz, el que ha resucitado, se hace realmente presente aquí, en este altar. El mismo, hermanos. Él es la paz. Seamos nosotros, como nos decía el profeta, pies mensajeros de la paz de Dios. Seamos nosotros también, como nos decía la segunda Lectura, rostro verdadero de Dios en medio de esta historia, de este Dios que ha tomado rostro humano. Dejemos que Él coja todas nuestras vidas, enteras; que entre en todos los rincones de nuestra existencia, queridos hermanos. Como decía Teresa de Ávila: «Que entre en todos los lugares, en todas las habitaciones de nuestro castillo». Que son muchas. Dejémosle entrar en todas. Porque algo importante ha pasado en esta historia. No es la historia de forma igual la que construimos los hombres solos que aquella cuando nos dice el Evangelio que es construida cuando la Palabra se ha hecho carne. Y nosotros, yo y vosotros, somos testigos de que la Palabra se ha hecho carne en Jesucristo. Y se nos ha dado a nosotros como fuerza, como vida, y para que seamos sus testigos. Amén.

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