Homilías

Domingo, 10 enero 2016 15:37

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Misa del Bautismo del Señor en la catedral de la Almudena (10-01-16)

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Excelentísimo señor Deán, excelentísimo Cabildo catedral, queridos hermanos sacerdotes, queridos diáconos y seminaristas. Queridas familias que vais a bautizar, a recibir la vida del Señor para vuestros hijos, a regalarles lo mejor que un ser humano puede tener, recibir para esta vida. Queridos hermanos y hermanas todos.

Cantábamos juntos, hace un instante: «el Señor bendice a su pueblo con la paz». Y la paz es Jesucristo. Lo acabáis de escuchar en el Evangelio que hemos proclamado: Este es mi hijo, este es el que yo he enviado, este es el que es mi predilecto y mi amado, y que os lo envío para que su vida entre en vuestra vida y seáis mis hijos en Él, desde Él y por Él.

Queridos hermanos y hermanas: cuando anoche estaba rezando estos textos, y pensando en qué es lo que yo desde esta Palabra de Dios os podría decir, me salía animaros a vosotros y animar a toda la Iglesia a que salgamos en medio de esta historia con el ejemplo de nuestra vida y podamos decir a todos los hombres, a los que creen, que seamos capaces de vivir con radicalidad la vida de Dios en nosotros. Esa vida de Dios que se ha manifestado en Jesucristo, esa vida de Dios que hemos acogido por el bautismo, esa vida de Dios que nos hace crecer en unas dimensiones tan hondas, tan profundas, que capacitan al ser humano para transformar este mundo. Y a quienes no creen, que seamos capaces de hacerles ver, incluso poderles decir, que abran su vida a la plenitud de la vida, sin miedos. Dios no rompe, Dios no destruye, Dios no limita, Dios no quita libertad; al contrario, el Dios cristiano entrega la verdadera libertad. Que seamos capaces de comunicar a quienes no creen esto que el sí a Dios es el desafío mas grande que tiene el ser humano para vivir verdaderamente una vida en plenitud.

Por eso, hermanos, tenemos que ser capaces de predicar en este mundo un No a la muerte y un Sí a la vida. Decir no al ataque de la muerte que, a menudo, se presenta con aires y con máscaras de vida, pero que destruye la vida. Cuántos descartes, cuántas guerras, cuántos enfrentamientos, cuántas situaciones que, ciertamente, no hacen feliz al ser humano, cuántos proyectos que se nos presentan en todos los órdenes de la vida para dar vida y, sin embargo, son proyectos de muerte, descartan a unos para poner a otros, enfrentan a unos con los otros...

Hermanos: hoy, en el día del Bautismo del Señor, descubrimos algo distinto, que y o querría decíroslo, como casi siempre lo hago, en tres partes.

Estamos asistiendo a una realidad, una humanidad que está expectante. Lo habéis escuchado en el Evangelio que acabamos de proclamar. En él se nos manifiesta claramente la expectación: nos dice que el pueblo judío estaba en expectación, porque todo ser humano necesita salvación, necesita dirección, necesita vida, necesita proyectos. Pero proyectos que no destruyan, proyectos que nos unan. Como el pueblo judío, esta humanidad está expectante, y los discípulos de Cristo tenemos que regalar a esta humanidad a ese que nos decía el Evangelio hace un momento, en boca de Juan Bautista: «Yo os bautizo con agua, pero viene uno que puede más que yo. No merezco desatarle las sandalias». Viene el que puede más que yo. ¿Seremos capaces, hermanos, de decir lo mismo a los hombres? Que tenemos a alguien que está por encima de nosotros, que puede más que nosotros, que si nos abrimos a Él nos da una manera de vivir y de relacionarnos entre nosotros tan distinta, tan diferente, que esta expectación de la humanidad tendrá respuestas, tendrá horizontes.

Hermanos y hermanas: ¿tendremos la honradez para reconocer que sin el Espíritu Santo y el fuego no hay respuestas para los hombres? Sin la fuerza de Dios, sin el fuego que nos cambia la vida -que es el fuego del Espíritu-, que nos da la forma de ser y de hacer de Dios mismo, esta humanidad seguirá en expectación y estará buscando por aquí y por allá.

Es necesario que salgamos porque, en segundo lugar –lo habéis escuchado- no solamente la humanidad está expectante, es que Dios nos hace una oferta, hermanos. Nos hace una oferta. Lo habéis visto en la lectura que hemos hecho del profeta Isaías: mirad, decía el profeta, mirad a mi elegido, he puesto mi espíritu, trae el derecho, promueve el derecho, no vacila; implanta el bien en la tierra, hace alianza entre los pueblos, no rompe los pueblos. Abre los ojos, porque él te da una vista nueva, te hace ver otras cosas diferentes, te hace salir de la mazmorra, te quita la cautividad, te da libertad.

Hermanos: esta es la oferta que Dios nos hace. ¿Abriremos los ojos? ¿Seremos capaces, la Iglesia de Cristo, de la que formamos parte todos nosotros, que haga posible que los hombres abran los ojos, que descubran que el Dios en el que creemos quita cadenas, da libertad, sacia, da luz, quita las tinieblas?. Nos hace ver que los hombres estamos en este mundo para hacer lo que hizo Jesús: pasar por la vida haciendo el bien, uniendo a los hombres. Una humanidad expectante, una oferta que Dios nos hace.

En tercer lugar, fijaos lo que nos ha dicho Cristo: «Os ofrezco mi vida, mi vida nueva para vosotros». Eran maravillosas las palabras que nos decía el libro de los Hechos de los Apóstoles, porque si os dais cuenta Pedro después de recibir el Espíritu Santo sale en medio de aquella multitud para decirles: está claro, Dios no hace distinciones, Dios quiere a todos los hombres por igual, acepta a todo aquel que se acerca a Él, que abre su vida. Y dice Pedro: ya conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, me refiero a Cristo, a Jesús de Nazaret, ungido por Dios, que pasó haciendo el bien, curando a los oprimidos...

Queridos hermanos: este Jesús, esta vida de Jesús es la que hemos recibido nosotros en el bautismo, es la que van a recibir estas dos criaturas, hoy también, en el bautismo. Vosotros los padres les abrís a Dios, no les imponéis nada, pero Dios entra, nuestro Señor entra en su vida, en la vida de estos niños, y naturalmente van a crecer y les tendremos que ayudar a abrirse cada día más al Señor y a descubrir la grandeza que tiene la vida cuando se vive desde la perspectiva no del egoísmo propio sino desde la grandeza de este Dios.

Qué preciosas, bellísimas, han sido las palabras del Evangelio: se abrió el cielo. Se abrió el cielo, nos decía el Evangelio, mientras oraba Jesús que también se bautizó con Juan; se abrió el cielo, se abrió el horizonte de Dios. Hermanos: esto es lo que tenemos cuando recibimos la vida de Dios por el bautismo, que se abre el horizonte de Dios para nosotros, no vivimos desde nuestros propios horizontes, no vivimos desde nosotros mismos, vivimos desde el horizonte de Dios, esto es lo que regalamos a estos niños. El don más precioso, el más grande que se puede entregar en esta tierra es hacer posible que se abran los hombres a la vida de Dios, que se abra el cielo, que se abra el horizonte de Dios para poder escuchar de Dios mismo, que dice a Jesús: «tú eres mi hijo, el amado». Es más, todos los que te reciben a ti, todos los que tienen tu vida son hijos míos, son hijos en Ti para mí, dice Dios.

Queridos hermanos, esta es la gran fiesta que hoy celebramos. Por eso, la fuerza que tiene hoy esta fiesta. La humanidad está expectante, hermanos, como el pueblo judío lo estaba. Quiere algo. Desea algo. Hagamos nosotros la oferta que Dios hace, pero no la hagamos solamente con palabras: ofrezcamos la vida de Cristo, salgamos a los lugares donde estamos, en nuestra familia, en los lugares de trabajo, en las calles, donde vivimos; salgamos ofreciendo una vida nueva, distinta, que no viene de los hombres, no está organizada por los hombres, viene de Dios. Abramos el cielo, que Dios le abre para nosotros, le ha abierto. Y Dios nos dice también: tú eres mi hijo, tú eres mi amado, te quiero, tú eres mi predilecto.

Queridos hermanos y hermanas: yo sé que esto que os digo puede ser como lo fue cuando salieron los apóstoles a anunciar.. un escándalo. Pretender decir que la vida de Dios se nos regala en el bautismo. Este escándalo sabéis que se produjo ya desde el principio, pero es cierto que Dios nos regala a todos la vida; desde el inicio mismo de la vida en el vientre de nuestras madres la vida es verdad que es un don de Dios; y Dios se vale de dos laderas, padre y madre, para venir a la existencia. Sin estas laderas no aparecemos en este mundo. Pero también es verdad que Cristo ha venido a este mundo para darnos y hacernos descubrir que la vida verdadera y la plenitud de la vida nos la da Dios mismo. Y por eso ha abierto el cielo para nosotros.

Vamos a vivir esto mismo, esta celebración, viviendo nuestro propio bautismo; vamos a vivir la acogida de Cristo, que se va a hacer presente en el misterio de la eucaristía, acogiéndole a Él y diciéndole al Señor: Señor, queremos abrir nuestros horizontes, queremos hacer posible que en esta tierra tu horizonte de vida, tu existencia vital sea conocida, reconocida por los hombres, y sea agradecidamente recibida, porque ciertamente nos da una novedad que nadie ni nada puede dar en este mundo más que Jesucristo nuestro Señor, que se va a hacer presente en el misterio de la Eucaristía y presente también en la vida de estas criaturas que dentro de unos momentos vamos a bautizar. Vamos a abrirles a la vida verdadera. ¿Qué pedís a la Iglesia? les vamos a preguntar a los padres. El bautismo. ¿Y qué os da el bautismo? Y vais a contestar: la vida eterna, la vida de Dios. Les da la posibilidad de ser santos. Y esta expectación es la que necesita este mundo: hombres y mujeres santos que no rechacen ni sean indiferentes hacia los demás, que no crean que sus ideas son las únicas y por tanto los demás hay que adivinarles, no. El ser humano, hijo de Dios, no es propiedad de nadie, de ninguna idea, de una persona sí, que se nos ha revelado en Cristo Señor.

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