Homilías

Jueves, 11 febrero 2016 14:42

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Misa del Miércoles de Ceniza en la catedral de la Almudena (10-02-2016)

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Querido vicario general, señor Deán, excelentísimo Cabildo catedral, queridos vicarios episcopales, queridos rectores, queridos seminaristas, hermanos y hermanas todos que estamos celebrando aquí, en la catedral, este inicio de la Cuaresma.

He titulado la carta pastoral que os escribo esta semana ‘La cuaresma de la Misericordia’.

Hermanos: atrevámonos a hacer una peregrinación interior y de confianza en Dios. Atrevámonos a ser valientes y a entrar en lo más profundo de nosotros mismos, y a descubrir también la profundidad que tiene la vida de todos los hombres. E iniciemos una peregrinación de confianza, no en nuestras propias fuerzas, sino en Dios.

Os invito a que descubráis cómo la Cuaresma es un tiempo privilegiado de peregrinación interior hacia Aquel que es la fuente de la misericordia, que tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. En esta peregrinación Él nos acompaña siempre, a través del desierto que siempre tiene nuestra vida. Un desierto con un paisaje, que a veces, en muchas ocasiones, es de pobreza, porque caminamos por nuestra cuenta y al margen de Dios. Pero nuestro paisaje es de gran riqueza cuando dejamos que entre Dios en nuestra vida y en nuestro corazón.

Esta Cuaresma de la Misericordia es un momento privilegiado, por supuesto para nosotros los cristianos, pero también para todos los hombres, para dar, queridos hermanos y hermanas, estos pasos que son importantes.

Primero: rasgad vuestros corazones. No rasguéis las vestiduras... El corazón. Lo acabáis de escuchar en la primera lectura que hemos proclamado. El profeta Joel nos lo decía: es urgente, queridos hermanos y hermanas, que los hombres tengamos el atrevimiento y la osadía de abrir nuestro corazón, de hacer posible que salga de nuestro corazón todo aquello que no es de Dios y que lo ocupa la mentira: esa soledad tremenda que invade la existencia del ser humano, la falta de amor, la falta de alegría verdadera que nace de un corazón que se siente amado y querido, la falta de interés por los demás, la falta de buen consejo para todos los que me encuentre por la vida. Un corazón con capacidad para dar de lo que uno tiene a los demás y a quien más lo necesita, un corazón que hospeda a todo ser humano, que tiene necesidad de escucha, de cariño y de amor. Rasgad, nos decía el profeta, los corazones, no las vestiduras. Las vestiduras es algo externo, es algo que no cambia mi vida. Cambia mi vida cuando rompo mi corazón y saco de él, elimino de él porque lo rasgo, todo aquello que es extraño al corazón que Dios ha puesto en el ser humano. Ese corazón que es imagen de Dios.

En segundo lugar, queridos hermanos y hermanas, hagamos posible todos nosotros el aceptar la propuesta que nos hacía el apóstol san Pablo en esa segunda lectura de la Carta a los Corintios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios». Permitidme, queridos hermanos y hermanas, deciros esto hoy a todos vosotros; permitidme deciros que nos reconciliemos todos con Dios, que abramos nuestro corazón. La Cuaresma es tiempo de gracia que Nuestro Señor nos otorga, a través de la Iglesia, para experimentar la fidelidad de Dios en su amor al hombre y al mundo. Quizá es necesario que os lo explique de una forma muy sencilla, hermanos. Cuando el ser humano y el mundo cayeron en las tinieblas de la ignorancia más tremenda, del error más absoluto, cuando entró el ser humano en la cerrazón de sí mismo viviendo desde el egoísmo y en el desorden más terrible, cuando el ser humano experimentó el sufrimiento y la muerte, ¡qué maravilla!, Dios rico en misericordia devolvió al hombre y al mundo todos los bienes perdidos enviando a su Hijo y dándonos a los hombres el Espíritu Santo.

No sé si recordáis aquellas palabras del papa san Juan Pablo II cuando nos decía: «El Reino de Dios no es un concepto, no es una doctrina, no es un programa sujeto a libre elaboración; es ante todo una persona que tiene rostro, que tiene nombre, que es Jesucristo, imagen de Dios invisible». Por eso, hermanos, reconciliémonos con Dios, sintamos la necesidad del abrazo de Dios.

Para esta reconciliación yo os propongo tres etapas, hermanos. Una: vivamos la experiencia de la misericordia. ¿Cómo? Al igual que lo hizo la primera creyente, María: dejad que Dios os hable, dejemos que la palabra se haga vida en nosotros. Que, como María, experimentemos la misericordia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras en mí. Su misericordia llega a todos sus fieles». Aceptemos, queridos hermanos, vivir la experiencia de la misericordia. Vividlo en el sacramento de la penitencia, acercaos sin miedo a Cristo nuestro Señor, el mismo que nos dijo «id por el mundo y anunciad el Evangelio»; el que nos hizo la propuesta de evangelizar nos hace la propuesta de vivir la experiencia de la misericordia, del abrazo de Dios, un Dios que nos quiere, un Dios que viene a nosotros, un Dios que nos abraza, un Dios que nos llena de su amor, un Dios que nos invita a regalar lo que recibimos.

Pero otra etapa es pintar tu retrato con los colores más bellos, los colores de la misericordia. Sí, hermanos ¡Cómo amaba Cristo a los hombres! ¡Cómo entregaba su vida! ¡Cómo manifestaba su pasión por todo ser humano y muy especialmente por los más necesitados, por los enfermos, por los pecadores! ¡Qué belleza más grande tiene el ser humano cuando se deja llenar del Amor mismo de Dios! ¡Qué retrato más hermoso, hermanos, cuando dejamos que Dios entre en nuestra vida! Ahí tenéis a la Madre Teresa de Calcuta, y a tantos y tantos santos contemporáneos, que han vivido junto a nosotros, incluso aquí, en Madrid, que han hecho un retrato con su propia vida y han entregado en su vida la belleza de la misericordia. Atrevámonos a pintar este retrato con la belleza del amor de Dios, que es su misericordia. Aquella belleza que pintó el padre del hijo pródigo: recordáis que cuando llegaba el hijo y le vio llegar, el padre salió corriendo a darle un abrazo, y el hijo -que venía para disculparse- ni le dio oportunidad para hacerlo: lo abrazó, e hizo una gran fiesta. Dejémonos abrazar por el Señor. Dejemos que, en este abrazo, Él marque los colores que tiene que tener nuestra vida en lo más profundo de nuestro corazón.

Y, la tercera etapa, no solamente es vivir la experiencia de la misericordia, no solamente es ver el retrato que tiene nuestra vida cuando tenemos los colores de la misericordia, sino encarnemos en nuestra vida la misericordia. Hagámoslo con quienes vivimos día a día, en la historia concreta que construimos con los demás. Hay que irradiar la misericordia en este mundo en el que los hombres estamos rotos, divididos, enfrentados, sospechando los unos de los otros; que no somos capaces de sentarnos a la misma mesa, que no somos capaces de dialogar, de mirarnos a la cara, de frente, de mirarnos como hijos de Dios que somos y como hermanos... En este mundo donde rompemos la convivencia, queridos hermanos y hermanas. ¿Pero tan incapaces somos de encarnar la única salida que tiene el ser humano para construir este mundo?

Tengamos valentía. Esa encarnación se traduce en las obras de misericordia: da de comer, viste al desnudo, aloja en tu corazón y en tu casa a quien necesita y no tiene, visita a todos, al que más enfermo esté, da buen consejero, enseña y muestra lo que es ser imagen de Dios, perdona sin descanso, dialoga con quien nos lleva más allá de nosotros mismos.

Queridos hermanos, ¿veis? Os decía primero: rasgad los corazones, no los vestidos. Limpiemos el corazón de lo que no le pertenece, de lo que no es de Dios; reconciliémonos con Dios, que es la forma de reconciliarnos con los demás. Y, en tercer lugar, lo que nos decía el Evangelio: hagámoslo orando, dando limosna y ayunando. Sí, queridos hermanos. Y yo, a todos los cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad de nuestra archidiócesis de Madrid, os invito a hacerlo: orad, no se os olvide todos los días. Al empezar el día rezad el Padrenuestro: es la oración que salió de los labios de Jesús, y es la oración que cuando comienza el día nos permite ver desde Dios que los que me voy a encontrar, todos, son mis hermanos, a todos tengo que hacerles el bien... Rezad el Padrenuestro. Descubramos lo que significa decir la oración de Jesús.

Demos limosna. Yo os voy a proponer a toda la diócesis, en todas las parroquias, que haya una hucha. No se trata de dar lo que nos sobra. Si prescindís de algo en esta Cuaresma, lo que eso vale echadlo en esa hucha. Voy a invitar a los sacerdotes a que ese dinero vaya a los niños que en Madrid no pueden comer y no tienen para comer, y a los más pobres, a los que hay que dar de comer también.

Y ayunad. Ayunad. El ayuno, hermanos, y no es que yo me quiera cargar ahora la vigilia, no es dejar de comer carne y comer pescado... ¡Es mucho más! Es ejercer las obras de misericordia: dar de comer y beber, vestir, acoger, visitar a los enfermos, enseñar, escuchar, perdonar... Ese es mi ayuno. Para ello, hermanos, voy a proponer a los jóvenes un proyecto. La casa la tengo: la Casa de la Esperanza y de la Misericordia, en el centro de Madrid, llevada por jóvenes, para que ellos se comprometan también, con sus vidas, a dar esperanza y a dar la belleza de la misericordia. Es la única forma de cambiar esta sociedad en la que estamos. Ayudar a servir en los comedores que hay en Madrid, quizá también recoger ropa para vestir al que no tiene. Pero que lo hagan los jóvenes. Visitar a los enfermos que hay en los hospitales para que nos demos cuenta de lo importante que es la salud, sobre todo cuando uno es joven y lo tiene todo, descubrir que hay otros que están pasándolo muy mal. Enseñar al que no sabe: hay que ayudar a los niños, a los jóvenes, a que aprendan, a que logren ver los mejores valores que un ser humano puede tener. Hay que practicar el perdón en concreto, no teórico; no vale decir perdono, pero no olvido. Perdono. Punto y aparte. Y más cosas, queridos hermanos. Pero que sea una casa donde la esperanza y la misericordia se traspasen a través de los jóvenes a nuestro mundo. Ayudadme a hacerlo.

La Cuaresma de la misericordia requiere rasgar corazones, requiere como os decía hace unos instantes revestirnos y reconciliarnos con Dios, y requiere el ejercicio de la limosna, de la oración y del ayuno. Pero ayudadme a concretarlo en estas tres acciones que vamos a hacer en nuestra diócesis.

Que el Señor os bendiga. Hemos escuchado hace un momento, y hemos cantado en el Salmo 50: «misericordia, Señor, hemos pecado». Qué maravilla. Decíamos misericordia por tu bondad, por tu compasión, porque borras mis pecados, porque lavas y limpias mi vida. Misericordia, Señor, porque yo reconozco que a veces tengo el corazón no precisamente rasgado, guardo en él cosas. Misericordia, Señor, y crea en mí un corazón puro, renuévame. La Cuaresma tiene que ser un momento de renovación de nuestra vida. La Cuaresma nos tiene que devolver la alegría de la salvación que nos trae Jesucristo. Esa alegría que también hoy nos da el Señor, al inicio de la Cuaresma, al hacerse presente aquí, entre nosotros.

Hermanos y hermanas: vamos a hacer juntos este camino de Cuaresma. Este camino lleno de esperanza es la Cuaresma de la Misericordia. Amén.

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