Homilías

Sábado, 18 junio 2016 23:25

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la ordenación de diáconos (18-06-2016)

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Querido don Jesús, rector del Seminario Metropolitano de esta diócesis de Madrid; querido don Eduardo, rector del seminario Redemptoris Mater de nuestra archidiócesis; queridos formadores de ambos seminarios: gracias por vuestro trabajo, por vuestra entrega, por vuestra fidelidad a la Iglesia. Gracias en nombre de toda nuestra archidiócesis.

Querido vicario general, vicarios episcopales, ilustrísimo señor deán, cabildo Catedral, queridos hermanos sacerdotes, diáconos, queridos seminaristas, queridos hermanos y hermanas.

Permitidme que me dirija muy especialmente hoy a quienes van a ser ordenados de diáconos y a sus familias, que hoy vivís un momento especial de vuestra vida. Queridos
Enrique, Miguel Juan, Antonio, Javier, Pablo, Carlos Alberto, Miguel, Julio Antonio, Tomás, Javier, Ángel José, Leocadio, José Raúl, Kamil, Jesús y Juan.

Queridas familias de ellos. Hoy es un día excepcional para nuestra Iglesia diocesana. Un día excepcional, como les decía hace un momento ahí, en la capilla: las caras van a ser iguales después de la ordenación, pero dentro de ellos ha sucedido algo impresionante, que solamente Jesucristo nuestro Señor puede explicar. Es verdad que ellos se preparan para el ministerio sacerdotal. Pero es verdad que para ser ministros del Señor necesariamente tienen que pasar por esa configuración que el Señor también quiso hacer presente en la iglesia, cuando vio que los apóstoles tenían tal trabajo en la predicación que era necesario nombrar a otros que les ayudasen en las tareas de la diaconía, de la entrega, del amor y del servicio a los más pobres. El Señor, antes de que lleguen al ministerio, quiere configurarles de esa manera que tan bellamente nos explica a través de Evangelio: cómo ha de ser el servicio en el amor a todos los hombres.

Habéis escuchado esta Palabra de Dios, ese Salmo 62 que hemos rezado y cantado, en el que se nos viene a decir cómo el ser humano está sediento y hambriento de Dios. Esta es una realidad que estamos viviendo en estos momentos. Todo ser humano está sediento y hambriento de Dios. Y todo ser humano, cuando no tiene a Dios, se seca, y es como esa tierra reseca, que no da fruto. Es necesario que entre Dios de tal manera que sienta la fuerza y la gloria, la cercanía y la comunión con Dios, que es la entrega, la gracia y la vida a este mundo y a todo ser humano.

Tomar la decisión de bendecir siempre a Dios y de saciarse de su palabra y de su vida es la gran decisión que, llamados por el Señor, habéis tomado vosotros.

Queridos hijos: el Señor os llama a algo excepcional. Vivir siempre a la sombra de Dios, que es quien os ve, quien os conoce de verdad, quien nos sostiene a los hombres, quien nos auxilia y quien nos engrandece. Y vosotros estáis llamados a hacer ver al Señor por las obras, por acercar el amor, precisamente este auxilio, esta alegría y este sostenimiento del ser humano, para cualquier situación en la que viva y para cualquier momento en el que esté. Así os va a hacer el Señor este regalo en vuestras vidas.

Quiero dar las gracias al arzobispo Nicolás, que nos acompaña en esta celebración. Un hermano de la Iglesia ortodoxa. Gracias por su presencia y por celebrar con nosotros esta gran fiesta de nuestra Iglesia diocesana.

Yo os a diría a todos los que estáis aquí, pero especialmente a vosotros, que después de escuchar la palabra del Señor, si tuviésemos que sintetizar en una expresión todo lo que nos ha dicho, sería así: sed servidores de la gracia y de la clemencia de Dios. Sedlo vestidos de Cristo, para servir su misericordia, que en definitiva es su amor, y regalar su amor, que es el rostro de la diaconía de Jesucristo nuestro Señor. En esto se resumiría todo lo que el Señor nos ha dicho a nosotros en la palabra de Dios de este domingo.

En primer lugar, sed servidores de la gracia y de la clemencia. Mirad: habéis escuchado la palabra del Señor a través de la profecía de Zacarías, donde el Señor nos dice cómo Él derramará a través de la dinastía de David espíritu de gracia y de clemencia. Y de esa dinastía procede nuestro Señor, hermanos, que siendo Dios se hizo hombre, derramó la gracia y la clemencia en este mundo, en Jesucristo y por Jesucristo. Tal derramamiento de gracia y de clemencia experimentaron los hombres que vivieron junto al Señor que le miraron, que fijaron su mirada en Él, que les interpelaba, que les hacía ver algo diferente... Nadie había pasado al lado de ellos como pasaba el Señor. Era para ellos como un manantial nuevo, un manantial que alumbraba un agua distinta, un agua que daba vida, un agua que en definitiva daba una vida nueva. Es la resurrección del mismo Señor, de la que nos ha hecho partícipes a todos nosotros. Servidores de la gracia y de la clemencia de Dios. Acercar la gracia del Señor, la clemencia, la preocupación por los demás, por todos los hombres, por todos, sean quienes sean.

Vosotros sois diáconos como Jesucristo: Él os entrega esa diaconía, os la va a entregar para que no hagáis muros, no separéis a los hombres; estos no son buenos y malos: para vosotros, como para Jesucristo, son hijos de Dios, y quizá con unas pobrezas terribles; pero ahí estáis vosotros, para enriquecer desde ese rostro que el Señor os entrega al ordenaros diáconos. Os entrega ese rostro que rompe muros, que no hace posible que en este mundo esté descartado nadie, porque en todo ser humano, esté como esté, en la situación que fuere, la gracia y la clemencia de Dios es siempre remedio, y es remedio y medicina para todos los hombres, sin excepción. Sed en esa diaconía como Jesucristo: sed manantial, alumbrad, tened este agua que da vida, esta agua que no ejecuta muerte sino entrega viva siempre, a todos los que se encuentra, y que especialmente va a aquellos que más lo necesitan, a los más pobres. Y tan pobre es el que no tiene qué comer como aquel que no conoce a Dios; lo desconoce, y porque lo desconoce a veces tiene el atrevimiento de insultarlo. Desconoce. Es la pobreza más terrible que puede existir, porque desconoce a Dios y desconoce el rostro verdadero del ser humano.

En segundo lugar, no podréis entregar la gracia ni la clemencia si no estáis vestidos con el vestido de Cristo para servir la misericordia, como hace un instante habéis escuchado que nos decía el apóstol Pablo en la carta a los Gálatas: «los que os habéis incorporado a Cristo, por el bautismo os habéis revestido de Cristo».

Todo cristiano tiene ese vestido de Cristo, todo cristiano, y por supuesto tiene que acercar esta gracia y esta clemencia a los demás. Pero es que hoy, a vosotros, el Señor va a cambiar por dentro tan fuertemente vuestra existencia que ese vestido tiene que deslumbrar más: no hay distinción. Qué maravilla lo que dice el apóstol Pablo en su tiempo: no hay distinción entre judíos, gentiles, esclavos y libres, poned los nombres que queráis, todas las situaciones humanas por las que estén o las pertenencias que tenga cualquier ser humano, no hay distinción para vosotros; ni judíos, ni griegos, ni esclavos, ni libres: todos hijos de Dios, todos con posibilidad y con ganas de que se acerque la gracia y la misericordia de Dios.

Es una tarea hoy, la más grande que podemos realizar en esta tierra. Como nos decía el apóstol Pablo: somos uno en Cristo, todos los cristianos, pero vosotros por la ordenación que vais a recibir tenéis esa intimidad con Cristo más fuerte. Uno en Cristo... ¿Cómo vestirse de Cristo? Lo habéis escuchado en la primera parte del Evangelio, cuando el Señor hace esas preguntas a los discípulos, a los primeros discípulos, a los apóstoles: ¿quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Otra pregunta más profunda: y vosotros, ¿quien decís que soy yo?

Queridos hermanos: a esta pregunta solamente se puede contestar desde el seguimiento, cuando se siguen las huellas del Señor. No cuando se tienen anécdotas de Jesucristo, sino cuando uno sigue las huellas. Desde el seguimiento. ¿Cómo vestirse de Cristo? Siguiendo al Señor, negándose uno a sí mismo, cambiando, aquello de Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Solamente cuando Cristo vive en mí, cuando mi vestidura es la de Cristo y tengo su fuerza, su gracia, el regalo de su diaconía para servirle y para darle a los hombres, entonces yo puedo decir que estoy vestido de Cristo para servir su amor y su misericordia, pero perdiendo la vida por la causa de Jesús.

Hoy, vosotros hacéis un compromiso: el compromiso del celibato. Pero no para ser alguien que se desocupa de todos y vive para sí mismo. Eso no es el celibato. Alguien que está dispuesto a regalar la vida para ocuparse de todos, y hacerlos y darlos vida, y que sean para él su familia y su negocio principal con tal de que llegue la misericordia y la gracia del Señor a sus vidas. Esta es vuestra gran tarea, este es vuestro gran regalo, el que os hace el Señor. Vestíos de Cristo. En todo el proceso que habéis hecho en el seminario de formación, habéis vivido todo esto; no solamente habéis hecho o estáis haciendo los estudios de Teología para saber y experimentar más, lo que es entender más y mejor mejor la palabra y la sabiduría que viene de Dios, y entender también las situaciones por las que pasan todos los hombres, y ver en esas situaciones cómo puedo hacer llegar esa gracia del Señor a los hombres... No solamente es eso. Habéis hecho una experiencia personal de encuentro con Jesucristo, de tal manera que esa experiencia es la que os ha hecho llegar a este momento y poder decirle: Señor, yo te doy toda mi vida, te presto mi vida, mi vida es para que la coman los demás, no para mí mismo, no es para estar a mi gusto y a mi aire, es para dejarme comer por los demás, por sus necesidades, por sus situaciones.

Y, en tercer lugar, vestíos de Cristo para servir la misericordia y regalar su amor, que es su rostro. El rostro del Señor, que viene manifestado en estas dos preguntas del Evangelio: quién dice la gente, y quién decís vosotros que soy yo. Para poder contestar a estas preguntas no solo basta el seguimiento: hay que estar cercanos a Cristo. Cercanía al Señor. Sí. Seguir sus huellas, seguir lo que hizo, los modos de encontrar al Señor. Fijaos que al Señor no le daba tiempo ni para descansar, cuando se retiraba a algún lugar para descansar enseguida venían a buscarle. Y es que al que se toma en serio el estar cerca de Cristo, lo siguen necesariamente, incluso en su manera de existir, de vivir, de relacionarse con los demás, de ocuparse de los demás. Y, por supuesto, no basta la cercanía y el seguimiento: hay que vivir en comunión con Cristo. Y esa comunión con Cristo me lleva a vivir en comunión total y absoluta con su muerte y resurrección. También con su muerte. Morir a mí mismo para que viva nuestro Señor.

Regalar el amor. Mirad: una descripción de esa diaconía que hoy el Señor os va a regalar es la parábola del buen samaritano. Una descripción perfecta. Jesús les quiere hacer ver a todos los discípulos y a quienes le escuchaban quién es el otro para mí, cualquier otro, sea quien sea. Y propone esa parábola maravillosa, que tantas veces hemos escuchado: un hombre que está tirado, le han pegado una paliza, que para nosotros hoy puede traducirse en que le han quitado la dignidad, le han robado la dignidad... ¿Pero no veis que el robo más grande hoy es que el ser humano no sepa quién es, que le roben el rostro que Dios le ha dado, que le roben el hecho de que es imagen y semejanza de Dios, que se lo roben de diversas maneras en esta historia y en este mundo? Por eso, Jesús quiere que nos acerquemos. Y pone el ejemplo más extremo: es un samaritano, que se lleva mal con los judíos, el que se acerca... Con cualquiera, con cualquiera. No hagáis ideología de Jesucristo: esto es grave en estos momentos, y no sería buen obispo vuestro si no os lo dijese.

Jesucristo se acerca, en la parábola, al que está tirado. Sea quien sea. Y se agacha, y lo mira, y le cura las heridas, y pone todo lo que tiene, y lo coge en sus manos. Porque nadie, ningún ser humano, por muy mal que esté, mancha. Nadie. Y lo lleva. Y le presta la cabalgadura, donde él iba cómodamente sentado haciendo el viaje: se pone a andar, y pone al otro. Y no se desentiende de él: lo lleva a una posada, le dice al posadero que lo cuide, que el volverá por allí por que no se desentiende... No podemos desentendernos del ser humano.

Esto es lo que os regala el Señor hoy. Una maravilla. Y os lo regala haciendo en vuestro interior, en vuestra vida, esta imagen de Cristo. Que es necesaria, incluso aunque no vayáis a ser diáconos permanentes, sino diáconos, porque vais a ser ordenados después sacerdotes. Pero es necesario que paséis también por vivir todo esto, durante todo este tiempo, antes de la ordenación, para que asumáis, no con vuestras fuerzas sino con la gracia que hoy el Señor os entrega por la ordenación, esta manera de existir y de vivir. Regalad el amor de Cristo. Regalad su rostro.

Queridos Enrique, Miguel Juan, Antonio, Javier, Pablo, Carlos Alberto, Miguel, Julio Antonio, Tomás, Javier, Ángel José, Leocadio, José Raúl, Kamil, Jesús y Juan: este es mi regalo. Coged esta parábola. Cambiemos no solamente Madrid, sino todo lo que esté a nuestro alrededor. Porque la fuerza es de Jesucristo, no es de nadie más. No tengáis miedo. Éste Jesús que hoy transforma vuestra vida, este Jesús que se va hacer realmente presente aquí, en el misterio de la Eucaristía, para todos nosotros, servidores de la gracia y de la clemencia, con el rostro de Cristo, para servir su misericordia y regalar su amor con vuestra diaconía.

Queridos hermanos: no me digáis que esto no es una gran fiesta. Es lo mejor que hemos vivido desde hace mucho tiempo. Dieciséis hermanos nuestros a quienes hoy el Señor transforma, y les regala su diaconía. Hoy, dentro de un rato, Madrid es diferente. Que el Señor os bendiga. Yo, en lo que pueda, os ayudaré siempre.

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