Homilías

Viernes, 30 diciembre 2016 10:40

Homilía de monseñor Carlos Osoro en la solemnidad de la Sagrada Familia (30-12-2016)

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Querido señor cardenal, don Carlos Amigo; querido señor Nuncio de Su Santidad en España; querido don Antonio, obispo emérito de Ciudad Real; vicario general de la diócesis; vicarios episcopales; querido cabildo catedral; hermanos sacerdotes; queridos seminaristas, querido diácono. Queridas autoridades y representaciones de la Comunidad de Madrid que os habéis querido hacer hoy presentes en esta fiesta de la Familia. Permitidme que tenga una alusión especial al delegado de Familia de nuestra diócesis, Fernando, también a la Casa de la Familia. Hermanos y hermanas todos en Jesucristo Nuestro Señor.

Si os habéis dado cuenta, el Evangelio nos ha hablado con muchísima claridad de cómo Dios quiso cuidar no solamente a la familia representada en la Sagrada Familia, cuando peligraba la vida de Cristo, sino cómo Dios nos enseña a cuidar la vida, que es Jesucristo. Es como si fuese la introducción de este día y de esta fiesta, de esta palabra que acabamos de proclamar. Esa expresión en aquel sueño donde el Señor se aparece a José y le dice: levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto. Marcha. Cuida de la familia; cuida de esta familia que yo he querido mostrar, que es la belleza más grande y la institución más bella que se ha presentado en este mundo y en la historia de los hombres. En este caso, era Herodes el que quería buscar al niño para matarle, a quien sostiene de verdad esa familia, a quien ha hecho posible también que se mantuviese esa familia.

Recordad aquel sueño en el que se aparece el ángel a José, en sueños, para decirle: no temas, el niño que nace, que tiene en el vientre María, es Hijo de Dios. José quita el miedo, quita los miedos. Los miedos en general dividen, nos rompen, a veces nos atenazan, no nos dejan libertad... Y, desde aquel instante, José asume también esta misión que el Señor le entrega: mostrar en medio de este mundo esa familia que es la que esta noche nos reúne a nosotros aquí, en esta fiesta de la Sagrada Familia, donde se nos muestra la belleza más grande, la más importante.

Yo quisiera deciros, fundamentalmente:

En primer lugar, que hagamos verdad en nuestra vida lo que nos ha dicho la primera lectura del Libro del Eclesiástico: honra a padre y madre.

Queridos hermanos, hay dos laderas que son imprescindibles para que cada uno de los que estamos aquí estemos precisamente aquí: padre y madre. Sin estas laderas, no existimos, no venimos a este mundo.

Por eso, en esta fiesta de la Sagrada Familia, os invito en primer lugar a sentir un agradecimiento profundo por aquellos que hicieron posible que nosotros, esta noche, estemos celebrando esta fiesta de la Sagrada Familia; aquellos que hicieron posible que tengamos, hayamos tenido rostro humano, y estemos en estos momentos aquí; porque nos cuidaron, guardaron nuestra vida, sintieron predilección también por la vida, no nos abandonaron.

En segundo lugar, queridos hermanos, hay otra realidad que el Señor nos pide. Mirad: vestíos con este uniforme, con esta vestimenta. Y es una maravilla, queridos hermanos, lo que hemos escuchado de san Pablo en la carta a los Colosenses: vuestra vestimenta, vuestro uniforme, que sea la misericordia entrañable, el mirar a los demás con el mismo amor de Dios, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. ¿Vosotros creéis que es posible la ruptura entre nosotros, los hombres, si vestimos este uniforme, si nos sobrellevamos mutuamente, si nos perdonamos?

Queridos hermanos: el perdón cura siempre. La memoria, sin el perdón, al contrario: hace más grande la herida. Y eso es especialmente importante en el mundo en el que vivimos. Solo haciendo memorias, si no damos perdón, no hay curación de heridas. Vistamos este uniforme; sed agradecidos; sed agradecidos con Dios, que nos da siempre la gracia de podernos vestir con este uniforme. Hagamos ese cántico nuevo que Dios quiere que hagamos los hombres, ese cántico y esa acción de gracias tan profunda, tan grande, que se convierte precisamente en una manera de existir y de vivir con los demás. Amándoles, sí. A pesar a veces de las oscuridades, de las deficiencias que puedan tener. Pero eso no lo podemos hacer con un amor que nazca solo de nosotros, sino con un amor que acogemos de Dios mismo; que es un amor capaz incluso de penetrar por las deficiencias y regalar humildad, y dulzura, y comprensión, y perdón, y misericordia. Por eso, lo que os decía: en primer lugar, honremos a padre y madre, a las laderas que nos hacen estar hoy aquí celebrando esta fiesta. Y en segundo lugar vistámonos este uniforme: este uniforme que nos lo da Dios, no es necesario que lo compremos en ningún lugar, se nos regala, basta simple y llanamente que dejemos penetrar en nuestra vida y en nuestro corazón al Señor.

En tercer lugar, queridos hermanos: con esta honra, con este uniforme, descubramos la belleza de la familia junto a Jesucristo. Os invito a que os trasladéis un momento al primer milagro que hace Nuestro Señor en esta tierra y en este mundo, que expresa también la importancia que Cristo da al matrimonio y a la familia. El primer milagro que hace el Señor es en las bodas de Caná. Queridos hermanos: qué mal lo estaban pasando aquellas gentes... Aquella familia, aquellos que iban a contraer matrimonio, aquellos que lo habían preparado todo... ¡Qué mal lo estaban pasando! ¿No os dais cuenta que, de alguna manera, esto es representativo de muchas situaciones que hoy estamos viviendo en esta historia y en este mundo?

En la exhortación apostólica Amoris Laetitia, el Papa nos habla de las diversas situaciones fruto de esa reflexión que hicieron en el Sínodo los obispos y que el Santo Padre recoge, el Papa Francisco. Y nos habla de muchas situaciones que viven los hombres. Pero, queridos hermanos, el Papa no escamotea esas situaciones. El Papa no solamente nos dice: con eso no hay que celebra. Al contrario: nos invita a entrar en las situaciones reales en las que están viviendo los hombres. Pero no de cualquier manera: nos invita a hacer verdad lo que hizo Jesucristo en las bodas de Caná. Él entregó la alegría, entregó la belleza que tiene que estar presente en el corazón y en la vida de los hombres para tener fiesta. Quizá por eso, que quien sabía que el único que puede entregar esa fiesta y esa alegría es Dios mismo, interviniese su madre para decirle: «mira cómo están, haz algo». El Señor lo hizo: no había vino, y Él convirtió el agua en vino.

Ante tantas situaciones que vive la familia, en tantos lugares de este mundo... Queridos hermanos: familias que tienen que emigrar, familias que están sin trabajo y eso crea rupturas y situaciones difíciles, incomprensiones porque no sabemos perdonarnos, o situaciones reales que han sido mal hechas desde el principio... Qué maravilla dejar entrar a Jesús, dejarle entrar para que entregue la alegría del Evangelio, la fuerza renovadora que hace posible que podamos vivir en fiesta y que este mundo tenga la belleza que necesita la institución más hermosa, más grande, hecha por Dios mismo; que nos recuerda precisamente los primeros momentos de la creación, donde Dios creó hombre y mujer y los puso al frente de todo lo que había creado. Y que el Señor entrega precisamente, da plenitud, a lo que solo con la fuerza de los hombres nosotros, a veces, estropeamos.

Queridos hermanos: Cristo. Él nos habla con su vida: honró padre y madre. Él nos habla con su vida. Utilizó un uniforme para entrar por este mundo y pasear por esta tierra. Y Él nos habla con su vida: se acercó a la familia. Y nos hace ver que solo cuando Cristo entra en esa institución se abren tales horizontes, se abre tal capacidad en quienes inician la familia, el matrimonio, y tal capacidad en quienes se van agregando, fruto de la generación que el amor crea en los hijos que vienen de ese matrimonio, que se crea una belleza singular en este mundo.

Hagamos todo lo posible por construir familia. Familias cristianas, verdaderas iglesias domesticas; iglesias que son expresión en las que se manifiesta de verdad lo que el Señor quiere que tengamos: comunión de vida y de amor, y que eso sea también trasladado a toda la Iglesia. Lo que estamos viviendo nosotros aquí, ahora, todos juntos, siendo diferentes, distintos, viniendo de lugares diferentes. ¿Quién nos une aquí a nosotros? Jesucristo, hermanos. ¿Quién nos ha hablado a nosotros? Jesucristo, el Señor. ¿Quién nos está indicando el camino? Jesucristo. Y esto crea una comunión. Pero esto hay que hacerlo en las familias.

Bendito sea el Señor, que hoy, en esta fiesta de la Sagrada familia, nos alienta a vivir y a construir siempre la familia cristiana, cuya expresión más bella es esta que en el relato del Evangelio hemos escuchado: José cogió al niño y a su madre, y marchó a Egipto. Pero construyeron la Sagrada Familia. Y después volvieron otra vez, cuando llegó el momento. Y así cumplieron lo que dijeron los profetas.

Pero se tiene que seguir cumpliendo lo que nos dice el Señor a nosotros: hombre y mujer los creó. Hombre y mujer los creó por amor, para amar, para engendrar vida, que construya este mundo en el amor.

Hermanos y hermanas: Jesucristo se hace presente aquí. El mismo que estuvo en las bodas de Caná, hoy, en el día de la fiesta de la Sagrada Familia, se hace presente. Y Él nos habla al corazón. Y Él nos dice dónde está la fuerza de una familia cristiana, y de un matrimonio: en acoger de verdad a Jesucristo, en descubrir dónde está la verdadera belleza y la alegría verdadera. En ese Jesús que ahora, juntos, vamos a recibir. Proclamemos la belleza de la familia en nuestra Iglesia diocesana, en los lugares donde estamos, donde trabajamos, donde vivimos... Hagamos todo lo que sea necesario para hacer ver, en este mundo, la belleza que tienen el matrimonio cristiano y la familia cristiana. Y en eso, hermanos, no valen teorías. Valen familias que viven, y viven según Cristo. Esto es lo que sucedió en el inicio mismo de la Iglesia: hogares, familias domésticas que, cuando otros las veían, decían: «Yo como esos, yo quiero ser como esos». Construyamos esta belleza. Que así sea.

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