Homilías

Domingo, 08 mayo 2016 14:54

Homilía de monseñor Carlos Osoro Misa en la Misa de envío de los misioneros madrileños (8-05-2016)

  • Print
  • Email

Excelentísimo cabildo catedral. Querido Anastasio, director de Obras Misionales Pontificias. Querido José Mª Calderón, delegado episcopal de Misiones. Queridos hermanos sacerdotes todos; seminaristas; querido diácono; queridos misioneros que hoy vais a ser enviados; hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.

Tenemos un recuerdo sincero y especial por todos aquellos que están en la misión y que han salido de nuestra Iglesia diocesana de Madrid, en diversas partes de la tierra: sacerdotes, religiosos, familias, laicos. Todos los que quieren anunciar al Señor.

En esta mañana os diría en primer lugar, como decía san Ignacio de Loyola para hacer entrar en el corazón la palabra del Señor, que nosotros también sintamos hoy el gozo del cual nos ha hablado el evangelio que hemos proclamado. Sintámonos postrados ante el Señor. Hagamos esta composición de lugar: Dios bajó del cielo a esta tierra para decirnos quién era Dios, quiénes éramos nosotros según Dios. Y Dios asciende a los cielos: lo celebramos hoy. Pero a sus discípulos nos ha dejado a su Iglesia, para que seamos testigos de Él en medio de este mundo. Él es la cabeza. Donde está la cabeza iremos los que formamos parte de la Iglesia, los miembros. Pero, mientras tanto, los que vivimos en este mundo tenemos que dar noticia con obras y palabras de nuestro Señor Jesucristo. Postrémonos ante el Señor.

Es preciosa la expresión que aparece en el evangelio. Cuando el Señor les dice a los discípulos: vosotros seréis mis testigos. Pero es más maravilloso lo que dice el evangelio: postrados... volvieron a Jerusalén con gran alegría.

Hermanos: solo se puede volver al mundo. Y, en este momento, Jerusalén representa el mundo conocido de entonces, donde los discípulos anuncian por primera vez a Jesucristo, y después se dispersan por el mundo conocido de entonces, como hoy se dispersa la Iglesia por todas las partes de la tierra, para llevar la alegría del evangelio

El papa Francisco nos habla de la alegría en la primera exhortación Evangelii Gaudium, y en Laudato si nos habla la alegría de la casa común, cuando hacemos lo que Dios quiere en esta casa que es nuestro mundo. En la última exhortación sobre la familia, Amoris Laetitia, nos habla sobre la alegría del amor.

Hoy, postrados ante Jesucristo, la Iglesia en Madrid, que celebra este envío misionero, quiere sentir la alegría de un Dios que nos ama entrañablemente, que cuenta con nosotros, que nos regala su amor, su propia entrega, para que nosotros hagamos esa entrega a todos los hombres, para que seamos siempre misioneros, para que provoquemos en nuestro corazón el anuncio del evangelio, y para que se provoque en nuestra Iglesia diocesana que salga gente, como lo hicieron los primeros discípulos cuando se postraron ante el Señor y vieron cómo el Señor les dio un mandato excepcional: que diesen a conocer su nombre, sus maravillas, que diesen a conocer a Dios. Postrados ante el Señor, acogemos a nuestro Señor Jesucristo y le metemos en nuestro corazón. Y, cuando entra en nuestro corazón, suscita no quedarnos ensimismados en nosotros mismos; suscita salida, anuncio, presencia; suscita testigos.

Por eso simplemente, en este día, os quiero decir tres cosas. La primera, acoged lo que nos dice Cristo: «vosotros seréis mis testigos». Eso requiere un encuentro profundo con Jesucristo. En la vida humana, cuando nos llaman a ser testigos para un juicio, no seamos falsos testigos: si no lo hemos visto, callémonos. El testigo de Cristo habla porque ha tenido tal experiencia con Cristo, ha suscitado el Señor tal contagio de alegría, que no lo puede guardar para sí mismo. Tiene que salir. El encuentro con Jesucristo es esencial. Lo habéis escuchado en la primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles: se encontraron con el Señor. Y se narra el momento de la Ascensión y lo que había pasado anteriormente, y el Señor les dice: seréis mis testigos, como nos lo dice a nosotros.

En segundo lugar, el Señor nos dice: «sí, seréis mis testigos, pero testigos audaces». ¿Qué significa esto? Lo habéis escuchado en el evangelio que hemos proclamado: «el Mesías padecerá y resucitará». El «padecerá» se puede traducir también: «dará la vida entera, sin guardar nada para sí mismo».

Es una maravilla ver, siendo Dios, como nos dice Pablo, el apóstol: no tuvo menos hacerse hombre, pasar por uno de tantos, pasar por todas las circunstancias que pasa el ser humano, absolutamente por todas, pero dando la vida, no guardando nada para sí mismo. Qué maravilla, hermanos. El discípulo de Cristo es el que contempla de tal manera al Señor, se encuentra de tal forma con el Señor, que quiere comunicarlo tal y como lo hace el Señor. No guardándose nada para sí. Quienes mejor lo entendéis sois quienes vivís el matrimonio: solo habrá comunión verdadera si os dais enteramente, con todas las consecuencias. Es lo que hizo nuestro Señor Jesucristo cuando vino a este mundo: se dio, dio hasta la vida, por mostrar el rostro de Dios.

Testigos audaces. Mirad cómo: dando una versión nueva de la vida, la que nos entrega Jesucristo. Nos lo ha dicho el evangelio: en su nombre se predicará la conversión. Hay una versión nueva de la vida, la de todos los que nos hemos reunido esta mañana para celebrar la Eucaristía y para el envío misionero. Y es que queremos tener la visión de Cristo. Una manera de vivir, de estar, en la que no guardamos nada para nosotros mismos. Y si tenemos tentación, debemos de confesarnos y reconocer que no jugamos con todas las cartas, que guardamos alguna, pero le pedimos perdón al Señor. Y le decimos: Señor, todas las cartas para ti, tu versión es la mía; tu manera de existir, de perdonar, de estar junto a los demás, de regalar amor, de suscitar alegría y esperanza, es la mía.

Testigos audaces que dan una versión nueva y que no guardan una palabra que no podemos guardar los cristianos; una palabra que todavía está en el diccionario, pero no la hagamos desaparecer: perdonando siempre, siempre, como Jesús. Es impresionante. Si os fijáis en la cruz: imaginaos aquí a todos los que estaban cuando el Señor estaba muriendo, y algunos le decían: ¡Pero baja de la cruz. Tú que has hecho tantos milagros, baja de la cruz! Y le insultaban. Y otros le decían improperios. Y los que estaban crucificados al lado de Él... Y el otro decía que había hecho el bien siempre... Y ya veis las palabras de Jesús, siempre: «Perdónales, porque no saben lo que hacen». Qué comprensión, qué amor. La versión de nuestra vida tiene que tener esta palabra. Pero palabra con hechos, con nuestra vida: utilicémosla, démosla sentido con nuestra vida.

Y, en tercer lugar, salgamos preparados. Como nos ha dicho el Señor: vosotros quedaos en la ciudad, porque os voy a revestir de la fuerza de lo alto, os voy a dar el Espíritu Santo. No salimos solos. A la misión no salimos solos, con nuestras fuerzas, a nuestro modo. Salimos con la fuerza del Espíritu Santo, aquella que impulsó en el inicio mismo de la Iglesia, a los discípulos de Jesús, a dejar el solar de Palestina y marcharse a todos los lugares conocidos del mundo a anunciar a Jesucristo; a anunciar –como les decía a los jóvenes el viernes por la noche- la verdadera revolución que necesita este mundo. Esa revolución que no utiliza más armas que la versión nueva de la vida, una manera de estar en el mundo en la que el otro es mi hermano, en la que perdono siempre, en la que el arma que tengo es la que me da Jesucristo dentro de un momento: su amor, su entrega, su fidelidad. Y si nos llenamos de ese arma, haremos de este mundo una gran familia. Y pensad los discípulos de Jesús, todos nosotros, pensemos que esto es urgente: hacer la gran familia de los hijos de Dios.

Está en nuestras manos: solo hace falta que dejemos entrar al Señor y que muchos de nosotros se ofrezcan para salir y anunciar esta verdadera revolución, que es la que Cristo trae. Y que no mata: da vida, da audacia, creatividad, fomenta la relación, crea puentes entre los hombres...

Acojamos así a Jesucristo, que se hace presente en el misterio de la Eucaristía. Y, a los que os voy a enviar, sentid este envío que hacéis en nombre de esta iglesia particular de Madrid. Salid llevándonos a nosotros, sabiendo que no estáis solos y que estáis haciendo lo que más quiso el Señor. Y, mientras tanto, sigamos postrados ante Cristo, que realmente hoy se hace presente. El mismo que ha ascendido viene a este altar, para entrar en nosotros y que empecemos la ascensión, que ya ha conquistado el Señor para nosotros. Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search