Homilías

Jueves, 03 marzo 2016 15:44

Homilía de monseñor Carlos Osoro Sierra, arzobispo de Madrid, en el Jubileo del Cottolengo Padre Alegre. Catedral (03-03-2016)

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Querido don Juan Carlos, vicario episcopal del territorio donde está la casa del Cotolengo; querido don Ángel Luis; don Juan Javier, capellán; queridos hermanos sacerdotes. Queridas hermanas que sostenéis y cuidáis esa casa del Cottolengo del Padre Alegre. Queridos voluntarios y muy queridos enfermos que hoy, como os decía antes, habéis venido a este lugar a ganar en la catedral este Jubileo de la Misericordia.

Cuando yo recibía la carta de la Hermana Claudia, la superiora, inmediatamente busqué un lugar para poder estar con vosotros, porque creo, sinceramente, que escuchar al Señor, como nos decía hace un instante y cantábamos en el salmo: «ojalá escuchéis la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón», pues vosotros, todos, nos ayudáis a no endurecer el corazón y a escuchar al Señor con una facilidad más grande. Sois como altavoces que, permanentemente, hacéis resonar en el corazón de todos los hombres la necesidad de escuchar a quien tiene vida, a quien tiene amor y a quien nos regala ese amor. Porque vosotros, queridos enfermos, queridas hermanas, queridos voluntarios, hacéis posible que los corazones de los hombres sean más sensibles a la voz de Jesucristo, que nos dice que nos cuidemos, que no dejemos que se robe nada del ser humano. Vosotros hacéis posible que recordemos esto.

Cómo no dar gracias al Señor por lo que nos decía antes el Salmo: venid, entrad, escuchad, nos decía el Salmo. Así lo hemos cantado. Venid. Venid a aclamad al Señor. Él es el único: es la roca que nos salva, es la roca que nos sostiene, es la roca que nos anima, es la roca que nos alienta, es la roca que nos hace recapacitar dónde está la verdad del ser humano. Entrad. Postraos ante el Señor, que es el que salva. Entrad en su presencia. Y entrad con cánticos.

Queridos hermanos. Vosotros, los enfermos, sois un cántico a la ternura de Dios, porque nos hacéis a los demás capaces de conmover y de mover nuestro corazón. A veces nuestro corazón es de piedra. Y Dios no lo ha hecho de piedra, lo ha hecho de carne. Tiene que palpitar de tal manera que el corazón del hombre vaya a quien más lo necesite. Gracias por hacernos palpitar este corazón. Por hablarnos hoy. Porque hoy el Señor –como hemos cantado- nos pide que ojalá escuchemos su voz y que no endurezcamos nuestro corazón. Vosotros sois voz del Señor, y hacéis posible que nuestro corazón no se endurezca. Gracias. Muchas gracias.

La iglesia diocesana de Madrid no sería lo que es si faltáis vosotros, porque sois voz que hace que el corazón no se endurezca. Sois palabra, altavoz del Señor para nuestra vida. Por eso, después de escuchar la Palabra, yo os diría estas cosas muy sencillas: escuchemos al Señor. El Señor siempre habla: no solamente en su palabra, nos habla en todo. Nos ha hablado desde que habéis salido de casa, veníais a esta peregrinación, contentos, porque queríais pasar esta puerta que, como os decía antes, significa y representa a Jesucristo. Queríais pasar por Jesucristo, que es la verdadera puerta: la puerta de la alegría, la puerta de la esperanza, la puerta que salva, la puerta que ilumina, la puerta que da sentido a nuestra vida, la puerta que nos anima a vivir por los demás, la puerta que no nos encierra en nosotros mismos, la puerta que nos regala cada día un corazón más grande, nos lo hace más grande. Cada vez que entramos por esa puerta, que es Cristo, si entramos de verdad, nos hace el corazón mucho más grande. Escuchad al Señor. Qué maravilla ha sido escuchar la primera lectura, cuando el Señor nos decía: «Escuchad mi voz, yo seré vuestro Dios». No nos dejemos robar a Dios. No nos lo dejemos robar. El Señor nos ha dicho hace un instante: «Sois mi pueblo». Y el pueblo del Señor es un pueblo que camina por el camino que Él nos manda, que es un camino de fraternidad, es un camino de entrega, es un camino de paz, es un camino de servicio, es un camino de fidelidad, es un camino en el que nos tenemos que acercar a quienes más necesiten de nosotros. A nadie podemos retirar de este camino. Al contrario: cuanto más necesiten, más tengo que entrar yo por ese camino, y recoger y coger y vivir con los que están en ese camino. Escuchemos la voz del Señor siempre.

En la primera lectura veíais cómo los israelitas, en algún momento, no escucharon y caminaban según sus ideas, según sus criterios. Un desastre. La maldad entró en su corazón. Era un corazón que les hacía vivir para ellos mismos, era un corazón que buscaba lo suyo, era un corazón que olvidaba a los demás, era un corazón egoísta, era un corazón de roca, de piedra, no de carne; no palpitaba. Por eso nosotros hoy, juntos, toda esta casa del Cotolengo, venís aquí, a la casa del Señor, a la catedral, a la madre de todas las iglesias; y además habéis venido y nos situamos aquí, en este altar, junto a la Santísima Virgen María. Ella sí que escuchó a Dios. Es la que mejor ha escuchado a Dios. De todos los seres humanos, la que mejor ha escuchado a Dios ha sido Ella. No dudó. Ella, rápidamente, dijo: «Hágase en mí según tu palabra». No quiero otra palabra, quiero la tuya. Por eso, qué maravilla entrar por esa puerta y, de frente, toparnos con la Virgen. Y, hoy, escuchar aquí esto. Escuchemos al Señor, esta invitación que nos hace. Escuchemos al Señor, como lo hizo la Virgen María. Todos, queridos hermanos. Todos.

En segundo lugar, tengamos fe en el Señor. Qué maravilla ha sido el Evangelio que hemos proclamado. El Señor cura, saca un demonio de un hombre que le tenía mudo, que no le dejaba hablar, no le dejaba pronunciar palabra. Le saca... Algunos pensaban que el arte de curar de Jesús era malo. ¡Qué torpeza! El arte de curar de Jesús es acercarse a los hombres, es abrazar a todo ser humano, es entregarle la medicina de la misericordia. Es lo que más cura, queridos hermanos.

El Papa Francisco, cuando ha estado en México, en un momento determinado fue a visitar a enfermos, y les dijo que hay muchas medicinas, que es verdad. Hoy, cada día, gracias a Dios, van aumentando. Las medicinas que curan son mejores, las investigaciones..., y eso es muy bueno. Pero hay un medicina que es imprescindible, que solo la puede dar Dios, decía el Papa, y es la cariñoterapia. Es el cariño, es el amor. La cariñoterapia. Y en la casa del Cotolengo esta es la medicina fundamental. Hay otras que son necesarias, pero la fundamental es la cariñoterapia. Las hermanas, buenas mujeres, que lo hacen todo creyendo absolutamente en la Providencia. Solo se ocupan de dar cariño: a los enfermos y a quienes llegamos allí, porque esta experiencia la tenéis todos los voluntarios también. Todos. ¿No os parece, hermanos, que tener fe en Jesús es tener fe en esta medicina de la cariñoterapia? Es decir, es acoger el amor del Señor, el cariño de Dios, y regalarlo, que es lo que nos cura de verdad. Esto es lo que necesitamos todos los hombres. Podemos tener muchas cosas, pero si nos falta el cariño de Dios, no nos vale. Nos falta lo fundamental.

Aquellos que veían a Jesús que echaba demonios, primero pensaron algunos que curar era malo, otros pensaron que lo que querían eran signos. Si el Señor nos está dando siempre signos, siempre nos los da. Queridos hermanos, ¿es que hoy no nos da un signo el Señor, aquí, en la catedral de Madrid?. Nos está dando un signo a todos. Por supuesto al arzobispo, sí: me lo dais vosotros, todos, porque me volvéis a recordar que el reino de Dios está aquí, aquí ahora mismo, ya, porque está Jesucristo, está el amor de Dios, está la entrega de Dios, está la acogida de Dios en el corazón de los hombres, está el cariño de Dios, la ternura de Dios que se hace presente aquí.

Y, queridos hermanos, esto es lo que nos hace amar. No nos quedamos mudos cuando recibimos el cariño de Dios. Aunque no tengamos palabras para pronunciar, pero lo sentimos, se percibe en el corazón de cualquier ser humano, se manifiesta en cualquier lugar, aunque sea por gestos o gritos. Se manifiesta. Tengamos fe en el Señor. Esa que Jesús invitaba a tener en el Evangelio que hemos proclamado.

Y, en tercer lugar, no solamente hay que escuchar al Señor, y os decía que sois voz, y sois canto, y nos marcáis caminos. No solamente hay que tener fe en Él, que hay que tenerla, esta es la que nos reúne aquí: creemos en el Señor, en Cristo, creemos que Él es la verdad, que Él es el camino, la terapia que cambia el corazón de los seres humanos, y la más necesaria en este mundo. Y creemos, en tercer lugar, que el Señor nos libera y nos cura. Nos libera del pecado, porque nos transforma. Quien deja que el Señor entre en su vida, se transforma: yo no puedo tener odio, yo no puedo tener egoísmos si dejo entrar al Señor en mi vida, yo no puedo vivir para mí mismo, es necesario que viva para los demás, yo me tengo que olvidar de mí mismo. Me libera del pecado y me sana las heridas. Cuando dejo entrar al Señor, si yo tengo algo contra alguien, me cauteriza, me dice: no puedes ser así, te voy a cerrar esa herida. Tú no puedes tener nada contra nadie. Lo único que tienes que tener es amor hacia los demás. Por eso el Señor nos dice: el que no está conmigo, está contra mí.

Queridos hermanos, sigamos siendo ricos, acogiendo su vida. Él nos libera, nos cura, como liberó a aquel hombre que tenía al demonio y no dejaba hablar. Cuando el Señor entra en nuestra vida, nos deja hablar. Podemos expresar. Y nosotros podemos ayudar a que esto suceda. Hermanos: Jesucristo, el mismo que curó a aquel hombre, se va a hacer presente aquí, en este altar, entre nosotros. Se hace presente para todos nosotros. Jesucristo quiere entrar en nuestra vida, pero sobre todo quiere que al entrar regalemos lo que Él nos da: su amor, su misericordia, su bondad, su paz. Que comencemos a realizar en este mundo la terapia, que es el cariño y la ternura de Dios. Regalemos esto a los hombres.

La casa del Cotolengo del Padre Alegre, aquí en Madrid, es un hospital de cariñoterapia. Seguid acogiendo a Jesucristo. Que el centro de esa casa sea Jesucristo.

Queridos hermanos: esto es celebrar el Año de la Misericordia. Todo lo demás sobra. Esto es entrar por la puerta de la misericordia que es Jesucristo, que una vez más se acerca a nuestra vida.

Como decía la hermana Claudia cuando me escribía en la carta, «estamos viviendo intensamente el Año de la Misericordia. Cuando se está tan cerquita de los pobres y enfermos, es más sencillo descubrir la misericordia de un Padre bueno. Por eso hacemos la peregrinación enfermos y voluntarios». Ella me decía que comprendía que mi agenda estaba llena. Pero mi agenda se vacía cuando hay casas donde se da lo que a veces el arzobispo no es capaz de dar: el cariño y el amor a los demás. Gracias. Recibamos así a Jesucristo.

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