Homilías

Jueves, 03 noviembre 2016 15:47

Homilía de monseñor Osoro en la Misa por los sintecho fallecidos en la iglesia de San Antón (2-11-2016)

  • Print
  • Email

Queridos sacerdotes, queridos hermanos y hermanas:

Acabamos de oír juntos este salmo 129: «Desde lo hondo a ti grito, Señor». Pues, desde lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra vida, le decimos al Señor que nos escuche, que nos atienda, que escuche la súplica que hacemos por aquellos que tuvieron una muerte en la soledad, sin atención. Que nos escuche porque le pedimos también que sea capaz Él de hacer, de esta humanidad, una humanidad con corazón. Que sepamos escuchar y que sepamos estar siempre al lado de los hombres, como lo está Dios. Dios nos quiere a todos queridos hermanos. Dios ama a todos los hombres, sin excepción, sin condiciones. Es el único que no pone condiciones. Naturalmente que, cuando uno es consciente de ese amor que Dios nos tiene, ¿cómo va a estar igual? Cambia su vida, cambia su corazón.

Este salmo tiene una fuerza extraordinaria. Mi alma aguarda al Señor porque tenemos la seguridad de que, de Él, viene la misericordia, el verdadero amor, el amor incondicional; el que estamos celebrando durante todo este Año de la Misericordia en que el Papa Francisco nos está repitiendo y diciendo que Dios no se cansa nunca de amar, como no se cansa nunca de perdonar, como no se cansa nunca de estar al lado de los hombres. Si el Dios que ha hecho todo lo que existe no abandona a nadie, ¿cómo los que decimos llamarnos y ser discípulos del Señor vamos a abandonar, incluso en los momentos más duros y difíciles, que es dejar este mundo y dejarlo sin sentir, a lo mejor, la mano amiga de alguien que nos acompaña?

Me vais a permitir que recuerde, y después os hablo de la Palabra de Dios, algo que tiene que ver además incluso, con el padre Ángel. Cuando yo era arzobispo de Oviedo, una mujer de raza gitana de Mieres, de unos treinta y tantos años, me conoció y todas las semanas venía a verme y a pedirme... Ella vivía a las afueras de Oviedo y tenía un caballo muy viejo que había comprado. Un día estaba haciendo un funeral por el que había sido rector de la universidad de Oviedo –ni este ni el anterior, el otro–, y estaba despidiendo a la gente, y ella llegó llorando, con un lloro tremendo. «Se ha muerte, se ha muerto», y yo creía que eran los padres o algún hermano suyo, que vivían en Mieres... Y le pregunto que quién había muerto, y me contesta: «¡El caballo! Que era lo que más quería yo, a él y a usted».

Aquello no es una anécdota más; yo me di cuenta de que la necesidad del amor, aunque sea del caballo, la siente todo ser humano. Y cuando no lo encuentra en el ser humano, lo busca donde sea. Porque el amor es cosa de Dios. La necesidad de Dios la tiene todo ser humano, y Dios se vale de los demás para revelarse y hacerse presente.

Esta noche nosotros recordamos a aquellos que, en la soledad y en el abandono, alcanzaron la muerte. En la primera lectura se nos ha hablado de que es necesario que traigamos a la memoria a alguien para que me dé esperanza. Y mirad, solamente la esperanza nos la da quien nos ama. El amor está unido a la esperanza, no puede separarse. La gente, las personas, todos nosotros, tenemos esperanza, y cada día más cuanto más sentimos que se ocupan los demás de nosotros. Por eso, qué importancia tiene, por una parte, hacer memoria de ese Dios que se hizo hombre, que se ha hecho hombre, que ha pasado por uno de tantos, y de este Dios que incluso pasó por la muerte, y que ha conquistado para nosotros la vida. ¡Qué importancia tiene! Porque este Dios nos ama, este Dios nos quiere, este Dios nos ha dicho, en la segunda lectura del apóstol Pablo, que ha conquistado la vida para nosotros. Este Dios es del que hacemos memoria en este Día de los Difuntos.

Haz memoria, nos decía la primera lectura. Hay algo que necesitáis traer a la memoria, y hay algo que, cuando traéis a la memoria, os trae esperanza; y ese algo para nosotros es el amor de Dios, que Dios nos quiere y nos da esperanza. Porque el cariño de Dios no es de un rato, es para siempre. Nunca nos abandona, aunque los hombres le abandonemos. Pero, al mismo tiempo, en este momento excepcional para nosotros al escuchar esta palabra, nos recuerda que Dios cuenta con nosotros para que nadie en la vida experimente la soledad o el desamor.

En segundo lugar, el Señor nos ha hecho en el Evangelio la invitación a creer. Es verdad que la fe es un don, la fe es algo que se nos regala. Queridos hermanos, Dios no hace excepciones. Otra cosa distinta es que uno, al recibir un regalo, puede decir «yo no quiero saber nada de eso, no lo quiero».

La fe, el amor y la esperanza están unidos, no se pueden separar. Cuando tú regalas el amor, te acercas a Dios. Por eso, la invitación que nos ha hecho el Señor en el Evangelio a tener fe, a acoger este don que nos da, nos hace entender precisamente lo que nos decía el Señor hace un momento: que no tiemble vuestro corazón, ni se acobarde, creed... pero es posible creer en el Señor cuando también experimentamos la acogida que tiene de nosotros. Normalmente eso viene también a través de los demás; son los demás los que nos revelan el cariño de Dios.

En tercer lugar, qué maravilla cuando nos dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». No busquéis otro camino, no busquéis sendas extraordinarias, no; «buscadme a mí».

Es verdad que cuando contemplamos a Jesucristo, vemos el rostro perfecto del ser humano. ¿El ser humano está en la vida para retenerse, para guardarse o para darse? ¿El ser humano está en la vida para ser enemigo del otro? ¿El ser humano está en esta existencia para permanentemente poner dificultades al otro y no lograr que el otro desarrolle todas las dimensiones que tiene su existencia? ¿El ser humano está para mantener al otro en el desplante, en no darle importancia, en dejar que siga pasando hambre? ¿O está el ser humano para cambiar este mundo? Pero no con cualquier fuerza. Nos lo enseña Jesús: se puede cambiar este mundo cuando de verdad amamos a los demás.

Todo ser humano busca la verdad, nadie hay que quiera estar en la mentira. Pero a veces buscamos la verdad en el tener, en el poseer... Qué maravilla poder buscar esta verdad como la buscó Jesús: dándose, entregándose, sirviendo, no descartando a nadie. Nadie puede ser descartado de nuestra vida, haga lo que haga. Queridos hermanos, esto no es fácil. Un día, no sé si en la radio o en la televisión, me preguntaron: «¿Usted tiene enemigos?». «Pues supongo que los tendré, pero mire, cuando termino el día, cuando rezo completas, la oración final del día, intento ir a la cama tranquilo y decir que tengo hermanos, aunque a lo mejor me hayan hecho daño. Yo no puedo echarme a dormir sin saber que el otro es mi hermano, porque quedo intranquilo, no vivo feliz, no vivo congruentemente. Podrá haber enemigos, pero yo, cristiano, tengo hermanos como Dios tiene hijos y nos entregó a su hijo para que nosotros aprendamos a ser hijos y vivamos como hermanos entre todos.

Queridos hermanos, Él alcanzó la vida para todos los hombres... Vamos a darle gracias al Señor por todo esto que nos regala a nosotros. Qué maravilla es, en este Día de los Difuntos, hacer memoria de Jesucristo para tener esperanza. Qué grandeza tiene esta invitación que nos hace el Señor a creer, porque la fe, el amor y la esperanza son tres hermanas que se dan la mano. No hay fe verdadera sin amor y sin esperanza, no hay esperanza verdadera sin fe y sin amor, y no hay amor verdadero sin fe y sin esperanza. Se dan la mano. Esto nos lo hace ver Jesucristo. En Él ponemos la vida de tantos seres humanos que mueren solos, que están solos en el momento más sublime de esta vida: pasar de este mundo, pasar de esta historia. Queridos hermanos es imposible que todo termine en la vida. Es imposible que quien ama nos deje a la intemperie, tirados. Lo vemos en nuestra vida, cuando hemos querido a alguien lo recordamos para siempre, para siempre. Si eso lo sabemos hacer nosotros, ¿cómo no lo va hacer Dios, que es eterno y su amor permanece?

Con la cercanía de Jesucristo, que se hará presente en este altar dentro de un momento, vamos a poner a todos los hombres y mujeres que han pasado por este mundo y que el paso lo hicieron solos, sin que nadie les recordase, sin que nadie les diese importancia... Nosotros le queremos dar importancia, porque el amor de Dios no pasa de nadie. Y menos de ellos.

Oremos así a Dios nuestro Padre.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search