Homilías

Viernes, 04 marzo 2016 15:07

Homilía de monseñor Osoro, en la Misa del Cristo de Medinaceli (4-03-2016)

  • Print
  • Email

Queridos hermanos sacerdotes. Querida archicofradía de Nuestro Padre Jesús de Medinaceli. Queridos hermanos y hermanas todos.

Qué alegría poder estar con vosotros, un año más, en este día, celebrando la Eucaristía y viendo, contemplando la imagen del Cristo de Medinaceli. Contemplar esta imagen de alguna manera nos remite a todos a descubrir y a ver que la dignidad del ser humano, la máxima dignidad, es la que nos ha regalado nuestro Señor Jesucristo. Jesucristo nuestro Señor nos muestra, con su vida, los derechos humanos fundamentales, reconocidos por los pueblos civilizados. Él, cuando lo visitamos aquí, nos hace ver quiénes somos. Por eso ha tenido sentido, hermanos, cantar lo que hace un momento cantábamos en el salmo responsorial, el Salmo 121: «vamos alegres a la casa del Señor». Sí, es la alegría cuando estamos en presencia de nuestro Señor. Esa imagen del Cristo de Medinaceli nos expresa, y celebramos en nombre del Señor y también en nuestro nombre, que somos hijos de Dios, hermanos de todos los hombres.

Yo quisiera deciros, fundamentalmente, después de haber escuchado esta Palabra de Dios, que os quedaseis con tres palabras: se nos da un regalo, contemplamos un rostro y el Seños nos regala una tarea. Regalo, rostro y tarea.

Un regalo. Lo acabamos de escuchar en la primera lectura. Es verdad que las tribus de Israel dijeron a David: «hueso tuyo y carne tuya somos». Hoy nosotros, ante la presencia de nuestro Señor, del Cristo de Medinaceli, decimos al Señor: gracias por tu regalo. Nos has dado tu vida, la tenemos por ser bautizados; tenemos tu vida en nosotros, tenemos una manera de ser y una manera de comportarnos. Gracias por este regalo. Tú eres el pastor que nos cuidas, el pastor que nos amas, el pastor que nos escuchas, el pastor que nos atiendes; tú eres, Señor, el buen pastor, el que nos has hecho el regalo más grande. Sí: tu vida. Y saber que somos hijos de Dios; que la máxima dignidad del ser humano está en que es imagen y semejanza de Dios; que la dignidad del ser humano no la puede robar nadie, y que cuando se roba esa dignidad, maltratándola, echándole fuego, olvidándome de cualquiera, haciendo que algunos sean indiferentes para mí, descartando aparte a muchos, yo no estoy viviendo la dignidad que Tú me das, Señor.

Por eso, el regalo para nosotros, queridos hermanos, es que el Señor nos pide que no dejemos que nadie robe la dignidad del ser humano. Dignidad que se expresa en ser imagen de Dios. Nadie en este mundo puede estar estropeado y romperse, porque es hijo de Dios, es imagen de Dios. Y todos nosotros tenemos que defender esa dignidad de todos, en especial la de los que más lo necesitan, la de los que más rotos están. Salgamos por los caminos diciendo a los hombres: no robéis, no matéis la dignidad del ser humano.

El rostro del Cristo del Medinaceli, hermanos, con sus ojos, con su expresión, nos está diciendo que Él ha venido para enseñarnos algo importante, algo esencial, y que, además, no nos lo impone: nos lo regala. Nos ha dado su vida, nos ha dado su amor, nos ha dado su entrega, nos ha dado su servicio, nos ha dado su fidelidad, nunca nos abandona. En este Año de la Misericordia descubrimos a un Dios que se nos ha revelado en Jesucristo, que abraza a todos los hombres, sin excepción. Naturalmente, cuando este Dios abraza, uno no puede quedar indiferente, uno no puede seguir haciendo lo que venía haciendo, si es que estaba haciendo alguna cosa mal; uno no puede descartar a nadie. Aceptemos este regalo.

En segundo lugar, contemplemos ese rostro, queridos hermanos. Como nos decía la segunda lectura que hemos proclamado, Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, Él nos ha llevado a su reino: un reino de amor, un reino de verdad, un reino de vida, un reino de justicia. Él es imagen de Dios. Él nos ha presentado quién es Dios, lo hemos visto, ha paseado por este mundo, ha estado con nosotros, ha estado conviviendo con nosotros, se hizo hombre. Conocemos a Dios, y el comportamiento de Dios y el que tiene que tener el ser humano porque Dios mismo se ha hecho hombre. Todo ha sido creado por Él. Por eso, Él viene a reconciliar, no a dividir; no viene a romper, no viene a enfrentarnos; todo aquel que quiera enfrentar a los hombres no es de Dios, no puede ser de Dios, porque el Señor ha venido a este mundo para regalarnos su corazón; un corazón en el que entran todos los hombres, un corazón que ama incondicionalmente. Rostro de Cristo. Contemplemos, hermanos, este rostro; veamos quién es Dios, qué hace Dios y quién es de verdad el hombre, el ser humano. Nos lo describe Cristo mismo: el Dios que se ha hecho hombre y que nos ha dado su vida para que reflejemos la gloria de Él en esta tierra.

Y, en tercer lugar, no solamente nos hace un regalo y nos regala el rostro de Dios y el rostro del hombre, sino que nos entrega una tarea, una misión. Lo habéis visto en el Evangelio que hemos proclamado: después de vestirle de esa manera y de presentarle diciendo que era el rey de los judíos, ridiculizándole, cuando el Señor llega a la Cruz unos magistrados ya le están diciendo: «a otros has salvado, sálvate a ti mismo si de verdad eres el Mesías». Unos soldados también se burlan: «si eres rey, sálvate a ti mismo». Y un letrero que decía, para ridiculizarle más: «este es el rey de los judíos».

Queridos hermanos: no entendieron a Dios. La violencia no se quita con la violencia. El mal no se quita haciendo más mal. Se quita, como nos enseña Jesucristo, con amor, con entrega. Esta tierra, queridos hermanos, necesita de Jesucristo; este mundo en el que vivimos necesita de Jesucristo. Quiera o no. Porque los hombres solemos devolver, si nos hacen daño, otro daño. Cristo nos enseña una manera de vivir y de convivir. Nos regala no violencia sobre la violencia, nos regala que entreguemos el amor. De los dos malhechores que estaban al lado de Jesús, en la cruz, qué bien lo entendió aquel que, cuando escuchó al otro decirle al Señor: «¿pero tú no eres el Mesías?, sálvate a ti mismo y salvamos a nosotros», le respondió: «no digas eso, teme a Dios, nosotros estamos aquí crucificados justamente, hemos hecho mal, pero este no ha hecho nada malo, ha dado su vida por amor». Por eso, aquel malhechor le dijo al Señor: «Jesús, acuérdate de mi cuando estés en tu reino».

Hermanos, vamos a decirle nosotros al Señor: Jesús, acuérdate de cada uno de nosotros; acuérdate; regálanos la experiencia de tu amor, de tu entrega; regálanos la manera de mirar que Tú tuviste a todos los hombres, regálanos la fuerza de tu amor para transformar este mundo: que sepamos convivir; regálanos la experiencia de tu vida. Tú no eres una idea, eres una persona que entra en nuestra vida y, cuando lo haces, logras arrancar de tal manera en nuestra existencia la fuerza de tu amor, que somos diferentes y vemos a los demás de una forma distinta. Acuérdate de nosotros.

Hermanos, vamos a recibir a Jesucristo. Se va a hacer presente aquí. Acojamos a nuestro Señor, dejemos que entre en nuestro corazón. Los que vais a comulgar, dejad que entre; los que no podáis hacerlo, mirad al Señor y decirle también que entre en vuestra vida. Él. Solo hay que darle permiso. Él nos deja libres.

Como veis, un regalo, un rostro, una misión. Una misión importante, quizá más que nunca en este momento: hacer la misión de Jesús. Pero hace falta ser humildes, como aquel malhechor: acuérdate de mí y dame tu corazón. Amén.

Arzobispado de Madrid

Sede central
Bailén, 8
Tel.: 91 454 64 00
info@archidiocesis.madrid

Catedral

Bailén, 10
Tel.: 91 542 22 00
informacion@catedraldelaalmudena.es
catedraldelaalmudena.es

 

Medios

Medios de Comunicación Social

 La Pasa, 5, bajo dcha.

Tel.: 91 364 40 50

infomadrid@archimadrid.es

 

Informática

Departamento de Internet

C/ Bailén 8
webmaster@archimadrid.org

Servicio Informático
Recursos parroquiales

SEPA
Utilidad para norma SEPA

 

Search