Homilías

Jueves, 07 abril 2016 15:17

Homilía del arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, en la Misa funeral por las víctimas de los atentados de Bruselas (4-04-2016)

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Ilustrísimo señor Deán, vicario general y vicarios episcopales, excelentísimo cabildo catedral, queridos hermanos sacerdotes, queridos diáconos.

Excelentísima señora presidenta de nuestra Asamblea de Madrid, representantes del gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid, representantes del Ayuntamiento de Madrid.

Excelentísimo señor Embajador de Bélgica. Representantes de otros países, y miembros del cuerpo diplomático. Queridos hermanos y hermanas.

Nos lo acaba de decir el Salmo que hemos recitado juntos: «Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad». Esa fue la expresión de la Santísima Virgen María cuando Dios le pidió si prestaba la vida para dar rostro a Dios mismo, que quería venir a esta tierra para decirnos quién es Dios y quién es el hombre.

Hoy, cuando recordamos a quienes fallecieron, a las víctimas del atentado terrorista en Bruselas, también recordamos y se nos pone de manifiesto la necesidad de este rostro y de esta manera de ser y de vivir que trae la paz, la solidaridad, el servicio de unos a otros, la entrega mutua, el valorar a otro como más importante que uno mismo, que nos da a conocer precisamente aquel que en la anunciación, en el momento que la Santísima Virgen dijo «Aquí estoy, hágase en mí según tu palabra», se hizo presente en esta tierra y en este mundo.

Hace un instante escuchábamos en la primera lectura del profeta Isaías: «no canséis a los hombres ni a Dios». El terrorismo ciertamente cansa: destruye a los hombres, y cansa y destruye la voluntad de Dios. Es verdad que sus causas son numerosas y complejas, además de las ideológicas y políticas unidas a aberrantes concepciones religiosas. El terrorismo, todos experimentamos y sabemos que no duda en atacar a personas inermes, sin ninguna distinción, o en imponer chantajes inhumanos, provocando el pánico en todo el mundo, para obligar a veces a los responsables políticos a favorecer los planes que los mismos terroristas tienen.

Como veis, queridos hermanos y hermanas, después de proclamar esta palabra en la que esta mujer excepcional y única, que es la Santísima Virgen María, prestó la vida para dar rostro no al terror sino a la vida, qué bien podemos decir que ninguna circunstancia puede justificar una actividad criminal que llena de infamia a quienes la realizan, y que es mucho más deplorable aún cuando tiene su apoyo en una religión porque rebaja así la pura verdad de Dios a la medida de la propia ceguera y de la perversión moral.

El profeta nos decía hace un instante: «No canséis a los hombres ni a Dios». Atentar contra la vida es cansar a los hombres, destruir la vida es cansar a Dios que es dueño y dador de la vida, siempre.

Por otra parte, nos decía la Carta a los Hebreos, esa segunda lectura que hemos escuchado, que nosotros vivamos diciendo lo mismo que dijo la Santísima Virgen María y el mismo Dios que se hizo hombre: «Aquí estoy para hacer la voluntad de Dios». Tú no quieres sacrificios, tú no quieres ofrendas fáciles, quieres la verdad de la paz, que sigue siendo o poniéndose en peligro y negada de manera dramática por el terrorismo que, con amenazas y acciones criminales, es capaz de tener al mundo, como nos ha tenido a nosotros, en estado de ansiedad y de inseguridad.

Qué bien viene recordar aquellas palabras de san Juan Pablo II cuando decía que quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro. Desde esta perspectiva se puede odiar y destruir todo. Por eso, continuaba diciendo, pretender imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad significa violar la dignidad del ser humano, y en definitiva ultrajar a Dios del cual el ser humano es su imagen.

Por eso, queridos hermanos, qué bien nos viene escuchar lo que hace un instante nos decía la Carta a los Hebreos: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Esto es lo que Dios mismo, viniendo a este mundo, nos ha dicho: si hacemos la voluntad de Dios.

Y hacemos la voluntad de Dios cuando entregamos vida, cuando entregamos solidaridad, cuando construimos la fraternidad, cuando tenemos capacidad para respetarnos los unos a los otros, cuando tenemos la altura de miras y el corazón tan grande que es capaz de acoger a todos los hombres. Por eso, con la anunciación se nos dice que tenemos un modo nuevo de estar en el mundo y de vivir juntos los hombres. Y esto es lo que hoy recordamos, al hacer memoria de quienes han fallecido en el atentado de Bruselas, y también de sus familiares que siguen viviendo y siguen experimentando el dolor inmenso que supone un modo de vivir viejo, caduco, trasnochado... Qué bien nos viene a todos, para volver a tener esperanza, el escuchar de parte del Señor que un modo nuevo está en el mundo, un modo de vivir juntos los hombres.

Pero, para ello, son necesarias tres cosas: la primera, dejarnos sorprender por Dios. Esto es lo que le sucedió a la Santísima Virgen María, tal y como se ha escuchado en el Evangelio que hemos proclamado. Ella recibe la visita de Dios a través de un ángel, que le pide la vida, que preste su vida para presentar la vida verdadera en medio de este mundo. Y Ella no dudó: prestó la vida. Ante la duda preguntó cómo será esto, y ante la pregunta Dios le contestó que la vida, que viene de Dios, es Dios mismo el que se la va a dar.

Queridos hermanos: sorpresa. Sorprenderse en la vida por Dios es esencial. Dejarse sorprender por un Dios que es capaz de darlo todo, hasta su propia vida, de rebajarse a hacerse uno como nosotros, de hacerse esclavo para hacernos libres a los hombres, es una sorpresa; pero es la única manera de eliminar el terror y de capacitarnos a los hombres para vivir como hermanos.

En segundo lugar, hay una llamada también. Este modo nuevo de estar en el mundo y de vivir juntos implica que nos dejemos sorprender por Dios. Y también que nos dejemos llamar por Dios. A la Santísima Virgen María la llama Dios, y le pide que si presta la vida para dar rostro a Dios.

Queridos hermanos. Mirad: yo diría que en la base de los trágicos, difíciles momentos que vive la humanidad, cuando hay un atentado terrorista del tipo que fuere, en el fondo está la tergiversación que se hace de lo que es la plena verdad de Dios. Por una parte, el nihilismo que niega la existencia de Dios y su presencia providente en la historia, trae siempre tragedias a los hombres, porque el ser humano necesita saber cómo vivir y comportarse junto a los demás. Pero también el fundamentalismo fanático desfigura el rostro benevolente y misericordioso de Dios, sustituyéndolo con ídolos que hacemos a nuestra propia imagen y que nada tienen que ver con Dios.

Por eso, no podemos instrumentalizar la verdad de Dios, que nos dice la verdad del hombre y la verdad de sí mismo. Todos tenemos una llamada, como la tuvo la Virgen, para prestar la vida y dar rostro a Dios, que es rostro de vida, de fraternidad, de verdad, de compromiso, de no desentendernos de los demás.

Por lo tanto, queridos hermanos, un modo nuevo de estar en el mundo y de vivir juntos se nos manifiesta en la memoria que hoy hacemos de aquellos que murieron en Bruselas, y por quienes oramos. Que lo vivamos siempre, sorprendidos y amados por Dios, para dar ese rostro que solamente junto a Jesucristo, que se va a hacer presente realmente aquí, en el misterio de la Eucaristía, podemos encontrar: nuestro propio rostro.

Sí, hay que combatir el terrorismo. Pero hay que combatirlo con determinación y eficacia. Si el mal es un misterio que tiende a extenderse, la solidaridad de los hombres en el bien, la solidaridad de los hombres en mostrar el rostro de Dios, es un misterio que tiende a difundirse aún más que el mal. Apostemos por el bien. El bien se hace presente: es Dios mismo. Os invito a acogerlo en vuestro corazón, y a que ante Jesucristo y junto a Jesucristo pongamos a todos los que fallecieron por este atentado terrorista en Bruselas. Amén

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