Homilías

Miércoles, 18 mayo 2016 14:14

Homilía del arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, en la Misa funeral por las víctimas del terremoto de Ecuador (17-05-2016)

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Excmo. Sr. nuncio de Su Santidad en España,

Excmo. Sr. arzobispo castrense,

Queridos hermanos sacerdotes,

Diáconos,

Majestades,

Excmo. Sr. presidente del Gobierno de la Nación,

Excmo. Sr. embajador del Ecuador,

Hermanos todos en Jesucristo; es el título que nos reúne esta tarde aquí, en la Catedral de la Almudena, a causa del terremoto que nos asume de inmenso dolor.

Acabamos de escuchar que el Señor es nuestro pastor, que junto a Él nada nos falta. Él repara nuestras fuerzas, nos guía aunque caminemos por caminos oscuros. Él va con nosotros, nos decía el salmo 22, su bondad y su misericordia nos acompañan. ¿Cómo entender estas palabras del salmo 22, cuando tantas personas de nuestro país hermano del Ecuador han visto la vivencia del mal, en un terremoto y la muerte de seres queridos, en la destrucción de sus casas, en la pérdida de tantos esfuerzos?

Existe un límite contra el cual se estrella la fuerza del mal. El límite del poder del mal, la fuerza que en última instancia lo vence y da luz a toda situación en que aparece el mal, es el sufrimiento de Dios, el sufrimiento del Hijo de Dios en la cruz. Es el sufrimiento que destruye, consume el mal con el fuego del amor. Aun así, el Señor no nos pide gritar como lo hizo Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Los discípulos de Jesucristo seguimos diciendo a los hombres que el mal nunca tiene la última palabra. Cuando uno visita Tierra Santa y ora ante el sepulcro vacío del Señor, allí uno se hace eco del testimonio del apóstol san Pedro, cuando proclamó que Cristo, resucitando a una vida nueva, nos enseñó que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el futuro de la humanidad están en manos de un Dios providente y fiel. En todo tiempo y lugar, la iglesia de Jesucristo está llamada a proclamar este mensaje de esperanza y a confirmar la verdad del mismo con su testimonio concreto de amor y de caridad.

Lo acabamos de escuchar, hermanos, en la primera lectura del apóstol Pablo a los Romanos: «Por el bautismo hemos sido incorporados a Cristo, por el bautismo fuimos sepultados por Él en la muerte, para que así Cristo fuera resucitado entre los muertos; por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva». La Palabra de Dios que hemos proclamado me invita a hablaros esta tarde, ante acontecimientos que hemos vivido, de tres realidades.

Pensemos por un instante en la muerte. Lloremos también la muerte y tengamos palabras para decir la muerte. Sí, hermanos, pensemos en un instante en la muerte. Es necesario hacerlo. Una antigua leyenda judía, tomada de un libro apócrifo, La vida de Adán y Eva, cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte, mandó a su hijo Sed, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el aceite de la misericordia para ungirle y sanar. Después de tantas oraciones y llantos de los dos en busca del árbol de la vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol de la misericordia y que Adán tendría que morir. En esta leyenda se puede ver toda la fricción del hombre ante el destino del dolor y la muerte que se nos impone.

Hoy los hombres están buscando también una sustancia curativa, y también nosotros ante este acontecimiento que han vivido nuestros hermanos del Ecuador. Contra la muerte deberíamos, más bien, transformar nuestra vida desde dentro, crear en nosotros una vida nueva, capaz de eternidad, y transformarlo de tal manera que no se acabara con la muerte sino que comenzara en plenitud solo con ella. Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, queridos hermanos y hermanas, es lo que acabamos de escuchar en la Primera Lectura que hemos proclamado. Esta medicina se nos da en el Bautismo, es curativa en la raíz, morimos con Cristo para resucitar con Él.

Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, que solo sale plenamente a la luz. Hoy, sepamos nosotros llorar ciertamente la muerte, pero sepamos también descubrir el gran significado que tiene este dolor y este lloro.

Os habéis dado cuenta de que el Señor, a través del apóstol, nos decía que incorporados a la vida de Cristo, tenemos también nosotros la salvación. Qué palabras más bellas son las de Marta en el Evangelio: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Marta llora, llora la separación de su hermano. Es normal. Marta descubre el dolor que supone la muerte.

San Juan Pablo II, al final del libro Memoria e identidad, en la mirada retrospectiva sobre aquel atentado que tuvo el 13 de mayo de 1981, y basándose en la experiencia de su camino con Dios y con el mundo, nos dice que el límite del poder del mal, la fuerza que en última instancia lo vence, es el sufrimiento de Dios en la cruz. El sufrimiento de Dios crucificado no es solo una forma de dolor entre otros; Cristo padeciendo por todos nosotros ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, lo ha introducido en otro orden: en el orden del amor.

La Pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro. Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor. Todo sufrimiento humano, todo dolor, encierra en sí una promesa de liberación. El mal existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de nosotros mismos a los que se ven, incluso, afectados por el sufrimiento a lo que nos está invitando el Señor también en esta oración y en esta memoria que hacemos por los difuntos de Ecuador, fallecidos en el terremoto.

Queridos hermanos: junto al lloro de la muerte, también hay que saber tener palabras para decir la muerte. Lo habéis escuchado en ese diálogo maravilloso que tiene el Señor con Marta cuando Jesús le dice: «Tu hermano resucitará». Marta, enseguida, recurre a la tradición que ella tenía: «Yo sé que sí lo hará en el último día». Pero Jesús le responde: «Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?».Esta es la pregunta que esta noche el Señor nos hace a nosotros también.

La muerte hay que saberla decir. Los seres humanos no tenemos palabras para decir la muerte. Si acaso, podemos decirle a quien la está pareciendo este sufrimiento: te acompaño. Pero nada más. No damos solución, y sí la da Jesucristo cuando le dice a Marta, como nos ha dicho nosotros, «yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá...». Con la fe en la existencia de este poder del Señor, ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Se trata precisamente de esperanza y no de cumplimiento. Esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien, aun cuando parece que no hay esperanza. Y conscientes, además, de que viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, pero sin embargo el poder de Dios aparece como una transparencia excepcional.

El Dios en quien creemos se compadece de los hombres. San Bernardo de Claraval acuñó aquella maravillosa expresión: Dios no puede padecer pero puede comparecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder compadecer; Él mismo, con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer. De ahí se difunde en cada sufrimiento el consuelo del amor, participado de Dios, y así aparece la estrella de la esperanza en Cristo, que se va a hacer presente realmente aquí, en el altar, dentro de un momento, en el misterio de la Eucaristía.

Y como nos decía el Señor en el Evangelio, la misma pregunta que le hace a Marta nos hace esta noche a todos nosotros: ¿Creéis esto? Ante Jesucristo, que podamos decir: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, no hay más palabras que las tuyas, tú eres el hijo de Dios, tú eres el que ha venido al mundo para darnos una palabra para algo que, por nuestras propias palabras, no podemos solucionar ni dar sentido».

Gracias, Señor, por reunirnos esta noche y orar por quienes han fallecido en el terremoto del Ecuador. Descansen en paz. Amén.

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