Homilías

Lunes, 20 abril 2020 16:04

Homilía del cardenal Osoro en el Domingo de la Divina Misericordia (19-04-2020)

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Queridos hermanos obispos auxiliares de Madrid: don Jesús, don José y don Santos. Queridos hermanos sacerdotes. Querido diácono. Querida hermana que estás traduciendo en lenguaje de signos para todos los que entienden y comprenden la Palabra del Señor desde este lenguaje: gracias por tu presencia y por tu entrega.

Yo quiero una vez más dar las gracias  a Telemadrid por este esfuerzo que están haciendo por llevar una buena noticia a Madrid. Una buena noticia para todos los hombres, para los que creen y para los que no creen. Es una buena noticia, queridos hermanos, esta que el Señor nos ha dado en su Palabra para todos. Una noticia que se traduce con tres palabras: proyecto, realidad y encuentro. Tres palabras sintetizan lo que el Señor hoy nos quiere regalar a todos los hombres. Y por eso nosotros también le damos gracias, porque es bueno. Le damos gracias en este día de la Divina Misericordia, porque su misericordia alcanza a todos los hombres.

Hermanos, todos los que estáis siguiendo esta celebración, los que queréis y los que quizás os habéis acercado por curiosidad, Dios, el Dios en quien creemos, os quiere. A todos. Y sin condiciones. Por eso, el Señor se convierte en fuerza y energía. Se convierte en salvación para todos los hombres. El Señor es la piedra angular, en el que se puede sostener todo el edifico de esta humanidad. Este es el día del Señor. Este. Por eso nuestra alegría y nuestro gozo. Gozosos, porque tenemos no cualquier proyecto. En primer lugar esta palabra: un proyecto. Nos ofrece un proyecto. Qué maravilla. Y no es un cuento para hombres que estamos fuera de la realidad. No. Esta realidad que nos ha diseñado el libro de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura que hemos escuchado, se ha vivido, y se sigue viviendo, queridos hermanos. Sigue habiendo hombres y mujeres que perseveran en la enseñanza de los apóstoles. Sigue habiendo hombres y mujeres que viven la comunión. La comunión con Cristo. Y precisamente porque es con Cristo, la viven con todos los hombres. Siguen creyendo lo que nosotros creemos cuando nos acercamos al altar del Señor: que la fracción del pan, la comunión con Jesucristo, el darnos como el Señor, el partirnos para los demás como el Señor, el hacerlo con su propia fuerza y con su propio amor, es lo que salva este mundo. Y es lo que hace posible que esta tierra sea diferente. Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles. En la comunión. En la fracción del pan. Y en el diálogo con Dios: en la oración.

Queridos hermanos: cuántos prodigios y signos se siguen realizando hoy en esta tierra precisamente porque se desea vivir lo que aquella primera comunidad cristiana, en el comienzo mismo, vivió. Los creyentes, unidos. Los creyentes, poniendo en común. Como habéis hecho en esa catequesis sencilla que yo os pedía a las familias que hiciesen vuestros hijos: que os reunieseis, y que pensaseis un poco, y después de que pase esta pandemia, cómo podemos ayudar nosotros a gente que se va a quedar sin trabajo, que no va a tener dinero para pagar el piso; a gente que está sola, que está enferma; a gente que no tiene lo mínimo necesario para subsistir. Os decía: pensadlo. Y haced un proyecto de cómo vosotros como iglesia doméstica, como familia, como esa familia que vive en la comunión, que vive de la fracción del pan, que vive del diálogo con Dios, que vive en comunión con los apóstoles..., cómo podemos ayudar. Los creyentes vivían unidos. Ponían en común las cosas, y repartían según la necesidad de cada uno. Este no es un sueño, queridos hermanos. Esta es una realidad que sigue manifestando y viviendo la Iglesia en todas las partes de la tierra. Esta es la solidaridad de la Resurrección de la que os estoy hablando durante estos días de Pascua. Esta. Que da vida. Siempre da vida.

Tenían un solo corazón. Queridos hermanos: no un corazón egoísta, no un corazón que vive para sí. Es el corazón de Cristo. El que tiene hoy Cristo con todos vosotros en esta fiesta de la Divina Misericordia; que os quiere, que os ama, que, estéis como estéis, quiere acercarse a vuestra vida. Que aunque a lo mejor le habéis dicho alguna vez «no quiero saber nada contigo», Él quiere saber contigo. Y hoy se acerca. Abre tu corazón. Ábrelo. Saldrás de otra manera distinta. Un proyecto.

En segundo lugar, te revela o nos revela una realidad. Hemos sido regenerados, nos ha dicho el apóstol Pedro en la segunda lectura. Sí. Hemos sido regenerados. Bendito sea Dios, que por su gran misericordia nos ha regenerado. Y ahora sí que entendéis aquello que dice el Señor en el capítulo 25 de san Mateo, cuando nos habla de la misericordia, del amor misericordioso de Él: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y en la cárcel y me visitasteis, no tenía lugar para vivir y me hospedasteis». Bendito sea Dios, que nos ha dado su misericordia mediante su Resurrección. Estamos protegidos por la fuerza de Dios, queridos hermanos. Abríos a esta fuerza. Esta es una realidad. Alegraos, aunque sea preciso padecer un poco. Lo estáis haciendo en este tiempo de pandemia. Y muchos, con mucha intensidad, porque habéis perdido: familia, seres queridos. Porque algunos los tenéis todavía enfermos. Pero alegraos. Alegraos, porque el Señor no nos abandona. Nunca. Nunca. Ni siquiera a esos que habéis despedido, o no habéis podido despedir. Sabéis que el Señor los tiene en sus brazos. Nada se pierde. Nada. Ninguno de nosotros se pierde. Mostrad la autenticidad de vuestra fe. Mostradla. Habéis sido regenerados. No tenéis cualquier vida. Tenéis la vida misma de Jesucristo. Dad esa vida. Solidaridad de la Resurrección. Es lo que necesitamos precisamente para mantener viva la esperanza y para hacer posible que lo que vayamos a vivir dentro de poco tiempo, en las dificultades que sean, juntos lo vivamos y lo transformemos. Amad a Cristo y contempladle. Creed en Cristo. Acogedlo en vuestro corazón. Y, eso que acogéis, dadlo. Entregadlo.

Un proyecto, una realidad y un encuentro. El Señor nos ha regalado un encuentro. Los habéis visto en el Evangelio que hemos proclamado. Al anochecer. Y hoy estamos en el anochecer. También. Y a veces en la oscuridad. Estamos. Pero el Señor, como en aquel momento, se hizo presente en aquella casa donde estaban los discípulos que tenían cerradas las puertas por miedo. Queridos hermanos, lo primero que se pone de relieve en el Evangelio son las puertas cerradas. Por miedo. Las puertas atrancadas. Estaban traumatizados por la muerte de Jesús. Todos. Y sin embargo, Jesús resucitado atraviesa esas puertas. Hoy entra en tu vida. En tu corazón. Sí. En tu vida, porque deseas que entre. En tu vida, porque quizá lo has abandonado en algún tiempo. No te fiabas. Pero Jesús entra. Entra en tu vida. No tengas miedo. El miedo de los discípulos no detiene al Señor. Él atraviesa las puertas cerradas. Quizá tus miedos, tus sospechas. No importa. Él te ama. Te quiere. Con su misericordia entrañable.

Con frecuencia, hermanos, nosotros tenemos también las puertas cerradas. ¿Cómo quitar cerrojos? ¿Cómo abrir mi puerta al Señor? Podemos imaginarnos que hoy entra en nuestra casa y abre todo lo que está cerrado. Dejadle entrar en vuestra casa. Dejadle entrar en vuestro corazón. Ciertamente, es el miedo el que nos cierra a la vida. Sí. El miedo paraliza. El miedo impide amar la verdad. En el fondo, muchas de nuestras dificultades personales y relacionales tienen que ver con el miedo. Hay muchos miedos: en nosotros, en nuestra sociedad. A veces incluso los cristianos también tenemos miedos. ¿Por qué permanezco con las puertas cerradas por miedo? ¿Cuál es esa puerta que el Resucitado espera que yo le abra? Qué preciosa es la afirmación que ha hecho el Evangelio: entró Jesús y se puso en medio. En la noche, con tu fe tambaleante, te libera del miedo y de la angustia. Y Jesús, en medio, nos dice hoy a cada uno de nosotros: «Pero, ¿por qué tienes miedo? ¿Por qué?». Queridos hermanos: la Iglesia, vosotros, si ponemos en el centro de nuestra vida a Jesús, si le dejamos ponerse en el centro, que es donde quiere estar Él, se quitan los miedos; se quitan las paralizaciones; se abren las puertas. Yo no puedo tener cerradas las puertas a nadie. Al contrario. Y Jesús además me dice, como les dijo entonces: «Paz a vosotros». «Dejad de dar vueltas a vuestras frustraciones, dejad el negativismo. Paz». Que en el fondo es decirte: «Te quiero. Te amo. Cuento contigo. Déjame entrar. Abre las puertas. A todos los hombres. Paz a vosotros».

Insiste, queridos hermanos. Insiste en esa paz. Y además les enseña las manos y el costado. Las manos de Jesús son las manos que dan seguridad. Representan su actividad liberadora: ha levantado a paralíticos, ha dado vista a los ciegos, ha liberado de la enfermedad a los leprosos, ha dado vida a los muertos. Las manos de Jesús te tocan a ti también. Y te liberan. Y te enseña el costado, que es símbolo del amor sin límites. Es el amor con que Jesús nos ha amado. Y nos sigue amando. Con su misericordia. Es un amor misericordioso. No se acerca ni a ti ni a mí por lo que valgamos. Se acerca, queridos hermanos, porque es un Dios que cuenta también incluso con nuestras miserias, y nos libera de nuestras miserias, llenándonos de su misericordia y de su amor. Y además nos llena de alegría, como habéis escuchado. El encuentro con el Resucitado es una experiencia de alegría. Quién sino el Resucitado puede llenar de alegría el corazón. Y la alegría no es la alegría del triunfo de la vida. Es la alegría de sentirme querido por Dios. De sentir el cariño de un Dios que me libera, que me sana, que me hace comprometerme con los demás, que me envía: «como el Padre me envió, así os he enviado yo; recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados».

El camino de Jesús es un camino que se vuelve en gracia, en perdón, en liberación. No sé cómo poderos decir esto, hermanos, a los que estáis escuchando y siguiendo esta celebración: abrid vuestra vida. Abridla. dejad entrar a Jesús. Es camino de libertad. Es camino de liberación. Es camino creador de perdón, para ti y para que lo regales a los demás. Por eso Jesús, si os dais cuenta, con Tomás utiliza una terapia que es la que quiere utilizar también con nosotros. Tomás no había estado cuando se había aparecido a los discípulos. Y era un hombre que estaba frustrado, se había apartado de la comunidad, había puesto en marcha un mecanismo de huida y de evasión. Por eso dijo: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no creo». Posiblemente tiene una fe puramente racionalista, y por eso no puede creer. No es la fe del corazón. Abrid el corazón, queridos hermanos. Por eso Jesús, con él, tiene una terapia de choque. Le dice: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano, y métela en mi costado. Y nos seas incrédulo, sino creyente».

Yo os diría, queridos hermanos: ved la Iglesia, en África, en Asia, en América, en Oceanía, en los lugares más pobres, donde están las miserias más grandes, donde están apostando por dar vida y liquidar la muerte, donde la solidaridad de la Resurrección se está manifestando. Pero vedla también, y la tenemos que ver, en esta vieja Europa. Que ha creído que retirando a veces la solidaridad de la Resurrección y cogiendo su propia fuerza sale adelante. No sale adelante. No. «Trae tu dedo. Aquí tienes mis manos. No seas incrédulo. Sé creyente». Nosotros a veces somos como Tomás. Pero queridos hermanos, en esta terapia de choque, Tomás superó las dudas. Todas su actitudes pragmáticas y racionalistas quedaron superadas, y cae de rodillas: «Señor mío y Dios mío». Yo, hermanos, os invito a que cuando realice la consagración, aunque estéis en vuestras casas, digáis también -si no podéis hacerlo de rodillas, sentados como estáis-: «Señor mío y Dios mío». Y Jesús te dirá: «Bienaventurado». Bienaventurado porque has creído. Pero verás cosas mucho mayores. Señor mío y Dios mío.

Queridos hermanos: una maravilla el Señor con nosotros. Un proyecto, la Iglesia de Jesús caminando unida, caminando en comunión y realizando las maravillas de Cristo. Una realidad. Una realidad: hemos sido regenerados por el Señor. Y también un encuentro. Hagamos este encuentro, y digámosle a Jesús: «Señor mío y Dios mío». Amén.

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