Homilías

Miércoles, 28 octubre 2020 14:38

Homilía del cardenal Osoro en el X aniversario de la reapertura de la capilla del Obispo (24-10-2020)

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Queridos hermanos sacerdotes. Queridas Hermanitas. Hermanos y hermanas.

Hemos dicho al Señor hace un instante: «Guarda, Señor, mi alma y mi vida junto a ti». Y hemos reconocido que para que el Señor pueda guardar nuestra vida es necesario que nuestro corazón no sea ambicioso; que no pretendamos grandezas, sino que acojamos la grandeza de Dios, que es la que nos supera sobre todas las cosas. Y por eso, al reunirnos a celebrar la Eucaristía, en esta memoria que hacemos de los diez años de vuestra presencia aquí, en Madrid, es bueno que nos situemos como nos decía el Evangelio: como niños en brazos de nuestra madre. Y nuestra madre, tal y como hemos escuchado, es la Iglesia de Jesucristo. Es la Iglesia que nos ha acogido; es la Iglesia que nos ha dado lo mejor que tenemos, la vida de nuestro Señor, en medio de las imperfecciones de las que somos llevaderos todos los que formamos parte de ella, porque el Señor ha querido elegir no a perfectos, sino a hombres y mujeres que somos pecadores, pero que queremos ponernos en manos del Señor, y que queremos dejarnos abrazar por su amor y por el amor de su Santísima Madre.

Yo quisiera hacer llegar a vuestro corazón la Palabra que acabamos de proclamar en este día, en esta Eucaristía de acción de gracias por la presencia de las Hermanitas aquí durante diez años. Presencia fiel. Y presencia agradable para todos los hombres, porque todos deseamos que nos muestren el amor de Dios, y cuando esto se manifiesta con los que más necesitan, con los más pobres, nos hace a todos de alguna manera doblegar nuestro corazón ante la presencia de un Dios que es capaz de mover corazones de hombres, en concreto de estas mujeres, dedicar la vida a anunciar a nuestro Señor, cuidando a los más pobres, y estando con los más pobres, y acercándonos a nosotros a los más pobres.

Tres palabras podrían constituir la síntesis de la Palabra de Dios que acabamos de proclamar: celebrar, invitar y protagonizar. Sí.

Hemos escuchado la primera lectura del profeta Isaías. Se nos invita, a través del profeta, a celebrar y gozar de nuestra pertenencia a la Iglesia de Jesucristo. Es verdad que el profeta habla de la antigua Jerusalén: «festejad a Jerusalén». Pero el profeta prevé ya la existencia de la nueva Jerusalén, que es la Iglesia de Jesucristo, a la que todos nosotros pertenecemos y que está extendida por todas las partes de la tierra. Miembros vivos de la Iglesia hay en todas las partes de la tierra. Gozad con ella. Gocemos esta noche con esta Iglesia de la que son parte por supuesto las Hermanitas del Cordero, y que nos han manifestado ese gozo precisamente cuando la Iglesia se acerca a los que más necesitan. Gozad. Todos los que amáis a la Iglesia. Alegraos de esta alegría que hoy siente también la Iglesia, y en concreto la Iglesia que camina en Madrid, de tener entre nosotros a las Hermanitas del Cordero que de alguna manera, no diciendo muchas palabras, sino con su vida, nos están queriendo acercar a aquellos que más necesitan y nos han querido acercar también a esta Iglesia gozosa, para alimentarnos y para saciarnos de los consuelos que la Iglesia nos da.

Nos da su Palabra, nos ha dado la vida de Cristo, nos ha dado todo lo mejor que tenemos en nuestra existencia y en nuestra vida, y sobre todo nos da un camino: el camino de situarnos junto a los demás, no como ajenos a nuestra vida, sino como prójimos de verdad, en la misma línea en que el Señor, a través de esa página preciosa de la parábola del buen samaritano, nos dice. Se trata fundamentalmente de ir por los caminos de este mundo y de no pasar de largo ante quien más necesita, sino saber bajarnos de nuestra cabalgadura, de nuestras posiciones personales, de los intereses que quizá tengamos cada uno de nosotros, y acercarnos hacia quien está tirado, olvidado, apaleado, por quien nadie tiene interés. Acercarse supone, como os decía, bajar de la cabalgadura y situarnos al mismo nivel del que está tirado. Y curarlo, y vendarlo, y alegrarlo con nuestro amor y con nuestro cariño; y prestarle también nuestra cabalgadura para poderlo llevar a buen recaudo, donde pueda ser cuidado y sanado, como hizo el buen samaritano. Esto es la Iglesia de Cristo. Alegraos de su alegría, que nos enseña esto. Otra cosa distinta es lo que nosotros hagamos. Pero ciertamente quiere que nos alimentemos y nos saciemos de esta dirección que Jesucristo nuestro Señor ha marcado a la Iglesia siempre. Solo así entrará en nuestra vida y en la vida de este mundo, como nos decía el profeta Isaías, un río de paz. Un río y un torrente en crecida. Solo así aparecerán riquezas en las naciones, en el mundo. Solo así. Cuando estemos dispuestos a situarnos, como nos dice el Señor: «Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán». Esto es lo que desea el Señor de nosotros: que como niños a quien su madre consuela, sintamos y experimentemos el consuelo que nos da el Señor.

En Jerusalén, en la nueva Jerusalén, en la Iglesia de Cristo que predica y anuncia el Evangelio, seremos consolados. En la Iglesia sentiremos la alegría. Y sentiremos también a veces la distancia en la que estamos, tal y como nos pide el Señor. Pero sin embargo, solo en la Iglesia, como nos dice el profeta, los huesos florecerán. Nuestros propios huesos. La falta de vida que tengamos en la Iglesia se alimenta de la vida, y florece. Celebrad, queridos hermanos, y gocemos de la pertenencia eclesial. Gracias, queridas Hermanitas, porque esta celebración de la pertenencia eclesial, vosotras, con vuestro carisma, nos lo hacéis vivir no desde las alturas, sino desde la cercanía a los que más necesitan, y desde la entrega absoluta a quienes menos tienen, para que tengan por lo menos el amor mismo de la Iglesia que se manifiesta a través de vuestra vida y de vuestras acciones. Celebremos, queridos hermanos todos, estos diez años de la presencia de la Iglesia. Las Hermanitas son la Iglesia. Son la Iglesia. Como nosotros también somos Iglesia. Y esta Iglesia es la que, ellas también, con su carisma, nos recuerdan y nos animan a vivir. Celebrar.

En segundo lugar, invitar. O invitad. Estamos invitados, como Jesús nos ha manifestado, a vivir en este mundo. Lo habéis escuchado en el Evangelio: «En aquel tiempo había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos también estaban invitados a esa boda». Hoy en el mundo hay muchos acontecimientos, hay muchas celebraciones, hay muchos encuentros, hay muchas realidades que incluso en el día de hoy se han celebrado y se han manifestado. Y Jesús quiere asistir a esas celebraciones. Porque, queridos hermanos, quizá lo que más falta es el vino, es la vida, es la presencia misma de Dios, para poder celebrar la fiesta. Estamos invitados, todos nosotros, a vivir todos los acontecimientos que hay en esta tierra, pero a la manera de Jesús y de María. A la manera de María, esta mujer excepcional, la primera discípula del Señor, su Santísima Madre, que percibe y se da cuenta de lo que falta para poder celebrar la fiesta en este mundo: falta la presencia de Dios. Qué bien se dio cuenta de esto nuestra Santísima Madre, queridos hermanos. Ella, cuando Dios le pidió algo que parecía imposible, ser madre de Dios –es decir, Dios quería contar con ella para hacer presente a Dios en este mundo–, nos dice el Evangelio que esta mujer se turbó. «¿Cómo será esto?» «¿Cómo será esto?». «El Espíritu vendrá sobre ti. Y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra». Queridos hermanos: sencillamente, hoy estamos invitados a prestar la vida a Dios. A prestar la vida a Dios. Permitidme, queridas Hermanitas. ¿De dónde es usted, hermanita? «De Francia. Francia. España. Polonia. Francia. España». Prestar la vida. Donde estemos. Para anunciar a Jesucristo. Sintiéndonos identificados también nosotros, queridos hermanos, con nuestra Madre. Prestar la vida desde vuestro matrimonio, los que estáis casados; prestar la vida desde vuestra entrega a nuestro Señor, en las circunstancias que fueren. Porque no hay vino, y es necesario, para poder celebrar la fiesta, que haya personas, que al estilo de la Santísima Virgen María, a la manera de la Virgen, le digamos al Señor: «Cuenta conmigo, Señor. Quiero que no falte vino». Es lo que precisamente María percibe en las bodas que iban a celebrar en aquella fiesta. «No les queda vino», le dice a Jesús. «Mujer, déjame todavía, no ha llegado mi hora». Pero, sin embargo, la presencia de la Virgen, y la insistencia de la Virgen, hace posible que allí se convierta aquella fiesta triste y sin sentido en una fiesta alegre. «Haced lo que Él os diga».

Queridos hermanos: estamos celebrando nuestra pertenencia eclesial. Estamos celebrando una presencia viva en la Iglesia, como lo han hecho las Hermanitas, entregándose a anunciar a Cristo con los más pobres; en medio de nosotros; contando con nosotros también. Pero estamos invitados a entrar como Jesús a este mundo y en todas las circunstancias en las que viva este mundo. Como María, sintamos el gozo de prestar la vida a Dios, para que se haga presente en esta tierra. Y sintamos el gozo de sabernos y de sentir que Jesucristo nuestro Señor está cerca de nosotros.

Y, en tercer lugar, no solamente celebrar e intervenir, sino protagonizar. Sí. Dar protagonismo en nuestra vida a Jesucristo nuestro Señor. Démosle protagonismo. Esto es lo que hizo María: ella intervino, le pidió a su Hijo que interviniese, y creía en su Hijo. «Haced lo que Él os diga». Y unas tinajas, que pueden ser nuestras propias vidas queridos hermanos, llenas de agua, resulta que con la intervención de Jesús, cuando dejamos protagonizar en nuestra vida a Jesucristo, que intervenga en nuestra existencia, podemos celebrar la fiesta porque el agua se convierte en vino. Nuestra vida insulsa, a veces sin sentido, cuando dejamos que entre Jesucristo en ella, algo distintos sucede. «Sacad ahora, llevádselo al mayordomo». Hay veces que en nuestra vida no se puede sacar nada: está llena de agua, sin más. Cuando interviene Jesús y dejamos que entre el Señor en nuestra vida, ciertamente ahí se puede celebrar una fiesta diferente: la fiesta de la fraternidad, la fiesta donde el otro es lo que más me importa, la fiesta de revalidar la dignidad de cualquier ser humano en la situación que se encuentre; la fiesta de revalidar que todo ser humano es hijo de Dios y hermano mío, y que no me puedo desentender absolutamente de nadie.

Es verdad, queridos hermanos: invitados. «No les queda vino». Hoy, las situaciones que vive el mundo nos están diciendo que a veces no hay vino. Es necesario que llenemos las tinajas de agua. Somos... a lo mejor no tenemos mucho valor, pero cuando interviene Jesús somos diferentes. Dejemos que entre el Señor. Y esto no es un espiritualismo interno. No. No. Cuando Dios entra nos juntamos con los demás para ayudar también a celebrar la fiesta, porque solos no la podemos celebrar. Es verdad. Es una experiencia profunda la que el Señor nos hace tener esta tarde, aquí, a todos nosotros, celebrando la Eucaristía. Él se va a hacer presenta aquí no solamente en la Palabra que hemos proclamado, donde nos ha hablado y nos ha hablado al corazón, sino que se va a hacer realmente presente en un trozo de pan y en un poco de vino. Dejémosle entrar en nuestra vida. Y dejemos que Él haga posible que de nuestra existencia, que es pobre, cuando la llenamos de Cristo se convierte en una riqueza inmensa capaz de mover montañas, queridos hermanos. De mover todo. Porque ya no nos miramos a nosotros mismos, sino que miramos siempre para los demás, y especialmente a los que más necesitan.

Celebremos pertenencia eclesial. Celebremos que estamos invitados, que nos ha invitado el Señor. Pero sobre todo nos ha invitado a protagonizar en este mundo la vida misma de Jesucristo nuestro Señor, la actitud evidente y clara de su Santísima Madre, que presta la vida, como desea el Señor que hagamos nosotros, para hacerlo presente a Él.

Muchas gracias Hermanitas por estos diez años de vuestra presencia aquí, entre nosotros. Como lo hacéis en otras partes del mundo. Pero es una presencia que evidencia que algo distinto existe, y que algo diferente y Alguien diferente nos llama a vivir la vida mirando siempre a los demás y, especialmente, a los que más necesitan. Que el Señor os bendiga y que el Señor nos bendiga a todos, queridos hermanos, por esta fiesta que hoy celebramos, este décimo aniversario de la presencia de las Hermanitas entre nosotros aquí, en Madrid. Que así sea.

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