Homilías

Sábado, 24 febrero 2018 17:04

Homilía del cardenal Osoro en el XIII aniversario de la muerte de Luigi Giussani y el XXXVI del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación (22-02-2018)

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Querido Ignacio Carbajosa, responsable nacional de la Fraternidad; querido Avelino, vicario general; Alfonso, vicario episcopal; querido Pedro Pablo, párroco de esta comunidad; querido rector de nuestra Universidad de San Dámaso, Javier, y Eduardo, rector del Seminario Redemptoris Mater; queridos hermanos sacerdotes. Hermanos y hermanas todos.

El Señor nos permite poder celebrar el XIII aniversario del fallecimiento de don Giussani y también este 36 aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Las dos cosas no las debemos separar. Y debemos unirnos también, siempre, pero en especial en este momento de la vida de la Iglesia. Es verdad que el Señor siempre nos acompaña. Que el Señor es nuestro pastor. En este día en el que celebramos la cátedra de San Pedro, y en el que vivimos el recuerdo de don Giussani y el aniversario del reconocimiento de la Fraternidad, el Señor nos responde a esa pregunta que todos nosotros, en lo más profundo de nuestro corazón, más tarde o más temprano nos hacemos: para qué vale la pena vivir, para qué merece la pena estar en este mundo y vivir.

Quizá es bueno que contemplemos esa página del evangelio que acabamos de proclamar. Esa página en la que la afirmación de Cristo en su existencia por parte del apóstol Pedro es tan rotunda y tan fuerte. No solamente responde a lo que diga la gente, sino lo que él de verdad cree en su existencia. «Tú eres el Mesías». No dejemos que se apague esa voz que nos dice por dónde ir. Y esa voz, queridos hermanos, tiene un nombre y un rostro: no es una idea, es Jesucristo nuestro Señor. Por Él gastó la vida y vinculó su existencia y su acción pastoral don  Giussani. Y fruto de esta convicción absoluta de quien funda la Fraternidad os queréis mover vosotros también. No por una idea, sino por Jesucristo nuestro Señor. Nunca, nunca dejemos que se apague esta voz que precisamente es la única que nos dice hacia dónde nos tenemos que dirigir, por dónde tenemos que caminar. No dejemos que se apague este deseo. Para ello es esencial y fundamental estar junto a nuestro Señor Jesucristo.

Qué bien lo relata el salmo 22, que en este día y en esta fiesta de la cátedra de San Pedro recitamos y decimos: Él es nuestro pastor, nada nos falta, nos conduce, repara nuestras fuerzas, nos guía, nos orienta, nos da luz en cañadas oscuras, va siempre junto a nosotros. Él sosiega y da calidez a mi existencia. Y además no nos deja solos. Prepara una mesa para que nos reunamos en torno a ella, donde Él se hace realmente presente y donde nos manifiesta su bondad y su misericordia. Queridos hermanos: esto es lo que estamos viviendo ahora mismo. Y lo que, por gracia del Señor, y valiéndose de esta celebración del XIII aniversario del fallecimiento de don Giussani y el 36 aniversario del reconocimiento de Comunión y Liberación, hoy el Señor nos hace experimentar.

Yo quisiera acercar a vuestra existencia tres aspectos que me parece que son esenciales y que la palabra del Señor, de alguna manera, ha iluminado y nos hace ver a todos nosotros.

Hoy, en el recuerdo y en la memoria de un presbítero, de un sacerdote, descubramos también, queridos hermanos, nuestra misión y nuestra pasión. La misión y la pasión que ha de tener la Fraternidad, los miembros que componéis la Fraternidad de Comunión y Liberación.

Fijaos que el apóstol Pedro, en esta página sencilla de su primera carta, se siente presbítero. Y habiendo experimentado y sido testigo de los sufrimientos de Cristo, al mismo tiempo se siente partícipe de la gloria de Cristo que no la puede guardar para sí mismo. Exhorta a que esta gloria se comunique, se entregue. En lo que soy y en lo que somos cada uno de nosotros, con lo que somos: espiritual e intelectualmente, con nuestras características personales, con la educación que hemos recibido. Queridos hermanos, esta memoria de este presbítero que, al igual que Pedro, nos dice que es testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de su gloria, hoy también nos hace esta pregunta: ¿Cómo servís el Reino de Dios? ¿Cómo lo servís mejor? ¿Cómo lo manifestáis? ¿Cómo lo presentáis? ¿Cómo lo hacéis visible?

Queridos hermanos y hermanas: el apóstol es claro. Lo mismo que la vida de don Giussani es clara. Los sufrimientos de Cristo también se tienen que manifestar y estar en nuestra vida, pero es lo que nos hace partícipes de su gloria, es lo que nos hace estar y vivir con los hombres con generosidad, con entrega total y absoluta. Como nos decía hace un instante el apóstol Pedro cuando nos hablaba de cómo ha de ser un pastor, de cómo tiene que trabajar, con qué fuerzas, con qué ganas y con qué generosidad. No guardando nada para sí mismo, sino entregándolo todo. Estando y viviendo con generosidad, y convirtiéndose en modelo. Queridos hermanos: hoy, en el recuerdo de este presbítero, descubrimos también cómo ha de ser nuestra misión y dónde ha de estar nuestra pasión.

El Señor nos convoca a mantener vivo el fuego del carisma que recibió don Giussani. Y el Señor quiere que lo hagáis con sus mismos gestos. Con su amor. Sí. Con ese amor que, precisamente porque experimentamos que lo hemos recibido gratuitamente, lo entregamos también en gratuidad. Con gestos de amor hacia los demás, hacia los que tenemos alrededor, que son los que vencen y convencen. Y, como tuvo don Giussani, con un compromiso apasionado por la educación. ¡Qué manera más bella es la que él tuvo de buscar y encontrar siempre un camino, el ser humano, para alcanzar plenitud!
Y para eso no solamente no estorba Jesucristo, sino todo lo contrario: nos es necesario. Y para eso el Señor nos da esa capacidad para escuchar a los jóvenes. A todos. Como lo hizo don  Giussani. Y como lo hizo Pedro después de que se convierte totalmente. Porque al principio él quería hacer su grupito. Es Pablo quien le convence. Es el Señor, por supuesto, pero se sirve de Pablo para decirle que tiene que estar con todos: judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, creyentes o no, indiferentes, pero a la búsqueda de todos. Escuchar a los jóvenes, encontrar el camino de plenitud para el ser humano, que significa un compromiso apasionado por la educación.

Queridos hermanos: no lo olvidemos. No lo olvidemos nunca. Hagamos y seamos capaces de vivir en nuestra vida un discernimiento permanente. Un discernimiento constante en nuestra vida. Por eso, le damos al Señor gracias. Gracias Señor porque hoy nos haces recordar a un presbítero y descubrir también nuestra misión y nuestra pasión. Tú nos haces recordar a un presbítero situándonos en la misma perspectiva en que se situó Pedro apóstol, testigo de Cristo y testigo y partícipe de su gloria. Y regalando esta gloria con generosidad y con fuerza.

En segundo lugar, el Señor nos invita a responder a esa pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Porque, naturalmente, no se puede entrar en una perspectiva de acción y de presencia en medio del mundo sin responder a esta pregunta. Y este interrogante, queridos hermanos, solamente se puede contestar desde dos categorías que son esenciales para nosotros: desde la cercanía al Señor y desde el encuentro con Él.

No se trata de tener ideas o de hacer unos proyectos de no sé qué tipo. Cercanos a Cristo y encontrándonos con Él. De tal manera que en esa cercanía y en ese encuentro sea donde nosotros hagamos un discernimiento verdadero de nuestra existencia; un discernimiento que nos haga conocer por una parte los dones que tenemos, y que nos haga preguntarnos cómo podemos usar lo mejor que yo tengo al servicio del reino de Dios. Esta fue la pregunta que hacía don Giussani a los jóvenes, con su manera de estar junto a ellos, su manera de servirles, de proponerles a nuestro Señor. Y esto fue lo que entusiasmaba también la vida de tantos jóvenes que le siguieron. Porque ciertamente es bueno saber contestar a esta pregunta. ¿Quién decís que soy yo? Porque solo el entusiasmo y la vida vienen donde está la respuesta.

Queridos hermanos y hermanas: discernamos desde la cercanía y desde el encuentro con Jesucristo para ver lo que nos pide. Cómo cada uno de nosotros podemos servir mejor al reino de Dios. Sí, naturalmente: con realismo. Con realismo. Yo no puedo pensar unas ideas excepcionales para hacer una carrera extraordinaria si, por ejemplo, resulta que tengo una pierna mal. No puedo hacer esa carrera, pero sin embargo esto no me quita para que siga preguntándome cómo puedo servir mejor al reino de Dios, y que siga viendo las necesidades que tiene el mundo, la comunidad cristiana, esta historia concreta, para salir a servirles.

Respondamos a esta pregunta: «¿Quién decís que soy yo?». No quién dice la gente: quién decís vosotros que soy yo. Naturalmente, lo haremos desde una vocación concreta, desde un estado de vida, desde una profesión; pero es importante que nos encontremos con el Señor. Y este encuentro hay que hacerlo en la cercanía a Él. En la cercanía a Él. Solo en la cercanía lo encuentro, lo conozco, y entra en mi corazón y en mi vida.

En tercer lugar, queridos hermanos, no solamente hacemos -como os decía hace un instante- este recuerdo de don Giussani, de un presbítero que nos hace descubrir la misión y la pasión que tenemos que tener, que es Cristo mismo. Y no solamente nos ayuda a acercarnos a Él, a estar cercanos y a encontrarnos con Él, y discernir nuestra vida para ver qué es lo que nos pide el Señor en estos momentos de la historia, para servir mejor al reino de Dios. Sino que tengamos, esta noche, el gozo de experimentar la dicha en la misión. Sí: lo habéis escuchado en el evangelio. «Dichoso tú, Simón, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne, te lo ha revelado Dios». Dichosos. Felices, queridos hermanos. Felices porque conocéis a Jesucristo. Felices porque habéis recibido del Señor su palabra. Felices porque habéis recibido del Señor su gracia; porque habéis recibido del Señor su amor. Felices porque podéis comunicar este amor a los hombres y no guardarlo para vosotros mismos. Felices porque en esta historia concreta en la que estamos, donde tantos egoísmos abundan, nosotros quedamos desarmados ante el amor de un Dios que cuenta con nosotros para hacerse presente en medio de esta historia y de este mundo; y manifestar su amor, y regalar su gloria y la pasión que hemos de tener para que el ser humano llegue a la plenitud que tiene que tener. Por eso experimentamos esta noche la dicha en la misión. Y nos incorporamos a la misión junto a Pedro. Como nos decía el evangelio: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

He leído la carta a la que se refería hace un instante don Ignacio, después de la visita y del encuentro que tiene Julián con el Santo Padre. Qué carta más bella, y qué profunda es esa conversación que ha tenido con el sucesor de Pedro, que quiere que la Fraternidad acoja, siga, continúe, manifieste y se enamore -precisamente con pasión- de esta misión.

Yo creo, queridos hermanos y hermanas, que el Señor está siendo grande con nosotros. Nos incorpora a la misión junto a Pedro. A esa misión que es la de Cristo, que es regalar a los hombres el sentido que tiene que tener la vida, la existencia, la historia, y hacer un camino en el que hagamos presente al mismo Jesucristo, nuestro Señor. Pero esto requiere, queridos hermanos -como os decía hace un instante- que no olvidemos el origen que tenéis. No olvidéis esto. Mantened vivo el fuego del carisma. Mantenedlo y recordad al presbítero a través del cual el Señor quiso regalar a la Iglesia este carisma.
Requiere que nos encontremos con Cristo. Que sepamos responder: «¿Quién dices que soy yo?».

Permitidme que haga una referencia personal. Hoy hace 21 años que soy obispo. A esta hora me ordenaban de obispo en Orense, mi primera diócesis. Y el mismo evangelio que se proclamó allí es el que se ha leído en esta fiesta y en este día. Y es un evangelio que, -hoy lo decía en el tuit que pongo todos los días-, desde 1997 hasta hoy, sigue dejándome hacer esta pregunta: «Y tú, Carlos, ¿quién dices que soy yo?».

Nunca se responde lo suficiente. Siempre encuentras algo nuevo en Jesucristo. Siempre encuentras una llamada nueva en nuestro Señor. Siempre. Siempre encuentras incluso algún aspecto que has olvidado, que te has pasado. Por eso, experimentemos la dicha de la misión junto a Jesucristo, que se va a hacer presente aquí, en este altar, dentro de unos momentos. Que el Señor os bendiga y os guarde.
Yo especialmente quiero dirigirme a vosotros, los jóvenes. A todos. No es que os olvide a los más mayores: todos somos jóvenes, pero hay más jóvenes por edad. No os olvidéis de que este es un momento de la historia apasionante para dejarnos preguntar por nuestro Señor: «¿quién decís que soy yo?» Es un momento apasionante para acercar el rostro de Cristo a todos, pero especialmente a los jóvenes. Y a todos. No tengamos miedo. A los que dicen que no creen, a los que están en la indiferencia, a los que pasan de todo pero que en el fondo no pasan de nada…

Urge que os hagáis con esta pasión de anunciar a nuestro Señor en los lugares donde estáis, llevando el amor mismo del Señor, lo que Él os regala. Llevadlo. Dadlo. Lo que Él nos ha dado, démoslo. No lo guardemos. En esos gestos que muchos de vosotros, jóvenes, hacéis; también en tareas concretas. Yo conozco más a los de ‘Bocatas’, pero seguro que hay otros que hacéis otras cosas totalmente diferentes, pero acercáis el amor de Dios. Acercadlo también. Mirad: no solamente desde que soy cura, antes de ser cura, cuando me dedicaba a educar, mi pasión desde siempre han sido los jóvenes. Voy siendo más mayor, pero sigue siendo mi pasión.

En Madrid quiero que nos organicemos, que escuchemos a los jóvenes. Que protagonicemos. Y por eso ese intento del Parlamento de la Juventud, donde estéis también vosotros presentes, y jóvenes de parroquias y de todos los movimientos. Y que todos juntos, unos creyendo más y otros a veces contagiándose de los que creen, sepamos decir lo que creemos y hacemos. No solamente lo que queremos, sino proponer cosas que hagamos para que el rostro de Cristo sea tan palpable, tan evidente que de verdad la gente pueda decir y responder a esta pregunta: «¿y quién decís que soy yo?» Que lo digan porque lo ven. Ese Jesús que actúa en vuestra vida, en vuestro corazón, en vuestras tareas, en vuestra entrega, en vuestro trabajo, en vuestra oración, en el encuentro con Él, en la escucha de la palabra… En orientar vuestra vida de una manera singular y especial, que tiene un atractivo especial. Ayudadme a esto.

A la Fraternidad os digo que me ayudéis. Hay que aprovechar todos los momentos, pero yo pienso que esto lo diría don Giussani también. Así que, que el Señor que se acerca a nosotros, a esta mesa, nos haga experimentar lo que hace un momento os decía: preparas una mesa ante mí, Señor. Nos preparas una mesa para que nos encontremos contigo y con todos los hombres. Amén.

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