Homilías

Martes, 10 abril 2018 11:49

Homilía del cardenal Osoro en la celebración de la Pasión del Señor (30-03-2018)

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Queridos hermanos obispos: don Juan Antonio, don José, don Santos y don Jesús; queridos vicarios episcopales; deán y cabildo catedral; seminaristas. Queridos hermanos y hermanas:

Estamos celebrando estos oficios del Viernes Santo. Estos oficios donde hemos escuchado hace un instante la Pasión y la Muerte del Señor.

Quisiera acercar, en este Viernes Santo de este año 2018, tres aspectos que me parece que son esenciales para entendernos incluso a nosotros mismos como discípulos de Cristo. Pero quizá tenemos que entender todos que se nos han descrito los caminos y los senderos por los que ha pasado nuestro Señor Jesucristo para entregarnos a todos nosotros la salvación, hasta dar la vida por nosotros. Tres senderos que son necesarios.

Contemplando a nuestro Señor en la Cruz, en primer lugar descubrimos que uno de los senderos es la soledad. Otro, la oración. Y otro, la misión. Así aparecen contemplando la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.

La soledad. Queridos hermanos: no somos cristianos nosotros, ni es Jesucristo un personaje de museo. Ni personaje de museo ni cristianos nosotros discípulos de museo. Somos hombres y mujeres que asumimos también el escándalo de la Cruz. Ese escándalo que sigue bloqueando a mucha gente para acercarse al Señor. Es el escándalo, en definitiva, del amor más grande. Queridos hermanos: la soledad. Sí. No se puede dar a conocer al Señor yendo siempre en primera clase.  Hay que conocer al Señor como Él fue: acogiendo todas las cruces y todas la situaciones por las cuales pasan todos los hombres. También la muerte.

No se puede conocer a Jesús sin asumir también los problemas que tiene todo ser humano. Y que Jesús los tuvo, y los vivió, y los asumió. Habéis visto, hermanos. Jesús sufre la soledad del hijo de Dios que se encarna, que toma rostro humano, que quiere estar con los hombres, que pasea por todos los lugares y por todas las situaciones existenciales donde están los hombres… Y Jesús sufre el rechazo. No lo creen. Excepto aquellos que, en la pequeñez de su vida, cuando ven lo que hace, cuando se acerca a sus vidas y toca su existencia, son capaces de decir: «realmente eres el hijo de Dios». Hijo de Dios encarnado y rechazado. Vive la soledad. Vive la soledad de quien tiene una misión especial. Y recordad que el mismo Evangelio nos dice que no fue profeta en su tierra. Es más, cuando vuelve a su tierra incluso sus parientes querían encerrarlo. Porque veían que hacía cosas, no malas, pero no acostumbradas. Vive la soledad. Vino a una tierra que no le era ajena porque era Dios que ha creado todo lo que existe, queridos hermanos, y nos ha creado a nosotros; vino a una tierra que no le era ajena, creada por Él, y a unos hombres creados a su imagen. Pero rechazado. Solo. Incluso aquellos que escogió al principio como amigos, resulta que le traicionan. Lo habéis escuchado: aquel a quien el Señor eligió como primero de los doce, para que agrupase a todos, dice que no le conoce.

Vive la soledad de un redentor solitario, pero solidario con los hombres. Hace suyo el destino de los hermanos. Lo hace suyo. El destino de los que más sufren, de los que no conocen el sentido de sus vidas. Caminan, pero no saben hacia dónde; marchan pero no tienen metas. Hace suyo el destino de los hombres.

Vive la agonía. Acordaos en la Cruz: «Si puede ser, si es posible, aparta de mí este cáliz». Pero reconoce que todo es posible para Dios. Todo. Vive la soledad de este muerto crucificado, que es decisivo porque nos muestra que para querer hay que ser capaz hasta de dar la vida. Y si no, no se quiere de verdad. Vive la soledad también, incluso, cuando pone la vida en manos de Dios: «A tus manos encomiendo mi espíritu». Vive la soledad cuando es capaz de decir en la Cruz, como dijo el Señor: «Perdónales. No saben lo que hacen».

Hermanos: aprendamos en este día y en este Viernes Santo a entrar por este camino. El camino de la soledad. Es el camino por el que entró Jesús; el Dios que se hizo hombre, y nos enseña a nosotros las cosas más importantes de la vida, hermanos. Estamos en la soledad. Y, o nos mantenemos en nuestras manos, o ponemos la vida en manos de Dios. El escándalo de la Cruz sigue. Y sigue porque el ser humano no asume la soledad, que es un camino y es un sendero de Jesucristo, del verdadero hombre.

En segundo lugar, queridos hermanos, Jesús vive una soledad acompañada. Que es la oración. ¿No os dais cuenta que la oración es precisamente ese tú a tú con Dios, pero acompañados? No estamos solos. Una soledad habitada.

Nos lo decía el Señor con sus propias palabras: «si el grano de trigo no cae en tierra, queda infecundo». Hay que saber morir. Pero saber morir acompañado. No estamos solos en la vida, Dios ha venido a este mundo. Dios ha estado con nosotros, y está con nosotros, y sigue con nosotros. Y nosotros, hermanos, como parte de la Iglesia, seguimos con los hombres, acompañándoles en nombre de Jesús, y mostrando que el río de amor que Dios entregó a esta tierra sigue estando entre los hombres. Y testigos de ellos somos nosotros. O hemos de serlo.

Sí. La oración, la soledad acompañada, habitada, la soledad que el Señor tuvo en su vida terrena, pero que no estuvo solo. Qué maravilla ver a Jesús en Nazaret, con María y José. Qué hermoso es ver a Jesús con Pedro, con Santiago y con Juan, el apóstol al que tanto quiso el Señor. Qué alegría también ver al Señor en esta tierra, en Betania, con aquella familia a la que iba a descansar. Incluso en lo humano Jesús vivió la cercanía de la gente. Es más, la soledad fue trastocada por el Señor cuando dijo: «Yo no estoy solo». Y vosotros tampoco, nos dijo el Señor.

¿Veis? Queridos hermanos: no busquéis la santidad nunca en la lavandería. No se trata de lavarnos por fuera. Buscad la santidad en ese Dios que está con vosotros, que está con vosotros, que no nos ha abandonado, que ha venido aquí con nosotros, que nos acompaña, que nos ha dicho que no nos deja solos.

La oración. Como Jesús: abiertos a Dios, abiertos a la luz. No busquemos maquillajes, queridos hermanos. No busquemos maquillajes. ¿Os habéis dado cuenta que hoy una sociedad que ha llegado a tanto bienestar, sobre todo en lugares como los nuestros, hace maquillajes? Pero solos. Y más solos. Porque retiran a Dios. Y, sin embargo, esa soledad, que es evidente, trae consecuencias. Las estamos viendo, hasta dónde está llegando el ser humano.

No hagamos maquillajes, queridos hermanos. No se puede maquillar al ser humano. Vivimos la soledad. Pero una soledad acompañada. Como la de Cristo. En manos de Dios. Con la fuerza de Dios. Diados de Él. Sabiendo que el triunfo es de Dios, y que puestos en las manos de Dios tenemos ese triunfo. Así murió nuestro Señor.

En tercer lugar, no solamente hay que entrar por el sendero de la soledad y asumirla; de la oración, del diálogo con Dios, de sabernos en manos de Dios, sino entremos en su misión. Entremos en su misión. Y seamos, queridos hermanos, una Iglesia que sorprende. Que se turba porque se siente acompañada por el Señor. Una Iglesia que sabe acompañar a los hombres de esta historia con amor. ¿Cómo serlo? Como lo fue Jesús: siendo buena noticia para los hombres, siendo Evangelio vivo para los hombres, sabiendo que no vamos por nuestra cuenta, que nos guía el Espíritu, que nos lanza el Espíritu a este mundo, a anunciar la verdad.

Hoy se siguen preguntando los hombres la misma pregunta que al inicio de la Pasión dijo Jesús: ¿a quien buscáis?. ¿A quién buscan los hombres hoy?. La respuesta, ya la oísteis: a Jesús de Nazaret. Buscamos buena noticia; buscamos a quien puede llenar nuestra vida y nuestro corazón; buscamos también a quien nos estorba, porque naturalmente si nos encontramos con Él la dirección de nuestra vida hay que cambiar, como les pasaba a los que buscaban realmente a Jesús, tal y como hemos escuchado en el Evangelio. En la Pasión.

La misión hay que hacerla dando la buena noticia, con la fuerza del Espíritu Santo, entrando en una comunión -como ayer vivíamos y celebrábamos en la Cena del Señor-, con Cristo en la Eucaristía, haciendo posible y haciendo descubrir a los hombres que este mundo tiene que ser una gran familia, y que esta familia no se hace con nuestra fuerza, sino con la de Dios mismo, comiendo y alimentándonos del Señor, y regalando esa comida a los demás también. Y siendo apóstoles, queridos hermanos. Apóstoles en vuestras casas, en vuestro trabajo, con vuestros amigos, en vuestra profesión. Apóstoles. La misión hay que realizar sabiendo que el sendero y el camino de Jesús tiene estos tres aspectos: soledad, soledad habitada  -la oración nos ayuda a no sabernos solos-, y esa misión.

La Iglesia tiene que sorprender, queridos hermanos. Tenemos que seguir sorprendiendo como Jesús, regalando su propio amor. Ese amor cuya máxima expresión vamos a descubrir adorando la Cruz por la que vino la salvación a los hombres. Y los hombres siguen buscando esta salvación.

¿Seremos capaces los cristianos, en este siglo XXI, de salir a los caminos, con la fuerza de Jesús –no busquemos más fuerzas, con la fuerza de Jesús-, con el rostro de Jesús, con las armas de Jesús? A hacer un mundo nuevo. Distinto. Ese que comienza con la muerte de Jesús que nos trae la vida a todos los hombres.

Amén.

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