Homilías

Viernes, 14 abril 2017 21:09

Homilía del cardenal Osoro en la celebración de la Pasión y Muerte del Señor (14-04-2017)

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Ilustrísimo señor deán. Cabildo catedral. Queridos hermanos sacerdotes, queridos seminaristas. Miembros de la vida consagrada. Queridos hermanos y hermanas.

Inclinando la cabeza entregó el Espíritu. Así muere Jesús en la Cruz. Ahí es precisamente donde descubrimos el gran amor de Dios al mundo y a los hombres, que se hace solidario del sufrimiento de todos los seres humanos. Jesús muere hoy en la Cruz. Fijamos nuestra mirada a Cristo crucificado. Permanezcamos unos momentos contemplando al Señor.

Queridos hermanos. Dios nos hizo a su imagen. Nos regaló la vocación al amor, que cada uno tenía que asumir de forma concreta en la vida cotidiana a través de las opciones determinadas que tomase. Es verdad que el pecado de los hombres rompió y extravió esta vocación, pero Dios en su amor a los hombres quiso volver a conquistar su vida para siempre. Conquistarles para que volviesen a esta vocación al amor que cada uno asume de una manera concreta en la vida cotidiana, a través de opciones que articulan un estado de vida, sea el matrimonio, el ministerio sacerdotal, la vida consagrada... Un estado de vida que va adquiriendo una modalidad de compromiso social, un estilo de vida, una forma de gestionar el tiempo... Pero lo que sí es verdad que el Señor ha alcanzado para nosotros la facultad de alegrarnos, de tener la alegría que viene de Dios; la facultad de descubrirnos que hay que darse sin reservas. Y a partir de esa darse como Cristo se nos da en la cruz por amor a nosotros, partir para nuevas conquistas siempre, que son las conquistas que Jesús ha conseguido para nosotros: la de la verdadera libertad y de la vocación al amor, la que hoy nos quiere presentar precisamente cuando lo contemplamos en la Cruz.

Hermanos: la muerte de Jesús es uno de los hechos más dramáticos de la historia de la humanidad. Jesús, que había venido a anunciar el amor y la paz para todos, a darnos la vida en abundancia, es arrojado a un pozo de odio y de rechazo, es condenado a morir en la cruz por ser fiel a la misión hasta el final, y a hacernos descubrir a nosotros la verdadera misión que es amar hasta dar la vida. Aparentemente su vida puede parecer un horrible fracaso, el odio parece haber vencido sobre el amor. Pero no, queridos hermanos.

Recordad por un instante, contemplando la Cruz, esas palabras que después de entregarnos a su madre en aquel discípulo a quien tanto quería, Juan, nos dice también, y lanza un grito: «tengo sed». La sed de Jesús es uno de los mayores tormentos de la Cruz, es una sed asfixiante, es la sed de conquistar la vida para los hombres, es la sed de entregarles la libertad a los hombres, es la sed de sacarles de todos los atolladeros en los que nos metemos los hombres cuando vivimos en el odio, en la venganza, en el desinterés por el otro... Cuando parece que la muerte es lo que asumimos como manera de estar y de vivir en el mundo, cuando Él quiere regalarnos otra cosa, la sed de Jesús no solamente es sed de agua, hermanos: es sed de justicia, de paz, de libertad, de amor. Jesús tiene sed de vida. Sed de vida para este mundo, sed de vida para todos nosotros, sed de vida para el ser humanon y para cuando la familia humana pierde las propias raíces y va a la deriva, cuando pierde que la vocación a la que ha sido llamado todo ser humano es el amor.

Mirad: ante aquel grito, a Jesús le presentan vinagre, una esponja llena de vinagre, empapada en vinagre. Era la medida de los condenados. Jesús tiene sed y recibe vinagre. Que es símbolo del odio, es símbolo de la agresividad. Y al tomar el vinagre, acepta la muerte causada por el odio. Pero la acepta expresando su amor hasta el extremo, porque sabe el Señor que es esta fuerza del amor, de su amor, lo que cambia el mundo, cambia la dirección de los hombres, cambia el corazón del ser humano.

Por eso, queridos hermanos, he querido -en este Viernes Santo del año 2017- haceros tres preguntas, que son las que aparecen en el relato de la pasión.

La primera: ¿A quién buscáis? Aquel grupo de gente que iba a buscar a Jesús, es el Señor el que les dice: ¿A quién buscáis?. Queridos hermanos: entrad en vuestro corazón. ¿A quién buscáis? Buscamos el éxito, buscamos el predominio sobre los demás. ¿A quién buscan los hombres? ¿Qué es lo que buscan?. Fijaos que la respuesta de Jesús ante aquella pregunta -¿a quién buscáis?- todos responden a una: a Jesús. Y Jesús responde: yo soy. El amor, la felicidad, lo que todo ser humano necesita para vivir y para hacer vivir a los demás, es Jesús. Yo soy. No lo olvidéis, queridos hermanos. ¿A quién buscáis? Jesús, en la Cruz, nos dice hoy: Yo soy. Yo soy el amor, yo soy la vida, yo soy la paz, yo soy la justicia. Porque cuando estoy yo delante de vosotros, la justicia va más allá de lo que vamos los hombres. Qué bien lo entiende la gente sencilla, queridos hermanos. Qué bien lo entienden.

Ayer, cuando yo predicaba a los presos en la cárcel, les regalaba una imagen de Jesús: Jesús abrazando a un hombre, y al lado está él mismo pero escondido, detrás de  la puerta. Es de un pintor alemán. ¿A quién buscáis? ¿A quien nos hace escondernos, o a quien nos abraza para que abracemos a los demás? ¿Qué busca esta humanidad, queridos hermanos? ¿Qué buscamos entre nosotros? ¿A alguien que nos hace escondernos, y nos hace tener a otros como enemigos? ¿O a alguien que nos abraza y nos pide que abracemos a los demás?

En segundo lugar, el Señor también nos hace otra pregunta. Es la que hizo a Pedro. Nos la hace a nosotros: «¿Eres de los discípulos de ese hombre?». Pedro respondió rápidamente: «No lo soy, no lo conozco». ¿Qué decimos nosotros, queridos hermanos? ¿Qué afirmamos nosotros? ¿Conocemos a Jesús cada día más? ¿Escuchamos su palabra cada día más? ¿Acogemos en nuestro corazón su palabra cada día más? ¿Cada día descubro más y mejor que mi hermano es el que yo me encuentro por ahí y que, además, yo tengo que estar con quien más lo necesita, con quien más tirado está? ¿Eres de los discípulos de ese hombre?

Tercera pregunta. Nos la hace el Señor a nosotros también. Es la pregunta que le hicieron a Jesús, que le hizo Pilato: ¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús contestó claramente: «Sí. Pero mi reino no es como el tuyo, no es de este mundo; mi reino se hace con otras fuerzas». ¿Creemos de verdad, queridos hermanos, en este momento de la historia que vive la humanidad, donde el Papa nos ha dicho antes de ayer otra vez que hay una guerra mundial por partes, que los hombres estamos enfrentados, que nos rompemos, que nos matamos, que nos dividimos, que nos estropeamos…? ¿Es que no es necesario preguntarnos, también, dónde está el reino? Los poderes de este mundo, ¿qué hacen? ¿Qué hace el rey, que es Jesús? Mi reino se manifiesta en este mundo. Pero se manifiesta de otra manera. Se manifiesta amando, dando la mano, queriendo, buscando salidas, creando puentes, no poniendo muros, no dividiendo, no matando... Hermanos, qué bueno es decirle hoy al Señor ante la cruz, hoy también, Señor: ¿Tú eres mi rey? ¿Implanto yo en este mundo este reino? 

La cuarta pregunta, queridos hermanos, es un regalo. El Señor nos hace un regalo a nosotros. Lo habéis visto, también. El último regalo que nos hace no fue solamente su vida, sino a su Madre, para que nos acompañe, para que nos diga por dónde tenemos que caminar. Por eso, al discípulo a quien tanto quería, le dice «Ahí tienes a tu madre». Y a María le dice: «Ahí tienes a tu hijo». Esto es lo que dice el Señor hoy para nosotros: tenemos madre, no somos huérfanos queridos hermanos. Una madre que nos cuida, que nos acompaña, que nos dice como dijo en el primer momento de la vida pública de Jesús: «Haced lo que Él los diga». Una madre que nos dice a nosotros también: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», que es la grandeza del hombre. Una madre que nos acompaña en los caminos difíciles de nuestra vida, como acompañó a Jesús a través de todo el camino de la crucifixión. Una madre que no nos abandona. Una madre que nos regala siempre a Jesús. Agradezcamos al Señor este regalo.

Y, en quinto lugar, el Señor sigue dándonos este grito que hemos escuchado hace un instante: «Tengo sed». Tengo sed. Queridos hermanos: Jesús está siendo crucificado en los millones de hombres que sufren y mueren en la tierra, Jesús continúa crucificado en los que padecen hambre, injusticia, en los perseguidos, Jesús es crucificado en las víctimas de los conflictos armados de los diversos terrorismos que existen en el mundo, en los refugiados que se ven obligados a huir de sus países, como estamos viendo en esa ensangrentado Siria, o en todo tipo de violencia que causa profundos sufrimientos en poblaciones enteras. Sí. Tengo sed. Pongámonos al pie de la Cruz, queridos hermanos: pongámonos al pie de la cruz todos nosotros y toda nuestra vida. Y sintamos que el Señor, cuando dentro de un momento vayamos a adorar y a besar la Cruz, nos sigue diciendo: ¿Me buscas a mí? ¿Eres capaz de decir que eres discípulo mío y no te avergüenzas de ello? ¿Crees, de verdad, que yo soy el Rey? ¿Y que mi reino se construye con otras fuerzas diferentes a las que las construyen los hombres? ¿Logras tener sed de dar amor a los hombres? Que al final le podamos decir a Jesús: Señor, quisiera entregarte toda mi vida, y seguirte siempre. Señor, nos has amado. Tú eres el rostro de la bondad y de la misericordia. Tú eres el rostro de ese amor que necesitamos los hombres y toda la humanidad para cambiar este mundo. Pero hay algo singular, y es que el Señor ha elegido a su pueblo para que meta en esta humanidad eso que os decía al principio: la vocación al amor, con las medidas que se nos regalan en Jesucristo nuestro Señor. Amén. 

Que Santa María nos acompañe en esta vocación. Siempre. Que ruegue por nosotros la Santa Madre de Dios y Madre nuestra. Amén.

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