Homilías

Jueves, 10 septiembre 2020 14:45

Homilía del cardenal Osoro en la fiesta de la Real Esclavitud de Santa María la Real de la Almudena (8-09-2020)

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Querido vicario general de nuestra diócesis. Ilustrísimo señor deán de la catedral. Hermanos sacerdotes. Autoridades civiles y militares. Querida Real Esclavitud. Queridas hermandades de Madrid que os habéis acercado aquí, a la catedral, hermandades todas. Hermanos y hermanas.

También nosotros esta tarde queremos expresar con nuestra propia vida lo que hace un instante el salmista, en el salmo 12, nos decía: «Desbordo de gozo con el Señor». También nosotros tenemos este gozo. El gozo de tener a esta mujer como Madre, la Santísima Virgen María. A esta mujer elegida por Dios desde siempre para hacerse presente en esta tierra, para hacerlo además de la misma manera que venimos todos los hombres. No tuvo a menos hacerse uno de tantos. Pero eligió a esta mujer pura, purísima Virgen María, para hacerse presente. Libre de todo pecado, con la libertad que Dios tiene, esta mujer se confió a la misericordia de Dios y se alegró en lo profundo de su corazón por prestar este auxilio a la humanidad, a toda la creación. Esta mujer, con su sí, con el «hágase en mí según tu palabra», ha cambiado, o ha participado en este cambio de la dirección de esta historia.

Queridos hermanos: esta es la que nos reúne aquí. ¿Y quién nos reúne? Esta mujer de la estirpe de Abrahán, de la tribu de Judá, de la progenie del rey David. Esta mujer con la cual Dios mismo puso fin a la ley. Puso fin a la esclavitud. Y, por eso, estableció la libertad y la gracia a través de esta mujer, a la que el Señor también nos entregó como Madre nuestra. Esta mujer la recibimos porque ella recibió el don y el gozo de la salvación, cuya fiesta del nacimiento hoy celebramos. La Madre de Dios. Celebramos su nacimiento. En ella se unió el Verbo con la carne. En ella se estableció esa preparación que todos necesitamos en nuestra vida para ser también hombres y mujeres de Dios. La sombra se retira ante la llegada de la luz. Y la llegada de la luz a esta tierra y a este mundo fue a través de la Santísima Virgen María. Se estableció la gracia. La gracia que sustituyó a la letra de la ley. Sí, queridos hermanos. Qué maravilla. La ley de alguna manera entorpece nuestra vida. Por eso, Dios ha querido regalarnos su gracia. Hemos recibido las primicias de la salvación por la maternidad de la Virgen María. Y quisiera esta tarde acercar a vuestra vida tres aspectos que me parece que son especialmente importantes, y que en la Palabra de Dios que acabamos de proclamar se nos descubre. Tres palabras quiero acercaros: pastora, esposa y madre.

«Pastoreará», nos decía el profeta Miqueas, o la profecía de Miqueas. «Pastoreará con la fuerza del Señor». María. Porque de ella saldrá y aparecerá en este mundo Dios mismo. «Pastoreará con la fuerza del Señor». Cuántas veces hemos rezado nosotros el ángelus, queridos hermanos. Esa costumbre que nunca debiéramos de perder al mediodía, recordando a la Santísima Virgen María. Y recordando que lo que Ella hizo es lo que nos pide a nosotros Dios también, porque también nosotros tenemos que ser capaces de pastorear este mundo y esta tierra. Tenemos que hacer posible que la libertad de los hijos de Dios se establezca, y que la gracia sea la que abunde e inunde el corazón de todos los hombres. «He aquí la esclava del Señor». «Aquí me tienes», dijo María a Dios. Algo que no se podía entender: que Dios haya elegido a una mujer para tomar rostro humano, para darse a conocer, para establecer su estancia entre nosotros, y que pudiera pasear como nosotros en este mundo y en este tierra, y enseñarnos a los hombres y mujeres de este mundo a saber cómo teníamos que vivir con los demás. Esta mujer lo hizo. En el «he aquí la esclava del Señor», en el «hágase en mí según tu palabra», está también el título de pastora de este pueblo.

Permitidme que tenga un recuerdo muy especial: siendo obispo de Orense, ya hace muchos años por tanto, muy cerquita de Verín, en una montaña, los pastores hicieron una capilla preciosa dedicada a la Divina Pastora. A la Virgen María. Y cuando estuve allí -aquella capilla se hizo después de llevar yo un año en la diócesis- iba todos los años a celebrar esta fiesta de la Divina Pastora. De esta mujer que ha querido prestar la vida para que los hombres fuésemos curados, fuésemos liberados, fuésemos reconstruidos en la verdad y en la vida. Ella. Ella ha querido, o a través de Ella, ha aceptado que Dios se mostrase hasta todos los confines de la tierra; que lo conociesen; que adorasen a Dios. «He aquí la esclava del Señor». «Pastora». Es la Virgen. Y nos invita a nosotros en este día también a ser pastores. Hemos de ser pastores de los demás, también. Cuidadores. Sí. De quienes se acercan a nuestro lado, de los que están en nuestro entorno. Siempre pastores, queridos hermanos. Y cuidamos a todos. Y también y especialmente a aquel que peor está y que más necesita; aquel incluso que se escapa y, como nos dice el Evangelio también, marcha a buscarlo y deja a las otras para que regrese otra vez. Esto es lo que hace la Santísima Virgen María.

Qué belleza tiene ver a la Virgen María en los inicios de la Iglesia, cuando el Señor ya ha muerto en la cruz y ha resucitado. Siempre la dibujan junto a los apóstoles en el día de Pentecostés. Ella cuida, está al lado de los discípulos, para hacerles presente a su hijo Jesucristo. Para que nunca olviden que la salvación y la gracia ha venido con Cristo. Y Cristo, y Dios, se ha valido de Ella para que se estableciese la gracia, la salvación y la libertad. Pastora. Imitemos a nuestra Madre.

En segundo lugar, esposa. María esposa. El Evangelio que acabamos de proclamar nos habla de que ella está desposada con José. Dios ha querido establecer en este mundo y en esta tierra que la venida de Él aquí, entre nosotros, fuese también de la manera en que nosotros venimos a este mundo. Con la excepción de que María esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. Y nos habla de un hombre excepcional, que estuvo al lado de María y de nuestro Señor Jesucristo: José. Un hombre justo. Un hombre que no quería hacerla daño, de ningún tipo. Un hombre que escuchaba a Dios, que oía a Dios. Y por eso nos dice el Evangelio que oyó aquello que le decía el Señor: «no tengas reparo», «esa criatura que tiene en su vientre viene del Espíritu Santo».

Queridos hermanos: María es acompañada por un hombre de fe. El esposo de María, José, es un hombre de fe. Un hombre que no se adhiere a cualquier cosa. No se adhiere a una opinión. No se adhiere a un cuento. Se adhiere exclusivamente a Dios. A este Dios que él tantas veces había escuchado en las sinagogas, porque le había dirigido la palabra. A este Dios que había prometido, ya a través de los profetas, que se haría presente en este mundo. A este Dios que nos sigue acompañando a todos nosotros, queridos hermanos. Este tiempo de la pandemia que estamos viviendo no es de un retiro de Dios. No. Este Dios nos acompaña. Está a nuestro lado. Nos está diciendo que salvemos al hermano. Y nos lo dice además, también, pues de esta manera en que tenemos que estar en esta iglesia hoy, con las mascarillas: «salvad al hermano». Este Dios que nos habla al corazón, y que nos dice que la adhesión a Él, la misma que tuvo san José, y la misma que experimentó y vivió la Santísima Virgen María en su plenitud, está adhesión de fe es la que nos está pidiendo a cada uno de nosotros.

María esposa. Es un canto también a la vida del matrimonio. Un canto a la vida de la familia. Un canto a aquella primera familia excepcional y única, en la que tenemos que mirarla como fue: la familia de Nazaret. En la que María ocupaba un lugar singular. En la que Cristo era el centro, porque venía salvar a este mundo. Y en la que un hombre de fe absoluta en Dios colaboró, para que este Dios permaneciese. Cuando iban a perseguirlo y querían eliminarlo, él se marchó de emigrante, con la familia. Y fue de emigrante para salvar lo más preciado: la presencia de Dios en esta tierra y en este mundo. María esposa. «Le pondrás por nombre Jesús». Quien puso el nombre, es verdad que es Dios, ¿no?, pero se valió de José para poner el nombre. Dará a luz un hijo tu mujer, esta criatura que viene del Espíritu Santo, «y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo».

Y, en tercer lugar, madre. María, madre de Dios. Esta mujer, de la cual el profeta ha dicho que concebirá y dará a luz un hijo. Esta mujer que acerca a Dios a nosotros. Nos lo ha dicho el Evangelio: Dios con nosotros. Dios entre nosotros. Dios a favor de nosotros. Dios cuidándonos a nosotros. Dios encontrándose con cada uno de nosotros. De este Dios, queridos hermanos, tenemos que predicar nosotros. Y lo tenemos que hacer en un momento especial de la historia. Mirad: estamos realmente en un cambio de época. Yo no sé si es mejor o peor: es un cambio de época. Y en un cambio de época, los discípulos de Cristo siempre han estado atentos a lo que el Señor nos quiere decir en cada momento, y a cómo tenemos que afrontar las situaciones nuevas que van apareciendo. Pensad en el siglo XVI, qué grandes santos aparecen en esa época. Para afrontar una época nueva. Pensad lo que supuso la invención de la imprenta, el que pudiese haber libros en otros sitios… Pensad. Grandes santos: santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola… Grandes santos, queridos hermanos. San Carlos Borromeo… Grandes santos. Todos los arzobispos anteriores a mí: santos. Un santo Tomás de Villanueva, un gran santo de la caridad y del amor. Exactamente igual que el arzobispo que fue virrey de Valencia. Grandes santos. Hombres que fraguaron desde la adhesión sincera a Jesucristo una nueva época.

Esto es lo que nos está pidiendo el Señor a nosotros. Este momento nuevo, donde está naciendo algo nuevo. Donde se nos derrumban muchas cosas, queridos hermanos. Se nos derrumban muchos dioses que creíamos que teníamos, y que habíamos hecho nosotros, y que estábamos seguros... y no estamos seguros, porque la seguridad solamente la da Dios con nosotros. Hagamos esto posible. Queridos hermanos: no somos peores que otros hombres. Somos hombres y mujeres que caminamos por esta tierra, pero que el Señor nos está pidiendo que nos fiemos de Él, como se fió nuestra Madre. Y que la tengamos a ella muy cerca de nosotros. Porque ella nos va conduciendo, como lo hizo a los primeros discípulos: el día de Pentecostés ella estaba allí, y lo acompañó. María nos acompaña. Acompaña a la Iglesia que camina en Madrid en esta advocación preciosa de Nuestra Señora la Real de la Almudena. En esta advocación con esta historia. Ella estaba guardada en la muralla, pero rompe la muralla, sale y se hace presente. Algo nos quiere decir a nosotros, queridos hermanos, esta historia. Algo. Hagámonos presentes con nuestra madre, al estilo de nuestra madre, diciendo y afirmando y mostrando que Dios está con nosotros.

Pues, queridos hermanos: esta mujer excepcional que la Iglesia celebra que nace hoy, el día del nacimiento de la Virgen María; el día del nacimiento de esta mujer que acepta la propuesta de Dios y cambia la historia porque hace posible que Dios esté con nosotros. Esta mujer nos anima a que hagamos lo mismo: ¡cambiemos la historia! Iniciemos esta nueva época afrontando todas las circunstancias y situaciones que se nos ofrecen. Pero afrontándolas desde la fe. Con la adhesión sincera. Con la fortaleza que viene de Jesucristo. Con la fortaleza que nos da también, y la seguridad de sentirnos acompañados por la Santísima Virgen María nuestra madre, que nos sostiene, que nos lanza al camino, que nos dice lo que Jesús quiso: esta es vuestra madre también. Mi madre es vuestra madre. Y la que me ha acompañado en todas las situaciones que yo he tenido que vivir en la vida, desde que nací en Belén hasta que he muerto en la cruz, esta mujer os va a acompañar. Y vais a hacer posible que Dios sea protagonista también de esta historia a través de vosotros.

Pues, queridos hermanos, como os decía: pastora, esposa y madre. Esta mujer que trajo a Jesucristo a este mundo ahora nos permite también vivir esta Eucaristía y poder experimentar que este Jesús que nació de María se hace presente en este altar. Este Jesús que nos quiere acompañar. Este Jesús que nos dice que Él es Dios con nosotros. Y que no tengamos miedo. Que seremos capaces de afrontar todas las circunstancias que puedan venir en la construcción de esta nueva época. Pero vamos a hacerlo mostrando el rostro de Dios. Como lo hizo María. Demos la mano a nuestra madre. Tengamos seguridad. Quitemos los miedos. Afrontemos las circunstancias que puedan llegar. Afrontémoslo juntos. La Iglesia es fuerte cuando está unida. La Iglesia es fuerte cuando está en comunión. La Iglesia es sabia cuando todos miramos a quien se va a hacer presente aquí. El centro es Cristo. La Iglesia es fuerte cuando vivimos unidos a quien en legitimidad apostólica tiene la sucesión de los apóstoles, y guía y nos guía por el camino que en cada momento de la historia hemos de vivir. Porque no nos guía con cualquier fuerza, sino con la fuerza del Espíritu Santo, que es la que el Señor dejó a su Iglesia. Que así lo vivamos y que así lo creamos. Amén.

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