Homilías

Martes, 18 junio 2019 11:51

Homilía del cardenal Osoro en la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote (13-06-2019)

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Queridos hermanos obispos, don José, don Jesús y don Santos. Tenemos un recuerdo a don Juan Antonio, que no puede estar aquí, con nosotros. Vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Querida vida consagrada que estáis aquí presentes, de diversas congregaciones. Queridos laicos.

Me vais a permitir que dirija una palabra especial a las hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote. Pues realmente, en este día, ellas tienen un protagonismo especial para todos nosotros. Es verdad que en la arquitectura de nuestra existencia como sacerdotes hay unas personas que trabajan en mantener lo que cada uno de nosotros somos por gracia de Dios. Y son estas hermanas que han ofrecido la vida entera para que nosotros seamos santos, y para que nosotros como sacerdotes seamos capaces siempre de imitar en nuestra vida a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Queridas hermanas: muchas gracias por vuestra ofrenda. Gracias también por este momento que nos hacéis vivir. Y gracias porque el Señor os llamó a mantener vivo en nuestra vida ese ministerio que nos regaló. Este monasterio, como todos los que tenéis, tiene historias que son vuestras vidas. Unas historias que miran hacia el futuro y que miran hacia todos los sacerdotes. Y nos hablan, vuestras vidas, queridas hermanas, de un mundo que se ha esforzado todo lo que se podía esforzar por dar la bienvenida a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Y por un mundo que da la bienvenida, también, a aquellos que amados por Jesucristo tenemos la gracia de poder prolongar este ministerio en medio de los hombres. Ser llamado, ser bienvenido, ser confiado al amor, y ser un hombre que cuida de la comunidad de los hombres, de todos los hombres, es una gracia, queridas hermanas, que vosotros le pedís permanentemente a nuestro Señor Jesucristo para todos nosotros. Seamos, queridos hermanos sacerdotes, agradecidos. Y sintamos la necesidad de que haya más mujeres que ofrenden, hagan ofrenda de su vida, por el ministerio.

Este monasterio tiene, por lo tanto, unas historias de vida personal, que son nuestras hermanas, que tienen para nosotros mucho que agradecerles. Queridas hermanas: gracias. ¡Cuánto necesitamos, en esta cultura en la que estamos, y en estos momentos de la historia, reconocer el valor del sacerdote! ¡Cuánto necesitamos! ¡Cuánto necesitamos no solamente reconocerlo, sino poner todos los medios necesarios para vivir el rostro de este Jesús que, en esta fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, se nos presenta!.

El monasterio, vuestros monasterios son lugares de historias pequeñas, como las vuestras, queridas hermanas. Quizá desconocidas, pero fascinantes. ¿Por qué? Porque habéis dado la vida por rezar por los sacerdotes. Sin conocernos muchas veces. A algunos conocéis. Pero sin embargo no os importa. Tenéis presente a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, y estáis pidiendo para que, por gracia, los que hemos recibido este ministerio, seamos coherentes con lo que hemos recibido. Muchísimas gracias, queridas hermanas.

Hemos escuchado la Palabra de Dios que el Señor nos regala en este día a todos nosotros. Queridos hermanos sacerdotes: es una Palabra que fundamentalmente nos hace tres invitaciones. Una: dejarnos conquistar por el Señor; valorar también lo que las hermanas, que cuando vienen al monasterio saben que su única dedicación va a ser ofrendar la vida para que los sacerdotes seamos imagen de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Pero tenemos también que ser capaces de dejarnos conquistar la vida y nuestra existencia para que se haga verdad esto que hemos escuchado del profeta Isaías, cuando él mismo siente cómo un serafín había cogido unas tenazas y, con un asa en la mano, se las aplicó a su boca. Esto ha tocado los labios. Esto te ha transformado y te ha perdonado.

De alguna manera, queridos hermanos, nuestra ordenación sacerdotal es esto. Y es esa voz que escuchamos permanentemente en nuestra vida para hacer verdad lo que el Señor nos pide, que es mirarlo a Él. Y nosotros hemos contestado: aquí estoy, Señor. Mándame. Sabemos que hacer presente a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote no es fácil para nosotros. Pero sí es fácil si nos ponemos en manos de Dios, y si estamos, o si nos dejamos conquistar la vida por nuestro Señor Jesucristo.

¿Qué significa dejarnos conquistar la vida, queridos hermanos? Mirad: hay una significación honda y profunda, y fundamentalmente tiene tres características: humildad para escuchar, acoger el carisma de la totalidad, y acoger el valor también de la renuncia. Tres aspectos que son necesarios para dejarnos conquistar el corazón.

Quizá voy a empezar por el último. dejarnos conquistar, y ver el valor de la renuncia. Yo hablaría, mas bien, del coraje de la renuncia. Sí. Recordad que, para los primeros cristianos -todo este tiempo de Pascua que hemos estado escuchando y meditando el libro de los Hechos de los Apóstoles-, para los primeros cristianos fue importante el valor de la renuncia. Por que por una parte, venía algo nuevo; y, por otra parte, algunos provenían de algo viejo. Pero fueron capaces de acoger las tradiciones y la identidad de discípulos de Cristo que, en definitiva, es lo que estaba en juego. Los apóstoles, que así lo hicieron, eligieron que el anuncio del Señor es lo primero. Y vale mucho más que otras cosas: que mis ideas, que mis costumbres, que mis opiniones… El anuncio del Señor es lo primero.

El coraje de la renuncia es esencial para vivir el ministerio sacerdotal. Fue esencial. Y así lo muestra nuestro Señor Jesucristo cuando Él mismo dice que ha venido a hacer la voluntad del Padre, no a triunfar en este mundo. Quizá habría podido renunciar a esa voluntad, pero no sería Dios mismo, que había tomado rostro en este mundo. Y es Dios mismo quien nos pide a nosotros también que tengamos el coraje de la renuncia.  De manera que la misión se convierta en una manera de vivir transparente y creíble; en una manera de estar en el mundo afirmando que Dios es amor; que las opiniones, las creencias e, incluso, las tradiciones que fuere no son obstáculo para incluso a veces dejarlas, hacer opción por la belleza de la renuncia. Sobre todo de nosotros mismos. Pedro, el apóstol dice que el Señor purifica los corazones afligidos. Dios purifica. Dios simplifica. Dios, a menudo, nos hace crecer eliminando. No agregando. Nos purifica de todo apego. Aunque cueste.

Como Iglesia, queridos hermanos, nosotros no estamos llamados a comprometernos en negocios. Sí en arrebatos evangélicos. Y al purificarnos, y al reformarnos nosotros, y al identificarnos con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, estamos haciendo posible lucir en medio de este mundo el rostro de Cristo nuestro Señor.

Salir de uno mismo es la reforma fundamental, queridos hermanos. Y es la invitación que nos hace Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Salir de nosotros mismos. El valor de la renuncia.

Pero también, en segundo lugar, el valor queridos hermanos de escuchar con humildad. La humildad de escuchar. Los primeros discípulos de Jesús llegaron al coraje de la renuncia a partir de la humildad de escuchar. Practicado en el desinterés. Vemos, en los Hechos de los Apóstoles, cómo cada uno deja de hablar de sí mismo y está dispuesto a acoger al otro. A cambiar el curso confiando en el Señor. Él sabe cómo escuchar solo a aquellos que permiten que la voz de la otra persona entre realmente en ellos mismos. Es lo que frente a Pedro y Pablo defiende. El primero de los apóstoles afirma con todas las consecuencias: para aquellos que deseamos seguir el camino del amor del Señor, el camino de la humildad, la escucha significa que el oído está dirigido hacia aquellos que más necesitan de Él. Miremos a los pequeños. Miremos a los primeros cristianos. Cómo escuchaban, guardaban silencio al escuchar a Bernabé y a Pablo. Y, sin embargo, es verdad que fueron los últimos en llegar, pero les permitieron informar todo lo que Dios había hecho a través de ellos. Siempre es importante escucharlos. En el mundo, quizás los que tienen más méritos, hablan más. Pero entre nosotros, nunca puede ser así, porque a Dios le encanta revelarse a través de lo pequeño, de lo sencillo, de los menos importantes. Por eso, se nos permite mirar a una persona de arriba abajo, pero solo para ayudarle si está caído, para levantarle. Escuchad. Escuchad  la vida.

Pablo y Bernabé hablan de las experiencias. No de ideas. De las experiencias que han encontrado con los discípulos de Jesús. No de ideas. La Iglesia hace un discernimiento sobre la vida. No sobre las ideas. No frente a la computadora, sino frente a la prioridad de las personas. Las ideas son discutidas, pero las instituciones son externas. Y así lo hacía la iglesia primitiva.

Queridos hermanos: coraje. Humildad para escuchar. Para escuchar a los más pequeños. Y, en tercer lugar, en esta tarea que el Señor quiere hacer con nosotros de dejarnos conquistar, también está el carisma del conjunto. Humildad de escuchar, coraje en la tarea, carisma del conjunto. De hecho, la discusión de la primera Iglesia es esta: que la unidad siempre prevalece sobre las diferencias. Para cada persona, en primer lugar no existen sus propias referencias y estrategias, sino el sentir de la Iglesia de Jesús. Reunidos en el nombre de Él. En una caridad que no es que cree uniformidad, sino que crea comunión. Nadie lo sabía todo. Nadie tenía todos los carismas, pero cada uno sostenía el carisma del conjunto.

Es esencial esto, queridos hermanos. Porque realmente no podemos hacer el bien sin dejar de preocuparnos por nosotros mismos. Es esencial. El secreto de los apóstoles fue este: tenían diferentes sensibilidades, diferentes orientaciones, había personalidades fuertes, pero había una fuerza para amarse unos a otros en Jesucristo nuestro Señor. Y hoy, en este día de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, descubrimos dónde lo aprendían ellos: dejándose conquistar por nuestro Señor; haciendo válido eso que nos decía hace un instante el profeta Isaías: aquí estoy, mándame, quiero permanecer siempre junto a ti, quiero hacer lo que tú me pides en el evangelio. ¿Y cómo se hace esto, queridos hermanos? Tenemos que estar cerca del Señor. Del pan partido que celebramos todos los días. Sí. Debemos estar cerca del Señor. Pararnos ante el hermano, y ante tantos tabernáculos que nos encontramos también en nuestra vida. En las personas que nos encontramos. Eucaristía. Las personas. Las situaciones. Permanece la moral y la mentalidad del pan partido. Sí. Allí se comprende el cómo del que Jesús hablaba. Ante nuestro Señor. En la celebración de la Eucaristía. En la adoración del Señor. Se comprende el cómo. Recordad esas palabras: «Como el Padre me ha amado, yo también os he amado a vosotros». ¿Te he amado a ti? ¿Y cómo amaba a Jesús? Dándolo todo. No reteniendo absolutamente nada para sí mismo. Es lo que decimos en el Credo: «Dios de Dios, luz de luz». Le dio todo. Y nosotros, en cambio, nos abstenemos de dar. Cuando, en primer lugar, tenemos nuestros intereses, que defendemos. No imitamos a Jesús. Tampoco somos una Iglesia libre, una Iglesia liberadora. Jesús pide que nos mantengamos en Él. Que nos dejemos conquistar por Él. No que nos dejemos conquistar por nuestras ideas. Porque, si nos dejamos conquistar por nuestras ideas, tenemos la pretensión, no de ser pastores, no de dar la vida, sino de administrar y de controlar. El Señor nos pide que nos fiemos, que confiemos en los demás, que nos entreguemos a los demás. Nos pide liberarnos de la mundanidad, de la tentación de adorarnos a nosotros mismos, de la tentación obsesiva de organizar según nosotros. Por eso, queridos hermanos, le pedimos al Señor, para dejarnos conquistar, humildad, comunión y renuncia. Como veis, conquistar para nuestro Señor.

Queridas hermanas y hermanos: esto es lo que yo os pido que le pidáis a nuestro Señor. En esta etapa de nuestra vida, de nuestra existencia, aquí, en este monasterio, y en todos los que tenéis; donde estáis personas que tenéis como única indicación esto: dar la vida por los sacerdotes, para que nos identifiquemos con Cristo y nos dejemos conquistar por Él. Porque así, queridos hermanos, saldremos, como nos ha dicho el Evangelio que hemos proclamado, enriquecidos. En segundo lugar, conquistados. Pero enriquecidos. Sí. Nos lo decía el Señor. Fijaros: «Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique. Yo les he concedido autoridad sobre todos».

Queridos hermanos: enriquecidos estamos. Nos ha entregado su palabra para que la guardemos. Para que configuremos nuestra vida con esa palabra que el Señor nos da. Estamos en el mundo. No somos del mundo. La obra en nuestra vida la ha hecho el Señor. No nos la han hecho los hombres. El Señor nos ha configurado con Él mismo. El Señor nos ha configurado con su propia existencia. Estamos en el mundo. Pero no somos del mundo. Y el Señor no quiere que salgamos de este mundo. El Señor quiere protegernos de todo mal. Hemos sido enriquecidos, queridos hermanos. Qué maravilla.

La fotografía del día que íbamos a la ordenación igual nos la podrían hacer antes y no después. La cara de los hombres iba a ser la misma. El rostro es el mismo. Pero es verdad que nuestra vida había cambiado con la imposición de manos. Podemos salir por el mundo diciendo a los hombres: perdonamos vuestros pecados. Podemos salir al mundo diciéndole a los hombres: «tomad y comed, porque este es mi cuerpo». Queridos hermanos: hay algo que, si nos dejamos conquistar como os he dicho anteriormente, saldremos siempre enriquecidos. Enriquecidos.

En tercer lugar, el Señor nos envía. Conquistados, enriquecidos y enviados. Enviados. No para nosotros mismos, queridos hermanos. Pero, ¿cómo somos enviados? Nos lo ha dicho el evangelio: «Quiero que los que me has dado, estén conmigo. Donde yo estoy». El Señor quiere estar en todos los caminos donde transitan los hombres. Absolutamente en todos. No podemos decir: esto es lo mío. Esto a mí me va. No. El día que el Señor nos ha regalado su propio misterio y su propio ministerio, el Señor nos lanza a los caminos. Naturalmente que a veces nos gustará más estar en unos que en otros. Es normal. Pero, ¿nos tiene que durar eso? Solo hasta que nos demos cuenta con qué nos ha enriquecido el Señor. Que ha sido con su propio misterio y ministerio. Para estar en medio de los hombres. Y en todos los caminos. De los que fuere. Habrá caminos que ciertamente nos será más fácil. Pero el Señor, el ministerio que nos ha dado a nosotros, a los sacerdotes diocesanos, es un ministerio para andar en todos los caminos. Quiero que los que me has dado estén conmigo. Que vean mi gloria. La gloria que me has dado.

Queridos hermanos: reconocer que Jesús nos ha amado, y que Jesús nos ha enviado a esta tierra para que el amor con el que Él nos ha amado lo entreguemos, se lo demos a los hombres, es de las cosas más bellas que le pueden suceder a una persona. Y nosotros no es que seamos mejores, pero es verdad que el Señor nos ha querido llamar a esto. Y no nos ha dejado solos. Pero sí es verdad que el Señor nos invita, queridos hermanos, a que nos dejemos conquistar. Descubramos la riqueza grande que Él nos ha dado y sintamos la urgencia de salir a este mundo. Y siempre con esta confianza que nos da el salmo 22 que acabamos de escuchar hace un momento: Él nos hace repostar. Él nos conduce. Él repara nuestras fuerzas. Él nos guía. Aunque camine por cañadas oscuras y por caminos que no me apetezcan, Él va conmigo. No me abandona. Ha entrado en mi vida. Él me hace asistir, como ahora a todos nosotros; Él prepara una mesa; prepara una mesa, para que yo me alimente de su bondad y de su misericordia. Para que esta bondad y misericordia del Señor acompañe mi vida siempre.

Queridos hermanos: esta fiesta es una fiesta grande. Sobre todo para nosotros. Es una fiesta en la que tenemos que entrar y dejarnos conquistar por este Jesús, que es el Sumo y Eterno Sacerdote. Pero que nos ha regalado a nosotros. Nos ha dado su misterio. Su ministerio. Y tenemos detrás un grupo de personas, como son las hermanas Oblatas, que ofrendan la vida por nosotros, queridos hermanos. No hacen la ofrenda por que seamos de esta manera o de esta otra. Porque no nos conocen a la mayoría de nosotros. O a muchísimos. Hacen la ofrenda porque Cristo entró en nuestra vida y quiere que sostengamos, y hagamos visible y apetecible el misterio y la vida de nuestro Señor Jesucristo, que se hace presente una vez más aquí, en el misterio de la Eucaristía.

Que el Señor nos bendiga. Y que su Santísima Madre interceda por todos nosotros. Y vamos a pedir también especialmente para que los fundadores de esta congregación pronto lleguen a vivir o ser para nosotros, que ya lo son, pero que la iglesia los reconozca como ese ejemplo. A ese arzobispo, y a esta mujer que fue  la primera que se dejó conquistar el corazón para hacer presente la vida, para que nosotros viviésemos en plenitud el ministerio. Vamos a pedir también para que con nuestra oración se haga realidad que estos ejemplos de estos fundadores, que alientan la vida de estas hermanas, pronto los tengamos en la iglesia -ya los tenemos para muchos de los que les hemos conocido- como ejemplo. Pero que sean reconocidos por la iglesia. Yo ciertamente, queridas hermanas que me escucháis, sabéis que estoy haciendo todo lo que puedo. Y en estos momentos yo creo que se están poniendo las cosas bastante bien para que esto pueda ser posible.

Que el Señor os bendiga a todos, queridos hermanos. Os he hablado de corazón.

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