Homilías

Jueves, 04 enero 2018 11:58

Homilía del cardenal Osoro en la fiesta de la Sagrada Familia (30-12-2017)

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Querido señor Nuncio de su Santidad en España. Señor cardenal, Carlos Amigo. Señor obispo emérito de Ciudad Real. Obispos electos auxiliares de Madrid, don José y don Jesús. Querido vicario general, vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Delegado de la Familia, don Fernando. Queridos seminaristas.

Querido y estimado señor director de Familia y Menor de la Comunidad de Madrid, don Alberto San Juan, y esposa. Queridos directores y presidentes de la Casa de la Familia. Hermanos y hermanas todos. Queridas familias.

Es para nosotros, para todos nosotros, una gran alegría poder estar aquí, celebrando esta fiesta de la Sagrada Familia. Durante todo el día he estado recibiendo a familia por familia, hasta comenzar esta celebración de la Eucaristía. Ha sido para mí, como está siendo estos años, una gracia inmensa el poder recibiros, el poder escucharos, el poder bendecir a tantas y tantas familias que no solamente venís en nombre propio, sino que a veces traéis a otras familias vinculadas a vosotros. Es una gracia escuchar lo que vosotros sentís y valoráis también, y hacéis verdad lo que hace un instante rezábamos y recitábamos todos con el salmo 127: dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos. Felices. Bienaventurados los que escuchan lo que Dios dice y quiere de la familia. Dichosos, felices, bienaventurados los que siguen esos caminos que el Señor, a través de la Sagrada Familia, nos ha enseñado, y nos ha vinculado de una manera especial a todos.

En una de las estampas que os he dado, os decía: «Creo en la familia». Y creo en la familia porque la vida humana surge de dos laderas, no hay otras distintas: padre y madre. Negar una de estas laderas es negar la vida.

Queridos hermanos. Hoy, aquí, en esta catedral, desde esta mañana temprano, hemos asistido a una revolución cierta: la gran revolución que hemos hecho aquí ha sido afirmar que la vida se manifiesta, se da, se revela a través de estas dos laderas que son padre y madre.

Por otra parte, os he dicho también que esperamos mucho de la familia. Sí. La familia ha recibido una misión extraordinaria: nada más y nada menos que custodiar, revelar y comunicar el amor. Pero resulta que nosotros, los discípulos de Cristo, sabemos lo que es el amor. Porque ahí lo tenéis, la expresión más clara y más bella de lo que es el amor: Dios que se ha hecho hombre para acompañarnos. Que ha dado la vida por nosotros. En la familia, ese reflejo es claro. El matrimonio iniciado por el hombre y  la mujer, es la esencia de la cultura de la vida, es la esencia del futuro de la humanidad.

Y por otra parte, hermanos, dichosos también porque queremos seguir los caminos del Señor. Amamos a la familia. Fue en la familia de Nazaret donde encontramos los argumentos necesarios para decir que la familia es una realidad sagrada. La familia es la escuela más bella, más grande, la única que da la verdadera belleza; donde se aprende la verdadera belleza que se revela precisamente en el ser humano. Y eso lo revela esta escuela de arte, que es la familia cristiana.

Tres cosas quiero acercar a vuestra vida en este día.

En primer lugar, como nos ha dicho la Comisión Episcopal de Familia y Vida de la CEE, la familia es un hogar que acoge. Lo habéis escuchado en el libro del Eclesiástico: Dios hace al Padre más respetable que a los hijos. Dios afirma la autoridad de la madre sobre la prole. Honra a tu padre y a tu madre. Dios te escucha. Respeta a tu padre. Dale larga vida. Honra a tu madre, porque el Señor la escucha.

Queridos hermanos: qué palabras éstas. ¿Qué significa en nuestra vida que la familia sea un hogar que acoge? La acogida verdadera es la que hace Dios mismo, queridos hermanos. Responder y descubrir lo que significa que la familia es un lugar que acoge. Meditad esta página del libro del Eclesiástico. Y responded contemplando la familia de Nazaret, porque es un hogar a imitar. Acogió a Dios. La familia cristiana tiene que decir mucho a este mundo nuestro. Acoge a Dios. Y, porque acoge a Dios, sabe regalar el amor de Dios. Y cuando no lo regala, se saben pedir perdón los unos a los otros, porque están en otros parámetros distintos a los que Dios nos ha puesto. Acoger a Dios. Es un lugar que acoge. Nosotros acogemos a los demás en lo que son, como son, en lo que Dios les ha dado, cuando acogemos a Dios. Sin acoger a Dios, es probable que tengamos otros planteamientos. En cuanto alguien nos da la lata, o nos lleva la contraria, o plantea opiniones diversas, enseguida lo rechazamos.

Qué importante es ser un hogar que acoge. Pero se refiere a la acogida de Dios. Por eso, el libro del Eclesiástico nos dice: no abandones ni a tu padre ni a tu madre mientras vivan, ni a tus hijos. Es más, qué palabras más bellas dice: aunque chocheen, ten inteligencia. Vive según Dios. Vive con los criterios de Dios. Vive con las razones de Dios. Y no te abochornes. Si te abochornas, que sea porque la perspectiva que Dios te da de la acogida la abandonas. Seamos, queridos hermanos, una familia. Un hogar que acoge.

En segundo lugar, la familia es un lugar que acompaña. ¿Os habéis dado cuenta de la maravilla en que se nos ha manifestado este acompañamiento? ¿Os habéis dado cuenta la fuerza que tiene este acompañamiento, que se nos ha manifestado precisamente en la carta a los Colosenses, en este texto que hemos proclamado?.

Hay diez mandatos en los que el Señor nos pide que acompañemos a los demás. Meditadlos, queridos hermanos. Primero, nos dice el Señor: sois unos elegidos. Habéis sido elegidos por Dios, para formar además esa familia concreta que tenéis. Elegidos por Dios.

En segundo lugar, revestidos. Os ha puesto Dios en la familia con su misericordia, con su bondad, con su humildad, con su dulzura, con su comprensión. Elegidos primero. Revestidos de ese vestido que san Pablo tan bellamente nos describe: misericordia, bondad, dulzura, comprensión...

En tercer lugar, perdonaros. Si el Señor nos perdona, ¿qué vamos a hacer nosotros con los que están a nuestro alrededor?. Por eso san Pablo nos dice también: hagamos lo mismo.

En cuarto lugar, amados. Por encima de todo el amor, vuestro egoísmo y vuestros  criterios. El amor de Dios por encima de todo. Cuando ponéis otras cosas por encima -el dinero, vuestros intereses personales-, esto no funciona, hermanos.
La familia es un hogar que acompaña. Y tiene que vivir. Que somos elegidos. Que somos revestidos. Que somos perdonadas y perdonados. Que somos amados. Y por encima de todo no hay nada más que el amor de Dios. Que somos agradecidos. Porque el Señor nos ha llamado a formar una comunidad bellísima. Así lo vivían los primeros cristianos en la iglesia doméstica, que es la experiencia más inmediata de lo que es la Iglesia en una familia cristiana. Agradecidos, queridos hermanos.

En séptimo lugar, alimentados. Sí. Alimentados con la palabra de Dios. No os dejéis embaucar por cualquier palabra o por cualquier moda. Dejaos dirigir por la palabra del Señor. Alimentados. Sabios. Sabios, queridos hermanos. Sed sabios. Con la sabiduría que viene de Dios. Enseñaos, nos decía san Pablo, los unos a los otros con sabiduría. Pero no con cualquier sabiduría: la que viene de Dios, la que escucháis en su palabra, la que os hace sentir el gozo en el corazón, la que os hace sentir el gozo de la fraternidad, la que os hace sentir el gozo de conquistar en la dificultad la fraternidad. Sed compositores, nos dice también el apóstol. Sí. Compositores de un himno, de un canto: el canto que supo decir la Santísima Virgen María con su vida, el canto del sí; el canto que supo decir san José junto a la Virgen. Entrar en las razones de Dios. Compositores de un himno. Cantad a Dios este himno.

Y en décimo lugar, vivir en nombre de Jesús. Dejaos nombrar. Sois cristianos. Sois discípulos de Jesús.

¿Veis? Con estos diez mandatos, que nos explica tan bellamente san Pablo, haced un hogar que acompaña. No que impone. No que pospone. Que acompaña. Elegidos, revestidos, perdonados, amados, convocados, agradecidos, alimentados, sabios, compositores de un himno, viviendo en nombre de Jesús. Y teniendo, por tanto, el nombre de Jesús, que es ser cristianos.

En tercer lugar, queridos hermanos, la familia es hogar que sana. No solamente que acoge, no solamente que acompaña: un lugar que sana. La familia nos enseña a ser. La familia nos enseña a hacer. Y la familia nos enseña a vivir. Lo habéis escuchado en el Evangelio que acabamos de proclamar. ¿Veis? La Virgen y san José todo lo ponen en manos de Dios. Ese Niño que es el hijo de Dios, y que ha nacido, lo llevan al templo, lo ofrecen a Dios, lo ponen en manos de Dios. Queridos hermanos: aprendamos a ser. La familia es hogar que sana. ¿Y cómo adquirimos la máxima sanidad? Cuando ponemos la vida en el mejor médico, el que nos salva, el que nos da el título verdadero que tiene un ser humano: hijo. Hijo de Dios.

La familia sana porque nos enseña también a hacer. Habéis visto cómo Simeón, consciente de lo que hace, toma en sus brazos la vida. Sí. Él quiere tener en sus brazos el rostro de Dios. El hacer lo hacemos en la medida que tomamos ese rostro. Por eso, dice: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz». Una vez que tengo esto, no necesito más. Ya lo he visto. Ya sé lo que tengo que hacer.

Y nos enseña a vivir. La familia sana no solamente porque nos enseña a hacer, a ser, sino que nos enseña a vivir. ¿Habéis visto a la profetisa Ana? Daba gracias a Dios. Y hablaba del Niño. Era noticiera de aquello que es importante, de aquello que ha encontrado, de aquello que ha venido. Sed familias que enseñáis a vivir entre vosotros dando la noticia de nuestro Señor Jesucristo.

Hermanos y hermanas: ¿qué significa en nuestra vida ser eso, un hogar que acoge, que acompaña y sana?. Contemplad los textos que hoy el Señor, a través de la Iglesia, nos entrega. Sí. Contempladlos. Descubrir la grandeza de la familia. Un lugar que acoge, que acoge a Dios. Dichoso el que sigue los caminos del Señor. Contemplad a la familia en un hogar que acompaña, que se siente elegida, revestida. Todas esas cosas que nos decía el apóstol. Contemplad a la familia siendo un hogar que sana.

Queridos hermanos: muchas de las situaciones que se dan en nuestro mundo, en estos momentos que vivimos… Puede haber muchos análisis. Muchos, queridos hermanos. Se pueden hacer muchos análisis. De todo tipo. Pero pensad que la familia cristiana es sanadora. Es recuperadora del hombre. Queridos hermanos: si hiciésemos un estudio, incluso sociológico, desde la ciencia, como está demostrado, ¿quién da más sanidad?, ¿quién sana más?, ¿qué institución recupera más al ser humano?, ¿qué institución pone al ser humano en el lugar que tiene que estar?, ¿qué institución da más futuro a un pueblo?. No nos extrañe que el Papa Francisco haya hecho, en estos momentos que vive la historia de los hombres, dos sínodos seguidos -uno extraordinario y otro ordinario- para valorar, ver, recoger, descubrir la grandeza de la familia cristiana.

Que para nosotros este día de la familia cristiana sea un día misionero, queridos hermanos. Habéis visitado durante el día, muchos de vosotros habéis conversado conmigo, otros habéis venido a esta celebración en estos momentos. Sed misioneros de esta familia. Que, como hoy nos dice el slogan que la CEE ha elegido para esta jornada, «Que tu familia sea un hogar que acoge, que acompaña y que sana».

El que hace nuestra familia, Cristo nuestro Señor, que tuvo una experiencia profunda de lo que es la familia, que en su familia ha querido hacernos ver lo que tiene que ser la familia cristiana, se hace presente esta noche aquí. Vamos a recibirlo con alegría todos nosotros. No es una antigualla, queridos hermanos. Es la novedad más grande. Acogerle a Él es restaurar la novedad más revolucionaria que existe en esta tierra. Hagámoslo. Seamos conscientes de lo que el Señor nos ha regalado.

Que así sea.

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