Homilías

Lunes, 30 agosto 2021 15:27

Homilia del cardenal Osoro en la I Jornada Mundial de los Abuelos y los Mayores (25-07-2021)

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Queridos vicarios episcopales, vicario para la Vida, vicario del Clero. Querido delegado de Pastoral de la Salud. Deán de la catedral. Hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas.

Hoy celebramos la fiesta del patrón de España, el apóstol Santiago. Y coincide también con este domingo en el que el Papa Francisco ha querido que celebrásemos en la Iglesia, a partir de este año, el Día de los Abuelos. «Oh Dios –decíamos hace un instante–, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben». Tenemos una misión, queridos hermanos. En el salmo le pedíamos al Señor que ilumine nuestro rostro, que toda la tierra conozca los caminos de Dios, que todos los pueblos experimenten dónde está la salvación de los hombres, que las naciones canten de alegría, y que la tierra dé el fruto, ese fruto que nos da el Señor cuando entra en nuestro corazón y desde nuestro corazón deseamos organizar nuestra vida y nuestra convivencia.

La Palabra de Dios que acabamos de proclamar podría resumirse en tres palabras: valientes, creyentes y servidores. Tres palabras que nos ayudan a entender esta fiesta del apóstol que estamos celebrando, y este recuerdo merecido a nuestros mayores.

Valientes. Testigos valientes. Ya desde el principio, desde el inicio de la Iglesia, los apóstoles daban testimonio de la Resurrección del Señor. De esa Resurrección que era el triunfo del hombre sobre la muerte. Triunfo que alcanza Dios mismo, y nos lo regala a los hombres. Y este triunfo es el que se dedican a predicar los apóstoles por todas las partes de la tierra. Y hay dificultades, queridos hermanos: no solamente en el inicio de la evangelización por los apóstoles, sino en estos momentos también, para toda la Iglesia, de diversas maneras, en todas las partes de la tierra. Sí.

«¿No os habíamos prohibido enseñar en nombre de ese?». Anunciar a Jesucristo en su totalidad, en lo que Él nos inspira y nos dice que prediquemos, queridos hermanos, a veces es molesto en muchas situaciones que viven los hombres. Anunciar la vida, defender la vida, descubrir que nosotros no somos dueños de la vida, que solo es Dios, que tiene su tiempo para cada uno de nosotros, esto hoy es discutido en muchos lugares. También entre nosotros, queridos hermanos. Y es necesario anunciar la Resurrección de Cristo. Es necesario que los cristianos entendamos siempre que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres; que hay que obedecer a aquel que ha triunfado, que ha resucitado; que nosotros queremos ser testigos de este Jesús que es salvación para todos los hombres. Que es lugar para construir la fraternidad entre todos los hombres. Que es lugar de encuentro, de abrazo entre los hombres, no de división. Valientes.

En segundo lugar, creyentes. Queridos hermanos: es verdad que este misterio, como relata el apóstol Pablo, lo llevamos en vasijas de barro. Esas vasijas nuestras, que somos nosotros, que nos rompemos fácilmente. Es verdad que tenemos dificultades, como decía el apóstol: nos aprietan, nos aplastan, apurados, desesperados, abandonados… Y quizá nos rematan. Pero en todas partes, y en todas las ocasiones, llevemos en nosotros le cuerpo de Jesús y la vida de Jesús. Es decir, la muerte de Jesús y la vida de Jesús, que se tiene que manifestar en nuestra propia existencia. Qué expresión la del apóstol Pablo: «Creí, por eso hablé».

Queridos hermanos. Este encuentro en esta fiesta del apóstol Santiago, aquí, en esta catedral de Madrid, es una manera también de expresar y de decir: «creí, por eso hablé». San Pablo, y Pedro como primero entre los apóstoles, pero todos los apóstoles, Santiago y todos los demás, salieron del solar de Palestina a los lugares conocidos del mundo para anunciar a Jesucristo Nuestro Señor. Porque ellos afirmaban lo mismo que nos decía el apóstol Pablo hace un instante: «Creí, por eso hablé». Nosotros creemos. Nosotros nos adherimos a Cristo. Nosotros queremos abrazar a Cristo. Nosotros tenemos una manera de entender la vida, de entendernos a nosotros mismos, de entender las relaciones entre nosotros, y por eso decimos también con el apóstol: «Creí, y creemos». Y por eso hablamos. Creyentes apasionados, queridos hermanos. Que no es decir creyentes que nos lanzamos a matar a quien sea. ¡No! Creyentes que abrazamos a los hombres; que entregamos el amor de Dios, pero que sabemos vivir en la verdad de Nuestro Señor Jesucristo, que a veces no coincide con verdades que se nos quieren imponer.

Sí. Valientes. Creyentes. Y, en tercer lugar, servidores. Queridos hermanos: ¡qué palabras más bellas les dice Jesús a la madre de los Zebedeo, y a Santiago y a Juan!. «¿Qué deseas?». «¿Qué deseas?», preguntó a la madre. Y preguntó a los hijos: «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?». Es decir, «¿estáis dispuestos a dar la vida?». Es la misma pregunta, tanto a la madre como a los hijos, que nos hace el Señor a nosotros en esta fiesta del apóstol Santiago: ¿Qué deseas? ¿Qué deseas para ti? ¿Qué deseas para los hombres? ¿Qué deseas para este mundo? ¿Qué deseas para España? Y Jesús nos dice lo mismo: «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?». Y sigue el Señor: «Los jefes de los pueblos tiranizan, los grandes oprimen. No será así entre vosotros. El que quiera ser grande, que sirva. Que sea servidor de todos». Esto es lo que nos enseña a nosotros Nuestro Señor Jesucristo.

Queridos hermanos. Dos fiestas coinciden. Santiago. Columna de la Iglesia. Celebramos su memoria hoy en España. Él experimentó un amor que lo sanó y que lo liberó. Se convirtió en apóstol y ministro de liberación para los demás. La tradición cristiana habla del apóstol Santiago, que llegó a España y nos entregó las primeras noticias de la fe en Nuestro Señor Jesucristo. Lo que sí es cierto, sea como fuere, es que en España entró esa adhesión a Cristo, y Santiago se nos manifiesta como un hombre libre porque fue liberador. Santiago fue liberado ante todo sentimiento de inadecuación y de la amargura del fracaso. Y esto ocurrió gracias al amor incondicional que él tenía hacia Jesús. Aunque era experto, varias veces experimentó también la noche. El amargo sabor de la derrota. Sí. De esa derrota que tenían los pescadores entre otras cosas por no haber pescado nada. Y, ante las redes vacías, seguro que él tuvo la tentación también del abandono. Y del miedo. Si bien es verdad que él era un apasionado discípulo de Cristo. Jesús lo amó gratuitamente y apostó por él. Como nos ama a nosotros, queridos hermanos: gratuitamente. Y el Señor apuesta por cada uno de nosotros. Y nos anima, como animó a Santiago, a no rendirse; a echar las redes al mar; a caminar; a mirar con valentía incluso cuando vemos nuestra debilidad; a seguirlo en el camino de la cruz; a dar la vida por los hermanos; a cuidar a los demás. De este modo, nos liberó del miedo y de los cálculos, basados únicamente en las seguridades humanas y en las preocupaciones quizá mundanas. Y Él nos infundió, como infundió a Santiago, el valor de arriesgarlo todo y la alegría de sentirse pescador de hombres.

Queridos hermanos. Santiago sintió aquellas mismas palabras que el apóstol Pablo nos relata en sus cartas. «Dios eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes». «Que todo lo podemos en aquel que nos fortalece y nos conforta» . »Que nada puede separarnos de su amor». Por eso, lo mismo que Pablo y los demás apóstoles, también Santiago pudo decir: «El Señor me asistió y me seguirá librando de toda obra mala». Queridos hermanos: la Iglesia en España mira hoy una vez más a Santiago como gigante de la fe, y ve en él a alguien que nos entregó la verdadera liberación. La fuerza del Evangelio. Solo porque el encuentro con Cristo es lo que nos libera. Santiago le dijo a Jesús que sí podía beber de ese cáliz. «Podemos». «¿Podéis beber del cáliz que yo voy a beber?». «Podemos». Y, tocado por el Señor, fue liberado. También a nosotros. En esta fiesta, el Señor quiere tocar nuestro corazón, y quiere liberarnos. Siempre necesitamos ser liberados. Solo una Iglesia libre, libre de verdad, es creíble. Y hemos de ser libres. Como Santiago, estamos llamados a liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca. A liberarnos del miedo, que nos inmoviliza, que nos hace temerosos; a encerrarnos en nuestras seguridades; a quitarnos la valentía de la profecía. Estamos llamados a ser libres de las hipocresías de la exterioridad. Libres de la tentación de imponernos con la fuerza del mundo, en lugar de hacerlo con la debilidad que da cabida a Dios. Libres de una observancia religiosa que nos vuelve rígidos e inflexibles. Libres de vínculos antiguos: del poder, del miedo, de la incomprensión, de ser atacados.

Santiago nos presenta la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor por su ternura y por su fidelidad. Él es quien guía a la Iglesia. Una Iglesia débil, pero fuerte cuando se organiza desde la presencia de Dios. Una Iglesia liberada, que puede ofrecer al mundo liberación; que puede darse a sí misma, y que no pierde la esperanza. Preguntémonos, queridos hermanos, como hace un instante el Señor preguntaba también a la madre de los Zebedeo: «¿Qué deseas?». ¿Qué deseamos?, queridos hermanos Y dejémonos preguntar también por Jesús la misma pregunta que les hizo a Santiago y a Juan: «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?».

Queridos hermanos. Santiago nos recuerda la misión que tenemos: dio su vida. Se convierte para nosotros en instrumento de liberación. Y hoy el Señor nos acompaña. Y el Señor quiere, o ha querido, que en España en concreto en esta fiesta, recordemos a nuestros mayores. Sí. A los abuelos. El Señor sigue enviando ángeles para quitar la soledad. «Yo estoy contigo todos los días». Esto nos lo dice a nosotros también para que estemos con los mayores. Seamos ángeles para los mayores. Este es el sentido de esta jornada que ha querido celebrar la Iglesia por mandato del Sucesor de Pedro. Y que la celebra por primera vez este año, después de un largo aislamiento y una reanudación muy lenta de la vida social. Que sintamos el gozo de que cada abuelo, cada anciano, cada persona mayor, sobre todo los que están más solos, reciban la vista, como dice el Papa, del ángel. Y el ángel somos cada uno de nosotros, queridos hermanos. A veces los nietos, el rostro de los familiares, el rostro de los amigos, ha faltado. Y es necesario que seamos agradecidos a aquellos que nos han dado lo que tenemos y que quizá, por no aprender de la sabiduría que ellos tienen, como os escribo en el carta de esta semana, sabiduría y fuerza -tenemos necesidad de sabiduría y fuerza, la sabiduría de los mayores, unida a la fuerza de los más jóvenes–, él nos envía como mensajeros para dar los abrazos a aquellos que están solos, a aquellos que les debemos lo que tenemos, a aquellos que nos dejaron la fe que predicó Santiago, a aquellos que nos hicieron grandes a nosotros. El Señor nos envía como mensajeros. Nos conmueve que el Señor nos invite a la fidelidad hacia los mayores: con palabras, con hechos, con consuelo.

Queridos hermanos: ¿cuál es nuestra vocación hoy? ¿Cuál es? Nuestra vocación tiene que ser custodiar la fe que se nos entregó. Y custodiar las raíces. Y las raíces de esa fe están en los más mayores; que han sabido hacer una historia, no fácil, en nuestro pueblo; que han sabido construir la fraternidad; han sabido entregar vida, desarrollo... ¿Cuál es nuestra vocación? Construir raíces. Custodiar raíces. Trasmitir la fe a los jóvenes. No lo olvidemos, queridos hermanos. Hoy, en esta fiesta del apóstol y en este Día de los Abuelos. No importa la edad que tengamos. No importa. Nos tenemos que convertir todos nosotros en hombres y en mujeres que nos ponemos en marcha, que salimos de nosotros mismos, para engendrar algo nuevo: compañía, acompañamiento, aprendizaje de los que tienen verdadera sabiduría, y para ponerla en práctica en los lugares donde estamos. ¿Cómo podemos empezar? ¿Cómo puedo dedicarme a esto? ¿Cómo puedo ampliar mi mirada? ¿Cómo lo puedo hacer? Como Jesús, queridos hermanos.

El Papa, al finalizar la carta, nos recuerda una página del Evangelio preciosa: «¿Cómo puede un hombre volver a nacer cuando ya es viejo?», que es la pregunta que le hizo Nicodemo al Señor. ¿Cómo podemos nosotros volver a nacer, queridos hermanos? Abriendo nuestro corazón al Espíritu Santo. El Espíritu sopla donde quiere. Y el Espíritu sopla en nuestra vida. Y el Espíritu nos hace ser agradecidos. Y el Espíritu nos impulsa a ser como san Pablo y como todos los apóstoles; como Santiago, a quien recordamos hoy. Anunciar el Evangelio, anunciar la vida, anunciar lo que hace posible que los hombres no nos peguemos y malentendamos, sino que nos abracemos. Y buscar el anuncio desde la sabiduría de quien la tiene: nuestros mayores. Y con la fuerza de los que la tienen también: nuestros jóvenes. Pero es necesario unir sabiduría y fuerza. No separarlas. Por eso, acompañemos a lo abuelos.

Queridos hermanos: que esta fiesta del apóstol Santiago nos haga a nosotros, en este Día de los Abuelos, valientes, creyentes y, por supuesto, servidores arriesgados del Evangelio. Encontrémonos con Nuestro Señor Jesucristo. Y dejemos, por un instante, que entre el Señor en nuestra vida. Dejadle que entre. Hacedlo. Haced esta prueba esta mañana: «Señor, yo te dejo entrar en mi vida. Pero no para quedarme contigo, sino para darte y repartirte a todos los que encuentre en mi vida». Amén.

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