Homilías

Jueves, 22 noviembre 2018 14:15

Homilía del cardenal Osoro en la IX Jornada Social Diocesana (17-11-2018)

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Querido Vicario General. Vicario episcopal para el Desarrollo Integral e Innovación. Queridos vicarios episcopales. Hermanos sacerdotes. Queridos seminaristas. Hermanos y hermanas todos.

Es verdad que solamente si descubrimos y experimentamos lo que el salmo 15 nos decía hace un instante: que el Señor es mi herencia, mi suerte, mi acompañante, mi alegría, mi gozo, mi vida; que es el Señor al que tengo como Maestro, que gozo en su presencia y hago gozar a los demás cuando mantengo en mi presencia su vida; que la alegría que yo tengo es la que transmito y entrego a los demás, no con palabras sino con obras… Este es el Señor que nos reúne a nosotros hoy, en esta jornada mundial que el Papa Francisco ha querido que todos nosotros celebremos: la Jornada Mundial de los Pobres. La II jornada.

Es cierto que para nosotros la Palabra de Dios que acabamos de escuchar tiene una fuerza singular. Mantiene una unidad también con lo que estamos celebrando. Porque la Jornada Mundial de los Pobres es una gracia. Es una gracia que el Señor nos quiere regalar para que hagamos verdad lo que aquí, con estas maletas que habéis puesto delante, se dice.

Madrid quiere acoger. Y quiere acoger en mi casa. Y quiere que acabemos con todo el descarte, con toda la corrupción que pueda existir. Y quiere una Europa que, como decía san Juan Pablo II la primera vez que vino a España en Santiago de Compostela, vuelva a las raíces cristianas y, por tanto, sea una Europa que viviendo y remitiéndose a Jesucristo, acoja.

La Iglesia ha de mirar siempre donde ha mirado Jesucristo. Por eso, esta jornada es una jornada de gracia para nosotros. Gracias a esa mirada, la iglesia se renueva siempre. Por gracia de Dios, yo he podido participar en este último Sínodo de Obispos que acabamos de celebrar y, muy directamente en este, por ser miembro durante la preparación del Sínodo de la Secretaría General. Y el Santo Padre, el Papa Francisco, ha querido siempre decirnos que solo en la cercanía y en la confianza que hemos de tener con todos los hombres, y especialmente con los pobres, escuchándolos, dándoles protagonismo, así como también dándoles la voz en las diversas situaciones sociales y existenciales muy variadas que viven, es cuando nosotros podemos decir que estamos con los pobres.

La fuerza del Espíritu Santo se manifiesta siempre dándonos a conocer a todos nosotros también ese camino de Emaús por el que transitan todos los hombres y también los pobres. Haciéndonos ver a todos que el camino de Emaús sigue abierto. Y en ese camino, nosotros tenemos que acercarnos a las personas que más lo necesitan. Pues Jesús se hace presente en el camino de los pobres. En todos los caminos por los que transitan. Y quienes pasan por ese camino, a ellos se acerca Jesús. Quiere quererlos, quiere hacerles sentir su amor, y quiere hacerles percibir que hay otros horizontes de vida y esperanza que nada ni nadie debe quitar a ningún ser humano que está creado a imagen y semejanza de Dios.

Por eso, cuando encuentran a ese discípulo de Jesús que entra en el camino y se encuentra con los que más necesitan, quizá también nosotros, aparte de aprender mucho de ellos, ellos nos remiten y son voz que nos dicen también como a Jesús, los discípulos de Emaús: ¿eres tú el que no se ha enterado que a Jesús lo han crucificado? ¿Y lo han hecho en mi persona? ¿Por qué no me dejan entrar y tener un sueño donde pisar? ¿Un trabajo? ¿Por qué no me dejan vivir con la dignidad que todo ser humano tiene que vivir cuando viene a este mundo? ¿Eres tú el único que no se ha enterado?

Pero en este aún no saber quién es el que está a su lado, ellos sienten la necesidad de que se les acompañe. Los pobres quieren nuestra compañía. Y un discípulo de Jesús, o da compañía a los pobres, o no es discípulo de Jesús.

Hoy, en las diversas situaciones que se encuentran los pobres, han de experimentar que Jesús, como entonces, como hizo en el camino de Emaús, camina también hoy con los hombres. Y en ese camino, no solo no estorba Jesús, sino que siente que su compañía les agrada. Encuentran luz. Ven su propia vulnerabilidad. Y lo que realmente empobrece. Y nosotros sentimos la llamada a la conversión y a la solidaridad, y a trabajar contra la cultura del descarte.

Y es que, queridos hermanos, cuanto más vamos con Él, también cuanto más le hacemos presente a Él en el camino con los que más necesitan, nos pasa y les pasa a los que están a nuestro lado como a los discípulos de Emaús: se les abren los ojos, encuentran a un portador que sana en quietud para ellos, que su compañía es de acogida, de respeto, de acompañamiento. Y gracias a esa compañía, con capaces de sacudir la desesperanza, la pesadez y la lentitud. Y además descubren que Jesús, no solamente no quita libertad, sino que libera porque pone en relación verdad y caridad. Las une. Las une. Y lo hace acompañándolos en todo lo que son, y como son.

Cuando pasamos así por el camino, también nos sucede como a los discípulos de Emaús: nos vamos sin demora a anunciar a Cristo, viviendo la fraternidad y el servicio a los pobres. Nos vamos a la misión.

Pues, queridos hermanos, desde ahí tenemos que entender la palabra que el Señor hoy nos ha entregado. En este domingo XXXIII del tiempo ordinario, que nos habla del final del mundo, pero que nos está hablando del presente. Y que nos invita a asumir tres tareas. Tres tareas a vivir cuando se acerca el final de los tiempos.

La primera, ocúpate y salva a todos los hombres. Lo habéis escuchado en la profecía de Daniel. Anticipando la venida de Cristo, nos dice: se levantará Miguel el arcángel, que se ocupa de tu pueblo, serán tiempos difíciles, pero los sabios brillarán, y los que enseñan a muchos la justicia brillarán como estrellas por la eternidad.

Jesucristo, queridos hermanos, nos ha llamado a formar parte de su pueblo. El pueblo de Dios. Un pueblo que tiene la misión de dar a conocer a todos los hombres la sabiduría que viene de Dios, como nos decía la profecía de Daniel. Sí. A implantar la justicia de Dios, que va más allá, más adelante, más al fondo que la de los hombres. Somos dadores de lo que tenemos por gracia de Jesucristo, que es su misma vida. Y de dar también su eternidad. Y mostrarla. Esta ocupación que ya el Señor quiere que tengamos… Él vendrá. Pero mientras tanto nos está diciendo: ocúpate de los hombres. Ocúpate. De su situación.

Y nos lo dice de una manera especial hoy aquí, queridos hermanos y hermanas. Sí. De una manera especial. Manifiesta en medio del mundo, con fe, defiende tu identidad y su identidad con los que te encuentras por el camino. Porque todos los hombres son imágenes de Dios. Y es necesario que tengan y vivan como imágenes de Dios, semejantes a Dios. Ocúpate y salva a todos los hombres.

Queridos hermanos. ¿No haríamos un mundo diferente si todos acogiésemos esta misión que hoy el Señor nos da? Ocúpate. Ocúpate de tu pueblo, que son los hombres. Y para hacer esta tarea, vuelvo a repetir, os invito a que leáis la carta que con motivo de la jornada mundial de los pobres escribía en Alfa y Omega el otro día, donde os invitaba a asumir y a realizar tres conquistas: el espíritu de las Bienaventuranzas, métete en el espíritu de las Bienaventuranzas; apuesta por ser y manifestar que la Iglesia es Madre y Maestra, y entra en diálogo con todos los hombres; e intenta también vivir con coraje apostólico, que es el que ha de caracterizar a los discípulos de Cristo, que tienen el corazón para todos los hombres y para todo el hombre. Sin distinción de ningún tipo, queridos hermanos.

Ojalá en esta casa hoy pudiésemos reunir con nosotros, en la celebración de la Eucaristía, a gentes que quizás no creyesen como nosotros, pero reunidos con nosotros nos harían ver la grandeza de estas conquistas. Que no las podemos hacer con armas. Bienaventuranzas. La caridad, expresada en el capítulo 25 del Evangelio de san Mateo; la oración: el diálogo con Dios, que nos hace ver el diálogo con los hermanos.

En segundo lugar, vivamos con la vida y la gracia de Jesucristo. Lo habéis escuchado en la segunda lectura que hemos proclamado: qué hondura adquiere la vida humana cuando descubrimos que Cristo ofreció su vida por nosotros. Por todos los hombres. De tal modo que con su ofrenda realizada llega a la perfección a todos los hombres. Nos ha regalado y conquistado con su vida de una vez para siempre. Nos conquista. Hay muchos hombres, entre ellos también jóvenes, de todas las latitudes de la tierra, que hoy están apostando por Jesucristo y por hacer presente en medio de este mundo su vida. Creen en Él, esperan en Él y aman como Él. Y vivir con la gracia y la vida de Cristo hace sentirnos Iglesia, que es Madre y Maestra. Sentir que somos familia y que podemos ampliarla si damos a conocer con obras y palabras a Jesucristo. Sí. Porque la projimidad verdadera, la que nos enseña Cristo, atrae. E inunda de esperanza a los hombres.

Es verdad que en esta madre aparecen debilidades. Están en las que la formamos. Pero ella es buena madre, capaz de transmitir el mensaje imperecedero de Cristo. Vale la pena aferrarse a la barca de la Iglesia, como hicieron los primeros, aunque surjan tempestades y a pesar de ellas, porque ella sigue ofreciendo a todos los hombres refugio y hospitalidad. Y no olvidemos esto: sigue ofreciendo a los hombres. Tiene que ofrecer a los hombres. Con más fuerza aún. Refugio y hospitalidad. Y nos invita a que escuchemos, a que nos escuchemos los unos a los otros, a que escuchemos a los que más necesitan, a que pongamos nuestra vida al servicio de los demás.

¿Veis? Vivir con la vida y con la gracia de Jesucristo. Vivir la vida. Nos pide vivir con valentía de hablar. Con la humildad de escuchar. Sí, de hablar, queridos hermanos. De hablar al que a lo mejor no me gusta. A ese le debo escuchar más. Todos los hombres tienen derecho a ser escuchados. Y los cristianos tenemos la obligación y la tarea de escuchar a todos. Sin excepción. Y más a los pobres. Y una vez escuchados, han de ser también acogidos. Y una vez acogidos, con ellos reflexionemos sobre sus vidas: y qué me dice, y cómo tengo que actuar, y cómo actuaría Jesucristo.

Y, en tercer lugar, entremos en el río de la gracia y la salvación. Nos lo decía el Evangelio: Jesús anuncia el final del tiempo, pero nos invita a no tener miedo. Quiere que entremos en el río de la gracia; en e l río de su amor, de su entrega, de su salvación. Jesucristo va a aparecer con gran poder y majestad. Ya está. Pero nos dice: el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Sabiendo que esta realidad la tenemos ya. Acojamos. Acojamos esa plenitud de la vida que elimina eso que decía el Evangelio; que elimina angustias, que elimina tinieblas, que hace posible el resplandor. Siempre. Que elimina el que nos asustemos ante el tambaleo que puede existir en el mundo de hoy. Él es eterno y salvador. Entremos en el dinamismo. Nos hará ser hombres y mujeres de escucha, y presentes en todos los caminos en los que pasan los hombres, y en las situaciones en las que se encuentren.

Que, como discípulos de Jesús y miembros de la iglesia, no tengamos nunca deuda de escucha y deuda de acogida. Eso también es un valor, y pertenece a Dios. Al fin y al cabo, las deudas que tengamos en este mundo, que seguro que las tenemos también, y no solamente en el banco, sino con los demás, que seamos capaces sobre todo de las que tenemos con los demás de no tenerlas. Y nos dejemos interpelar. Que seamos promotores de esa cultura del encuentro de la que tantas veces os he hablado, que tiene la manifestación más bella en la acogida y en el amor que damos a todos, pero con una atención especial ayudando a los últimos. Eso es lo que convence. Eso es anunciar el Evangelio. La buena noticia. Eso es quitar las tinieblas. Eso es no tener miedo a la venida de Jesús. Al contrario: ven Señor Jesús, gritaban los primeros cristianos.

El Señor, al final de los tiempos… que nos encuentre compartiendo como fruto de la solidaridad, que nos impulse a realizar un camino de inclusión eclesial y social, y a vivir como en una permanente opción por los pobres, porque en ellos descubrimos a Cristo.

Entrar, queridos hermanos, en este río de la gracia y de la salvación, nos hace huir y liberar nuestra mente y nuestro corazón de prejuicios y de estereotipos. Nos hace entender la vida como servicio gratuito. Somos servidores. Recordad al Señor: no es más el siervo que el amo, y si el amo os lava los pies, haced vosotros lo mismo con todos los hombres. Y más con los que quizás estén más sucios.

No podemos ser autosuficientes. Necesitamos al Maestro.

Hoy es un día, queridos hermanos y hermanas, para que dejemos hacer germinar sueños. Dejemos que se susciten profecías. Estas que nos ha dicho el Señor en su Palabra. Para hacer florecer esperanzas. Para aprender unos de otros. Para crear una especie de imaginario positivo, que ilumine nuestra mente, nuestro corazón, que lo endurezca, que de fuerza a nuestras manos para agarrar a los hombres, dárselas; que nos de fuerzas a todos. Que nos haga ver un futuro lleno de la alegría del Evangelio. Que nos haga ver cómo nos tenemos que situar nosotros ante ese futuro para llevar la alegría del Evangelio.

Hermanos: ocúpate y salva a los hombres; vive con la vida y gracia de Cristo; vívela, y entra en el río de esta gracia y esta salvación.

El Señor además se nos manifiesta ahora aquí, en la Eucaristía. Al entrar en comunión con Él entramos en ese río de gracia y salvación. Yo no puedo dejar de entregar aquello que recibo. Y recibo a Dios mismo. Recibo a Jesucristo.

Que entre todos, con todos y para todos, lo demos nosotros. Esto es acoger. Y el Señor os invita a hacerlo. Que esta jornada que estamos viviendo seamos capaces de hacérsela vivir con alegría. No por imposición, sino por opción, cuando nos damos cuenta de que somos miembros del pueblo de Dios, elegidos por Jesucristo nuestro Señor, para formar parte de este pueblo, y para administrar su gracia y su salvación. Que nos demos cuenta de la tarea bella, inmensa, suscitadora de sueños y de gracias para todos los hombres. Amén.

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