Homilías

Martes, 20 diciembre 2022 10:27

Homilía del cardenal Osoro en la Jornada Mundial de los Pobres (13-11-2022)

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Querido vicario general. Deán de nuestra catedral. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Querido señor ministro de Relaciones Exteriores. Señora embajadora en España de Polonia. Querido padre Marek, capellán de los polacos en Madrid. Querida directora del Instituto Polaco de Cultura. Queridos hermanos y hermanas.

Un día singular y especial en este domingo en que la Iglesia también nos ha pedido a todos nosotros que tengamos una mirada hacia los más pobres, hacia los que más necesitan. Al Papa san Juan Pablo II, a quien nosotros en este día, queremos dedicarle una capilla de nuestra catedral, de esta catedral que fue bendecida por él, nosotros le pedimos también que él, que tanto interés tuvo por los más pobres de este mundo, siga intercediendo por nosotros también para que seamos capaces de regir, como nos decía el salmo responsorial, toda la tierra con justicia, y que todos los pueblos puedan vivir en el amor y en la misericordia de Dios.

Es un día, como os decía, singular. Precisamente por el día que vivimos, dedicando esta jornada a los más pobres, y porque en este día inauguramos esta capilla que hemos preparado, dedicada a san Juan pablo II.

La Palabra de Dios que hemos proclamado nos ayuda a entender lo que nosotros hemos de ser en nuestra vida. Tenemos que amar a todos los hombres. Tenemos que amar a este mundo. Tenemos que trabajar en este mundo. Y tenemos que poner los cimientos verdaderos a esta humanidad, en los cuales Dios es alguien fundamental.

Tenemos que amar. Lo habéis escuchado hace un instante en la primera lectura de Malaquías. «A los que aman en mi nombre los iluminará el sol», nos decía la lectura. A los que aman con las medidas del amor de Dios tendrán luz, tendrán dirección, marcarán caminos en la vida. En este día en que en toda la tierra la Iglesia recuerda ahora, y busca y se ocupa de los que más necesitan; en este día en que esta catedral nos hace un regalo especial a través de san Juan Pablo II, teniendo una capilla donde está su reliquia, donde podemos orar, donde podemos confesar: ahí está el confesionario del arzobispo. Donde podremos tener experiencia de un hombre que amó con todas las consecuencias a todos los hombres de la tierra. Nos defendió. Defendió la dignidad del ser humano. Un hombre de vuestra tierra, queridos hermanos polacos. Un hombre que salió de vuestra tierra, y que se hizo el profeta del mundo, al cual él sirvió con todas las consecuencias y amó de una manera singular.

Amad. Pero no con cualquier amor. La medida del amor es la que nos da Jesucristo Nuestro Señor. Que es un amor sin medida. Es absoluto. Va buscando a todos los hombres. Va buscando a todos los hombres en todas las situaciones en las que están y en las que vivan. El recuerdo y la memoria de san Juan Pablo II nos hace entender esto: cómo buscó, cómo paseó por este mundo, queriendo hacerles ver que solo el amor de Dios construye la vida de los hombres; que solo las medidas del amor de Dios nos dan la garantía para que todos los hombres puedan ser reconocidos con toda la dignidad. Con la máxima dignidad que es la de ser hijos de Dios. «A los que aman en mi nombre los iluminará el sol». Y el sol es el mismo Jesucristo.

Queridos hermanos: gracias a vosotros. Porque con todos los fallos que podamos tener todos, empezando por mí mismo, queremos amar y regalar el amor de Dios a todos. Y es el Señor el que nos iluminará. Nos hará ver las circunstancias, los modos, las maneras, en que tenemos que entregar este amor de Dios.

En segundo lugar, el Señor nos ha pedido trabajar. No solamente amar. Trabajar. «No podéis vivir sin trabajar». Nos decía el apóstol Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses: «Cuando vivimos con vosotros, os dije —dice el apóstol—: el que no trabaje, que no coma». «No viváis —nos decía el apóstol— muy ocupados en no hacer nada». No se trata de no hacer nada: se trata de llevar el amor de Dios a esta tierra y a este mundo.

El recuerdo y la memoria de san Juan Pablo II nos hace ver cómo él paseó, mientras fue Sucesor de Pedro, por todos los lugares de la tierra, intentado hacer ver y regalar el amor de Dios. Este amor que no pone condiciones. Este amor que abraza siempre. Este amor que mira siempre. Y mira a todos los hombres, regalándonos la dignidad que todos hemos recibido de Dios. Este amor que tiene concreciones a la hora de vivirse y de realizarse. Amar. Trabajar, para hacer llegar este amor.

Y, en tercer lugar, cimentar nuestra vida. Hay que poner cimientos serios. Nos decía el Evangelio cómo algunos ponderaban la belleza del templo por la calidad de la piedra. Y Jesús, lo habéis escuchado, dijo estas palabras: «No quedará piedra sobre piedra. Todo será destruido». Esta es la respuesta de Jesús a los discípulos, que estaban fascinados por la grandiosidad y solidez del templo. Esta es la respuesta a todos nosotros, que a veces nos fascinan tantas y tantas cosas.

En Jerusalén se estaba construyendo el templo con una fastuosidad impropia del momento. Se sabe, por documentos de la época, que la grandiosidad era impresionante. Y, por otra parte, la penuria económica del pueblo sencillo era tremenda. Algunos ponderaban la belleza del templo por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús responde a este comentario de los discípulos sobre la belleza del templo hablando de crisis y destrucción. Es como si les dijera a los discípulos: «Esto, que se basa en piedras y en una magnificencia exterior, va a cambiar. No quedará piedra sobre piedra».

¿Qué significa la afirmación de Jesús, queridos hermanos? Que el derribo material del templo es expresión de que un mundo injusto tiene que acabarse, queridos hermanos. Y solamente se puede acabar con las medidas del amor de Dios. Y esta es la gran invitación que nos hace el Señor hoy a nosotros. Sí. El mundo injusto tiene que acabarse, porque el reino de Dios ha de ser posible. Pero este hecho histórico también tiene para nosotros un sentido simbólico: toda construcción de nuestra vida, cuando se fundamenta en lo exterior, en la apariencia, en lo superficial, se va a derrumbar siempre. Siempre cae. Y, por eso, el Señor nos invita hoy a todos nosotros a fundamentar la vida en lo auténtico: en lo inconmovible, en la verdad, en la vida, que es Dios mismo.

¡Qué bien nos lo ha explicado el Papa san Juan Pablo II en todos los lugares de la tierra donde él ha anunciado el Evangelio! La destrucción del templo y de Jerusalén representa el derrumbamiento, e incluso una forma de entender la vida; representa nuestras falsas seguridades, en las que a veces nos apoyamos, y en las que perdemos de vista que nuestra roca es Jesucristo mismo.

Sí: para poder construir este mundo nuevo, conviene que del otro mundo y de la otra manera de vivir nos llegue esta noticia. Las grandes potencias de la historia de hoy, sí: esclavizan, amenazan el mundo… Caerán. Y todo lo que hay de superficialidad en nuestra vida, que a veces nos arrastra y domina, cae. Y, por eso el Señor, les dijo a los discípulos, y nos lo dice a nosotros: cuidado, que nadie os engañe. Vendrán muchos que dirán «yo soy». Estas palabras de Jesús están llenas de cariño hacia nosotros, queridos hermanos. Hoy el Señor quiere llegar a nuestro corazón. Él no quiere que nos equivoquemos de camino.

A la muerte de Jesús surgieron muchos falsos Mesías. En momentos de crisis, ya sea crisis cultural, religiosa, económica, política o psicológica, asoma siempre la fiebre mesiánica; se busca la salvación inmediata de lo que da una especie de seguridad aparente; y nos encontramos a veces con ofertas engañosas, que ni aportan liberación ni aportan felicidad a los hombres. ¡Qué bien lo sabía predicar esto el Papa san Juan Pablo II! Ningún ídolo debe contaminar el universo en el que estamos. De lo contrario, en vez de gozar de libertad verdadera, caeremos en nuevas formas de esclavitud. Nuestra vida no se apoya en lo exterior, en la apariencia, en el rol… Se tiene que apoyar en una roca estable, segura, que es Jesucristo Nuestro Señor.

Realmente, el Señor resucitado es la piedra que soporta el peso del mundo. El punto más sólido de nuestra condición humana es Jesucristo. Nos ha hablado con toda claridad: os perseguirán, os entregarán… Ser fieles al Evangelio no nos será fácil. Tampoco lo fue para los primeros discípulos de Jesús. Toda la tradición evangélica es unánime al afirmar que la fidelidad a Jesús y al Evangelio trae a veces dificultades. Sin embargo, Jesús nos invita a mantener la confianza en toda situación, por muy difícil que sea.

Cuando anoche estaba preparando la homilía, cogí el itinerario de los viajes del Papa san Juan Pablo II. En todos los viajes, está esta afirmación: Dios nunca abandona. Dios está de nuestra parte. Dios está a nuestro lado. Dios nos habla con claridad. Dios nos ama entrañablemente. Por eso el, amor vencerá siempre. El mal acabará. Los sistemas injustos pasarán. El amor, no. La intención de Jesús, en esta página del Evangelio que hemos proclamado, nos invita a que no vivamos sobrecogidos por el miedo. Jesús nos dice: enfrentaos con lucidez y responsabilidad a esta historia. Nos dice: perseverad, sed discípulos míos, vivid con mi amor; salvaréis a los pobres, os entregaréis a ellos también, para que la pobreza termine; porque, quien ama, no puede ver a nadie tirado por ahí. Va a buscar soluciones.

Perseverad. Esta es la alegría del Evangelio, queridos hermanos. Perseverad no es repetir palabras y palabras en relación con no sé qué, pero que no dicen nada. Es encender nuestra esperanza en relación con Jesucristo. Y hoy la esperanza la encontramos también en la Palabra de Dios que se nos ha entregado, y en esta capilla que vamos a bendecir dedicada a san Juan Pablo II: un hombre de esperanza; un hombre que contagió esperanza a todos los pueblos de la tierra; un hombre que tuvo palabras para todos los hombres; porque sin la fe y la esperanza, eso significa que no hay una relación buena con Dios. La relación personal con Jesús enciende la esperanza, que es fuente de vida; es fuente de alegría.

Pues, queridos hermanos: hoy, que nuestra oración pueda ser la misma que la de san Juan Pablo II. Que podamos ser conscientes, Señor, de tus palabras. En ti encontramos la esperanza. Encontramos alegría. Encontramos el fundamento de nuestra existencia, y de la existencia de los demás.

¡Cuántos conflictos existen en el mundo! Y esos, queridos hermanos, pueden arreglarse por acuerdos. Pero nosotros tenemos la obligación de arreglarlos con el amor de Jesucristo. Con el mismo amor de Jesucristo, que da esperanza; que da salida siempre; que da dignidad a todas las personas.

Que el Señor hoy nos bendiga. Y que la intercesión de san Juan Pablo II, en esta dedicación que hoy hacemos de una capilla en nuestra catedral, la notemos en nuestra vida. Él marcó una dirección con su propia existencia. Él alcanzó el corazón de tantos y tantos hombres. De tantos jóvenes. Con él comenzaron los encuentros mundiales de la juventud. Con él aumentaron vocaciones vividas en radicalidad, construyendo una familia cristiana, entregándose a vivir en la vida consagrada, entregándose para vivir el ministerio sacerdotal... Encontramos esperanza. Y hoy, Señor, la encontramos contigo, que te vas a hacer presente aquí, una vez más, en el altar. Con tu presencia, ratificas que nos amas; ratificas que nos quieres hacer vivir de lo que Tú eres: de la fuerza y del poder, de tu persona y de tu palabra.

Queridos hermanos: que el Señor os bendiga y os guarde siempre.

Amén.

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