Homilías

Viernes, 27 abril 2018 13:50

Homilía del cardenal Osoro en la Jornada por la Vida (9-04-2018)

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Hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas:

Esta tarde nos reunimos en la Real colegiata de San Isidro para celebrar la Jornada de la Vida. Esa jornada cuyo lema también para nosotros sigue siendo Educar para acoger el don de la vida. Donde presentamos, una vez más, a la familia como el lugar más bello y más hermoso para aprender el valor y la dignidad sagrada de cada vida humana.

Celebrar y recordar hoy, precisamente, el Sí que dio la Santísima Virgen María, que acogió de forma gratuita y confiada el designio de Dios como un don, a pesar de las dificultades que sabía que iba a poder tener en la vida, nos está moviendo a todos nosotros también a imitarla para acoger, celebrar y comunicar la alegría del Evangelio, y seguir promoviendo la cultura de la vida.

Estamos en este día en el que, además, celebramos la Encarnación: esa visita que el ángel hizo al Señor. Hemos rezado juntos y hemos cantado el salmo 39: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». El Señor no quiere grandes sacrificios ni grandes ofrendas; lo que desea es que pongamos nuestra vida en sus manos. Porque el Señor quiere que hagamos su voluntad. Lo que Él quiere de todo ser humano. Lo que Él quiso cuando creó al hombre y a la mujer. Él desea que proclamemos la salvación. Y Él nos manifiesta, una vez más hoy, su gran fidelidad, su gran amor, su gran misericordia. Ese amor de Dios que es capaz de extraer, de cualquier situación de mal, un bien.

Quisiera acercar la palabra que el Señor nos ha entregado hoy, en esta Jornada de la Vida, descubriéndoos tres aspectos que me parece que son importantes:

En primer lugar, Dios, en este momento de la historia, nos da señales evidentes de su presencia y de sus deseos. Habéis escuchado la primera lectura del profeta Isaías, en la que es el mismo Señor el que habla a Acab y le dice que pida una señal al Señor, su Dios. La respuesta de Acab fue evidente: no quiero tentar al Señor. No quiero. Porque Dios nos da suficientes señales a nosotros. Y la última señal, y definitiva, que nos ha dado, queridos hermanos, es que Dios está con nosotros. Dios ha venido a nuestra historia. Dios se ha hecho hombre. Y se ha hecho hombre para decirnos quién es el hombre, qué es lo que tiene que desarrollar en la vida el ser humano con toda explicitud. Y, al mismo tiempo, para decirnos quién es el Dios en quien creemos: un Dios que ama, que quiere, que desea que pongamos la vida en sus manos, que desea que desarrollemos en nuestra vida el itinerario que Él nos ofrece a todos nosotros.

Es verdad, queridos hermanos. Dios sigue dando señales de su presencia. Pero, a veces, los humanos no nos damos cuenta, o no queremos darnos cuenta, de esas señales. Y es evidente que en esta historia que estamos viviendo los hombres, estamos incluso tentando a Dios. Él nos da señales de vida. Y parece como si nosotros nos queremos mover por señales de muerte. Él nos da señales de amor, de cariño, y parece como si nosotros queremos hacer caso a señales de egoísmo, de vivir para nosotros mismos, de no vivir para los demás. Y en esta Jornada de Vida tenemos que reconocer que este es un momento de la historia en el que hemos de volver a poner en el centro a Dios, el que se nos ha revelado en Cristo, para no ser y construir algo que nada tiene que ver con el ser humano en su desarrollo pleno.

Mirad: la familia sigue siendo el centro. Sigue siendo ese ámbito, esa atmósfera en la que un ser humano debe crecer, o ha de crecer. Es más: Dios, cuando vino a este mundo, quiso hacerlo dentro de una familia. Él vivió muchos años, antes de salir de Nazaret, con su familia, con María y con José. El Señor fue muchas veces, seguro que con san José, a la sinagoga, a escuchar la Palabra de Dios. Aquella misma sinagoga en la que Él un día, ya siendo mayor, desenvolvió un libro y, como nos dice el Evangelio, acogiendo al profeta Isaías, leyó aquel texto que tantas veces hemos escuchado: «hoy se cumple esta escritura». Hoy se hace verdad en mi vida lo que decía el profeta Isaías: he venido a dar libertad, he venido a dar luz, he venido a dar fundamentos a la existencia del hombre. Y, sin embargo, parece como que los humanos hoy queremos relegar la familia a un segundo lugar.

¿Os dais cuenta, queridos hermanos, de que el lugar más bello, la casa que Dios ha puesto para que todos vengamos a este mundo, la casa sagrada, el santuario de la vida, que es el vientre de nuestras madres, hoy se pone en cuestión? ¿Es que el ser humano, para venir a este mundo, tiene que vivir de alquiler? Cuando Dios lo ha dado gratuitamente, y ha hecho un santuario para que venga el ser humano. Porque Él, con la Encarnación precisamente, convierte el vientre de nuestra madre, la Virgen María, en un santuario. Y, desde entonces, es así el lugar donde venimos a la existencia todos los hombres.

Dios nos da señales de su presencia. Pero, a veces, nosotros queremos vivir de otras señales. Por eso, le pedimos al Señor hoy sensatez en nuestra vida. Solamente sensatez. No le pedimos grandes cosas. Y le pedimos que nos haga ver a todos nosotros que no queremos tentar al Señor. Que el Señor nos da señales suficientes para saber dónde está el santuario de la vida, dónde tenemos que crecer como personas, dónde está la atmósfera real en la que el ser humano no solamente inicia la vida, sino que se prepara para salir a este mundo. Y para salir, no de cualquier manera, sino como imagen real de Dios.

En segundo lugar, no solamente el Señor nos da señales de su presencia. Él desea que pongamos la vida en sus manos. Lo habéis escuchado en la segunda lectura de la Carta a los Hebreos: no quieres ni aceptas sacrificios, ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias. No quieres eso. No quieres que hagamos grandes cosas. Hemos logrado, queridos hermanos, en este mundo en el que vivimos, multitud de descubrimientos, que quizá son buenos para elevar al ser humano. Pero a veces hemos olvidado quién sostiene nuestra vida, quién nos da el cariño más grande, quien nos marca la dirección de nuestra existencia…

Por eso, nos decía el texto de la Carta a los Hebreos, no quieres ni aceptas sacrificios. Tú lo que quieres es que el ser humano diga: «Aquí estoy yo, para hacer tu voluntad». La voluntad de Dios es que seamos su imagen. Es decir, que seamos vida. Creemos en el Dios de la vida. Nosotros no creemos en un Dios que viene a dar muerte, que viene a dar esclavitud, que viene a servirse de los demás, que viene a tratar a los demás egoístamente, porque a mí me apetece, porque así me lo parece…

Queridos hermanos y hermanas: no solamente Dios nos da señales, sino que nos pide que pongamos la vida en sus manos.

Y, en tercer lugar, Dios nos ofrece un itinerario para descubrir las señales de Dios y para ponernos en manos de Él. Y el itinerario hoy nos lo ofrece a través de su propia Madre, de la Santísima Virgen María. De esta página del Evangelio que hace un instante proclamábamos. Y el Señor nos ofrece que, en la vida, si queremos vivir y dar vida, tenemos que vivir este itinerario de María, que tiene como siete etapas, que se unen ciertamente, pero que tenemos que pasar por ellas. Las habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado.

Por una parte, queridos hermanos, todos los hombres recibimos la noticia que viene de Dios. Todos los hombres. Como María, que fue visitada por un ángel enviado por Dios. Sí. Fue visitada por Dios. Todos nosotros somos visitados por Dios. Todos nosotros somos visitados porque somos, entre otras cosas, imágenes de Él. Todos nosotros no estamos por pura casualidad aquí.
 
En segundo lugar, todos nosotros tenemos experiencia de que Dios quiere entrar en nuestra presencia. Quiere entrar en nuestra presencia. Quiere darnos su luz. Quiere mostrarnos quién es Él. Quiere decirnos lo que desea de nosotros.
 
En tercer lugar, el Señor, todo esto lo quiere hacer porque quiere que vivamos en alegría. Estamos llamados a la alegría, queridos hermannos. Lo habéis escuchado en el Evangelio: por una parte, viene el ángel, lo visita Dios, entra en su presencia, y le dice a la Virgen: «alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Estamos llamados a la alegría. Fijaos queridos hermanos que todas las exhortaciones del Papa Francisco tienen la palabra alegría. La que hoy nos entrega también, o la que nos ha dado hoy como regalo en esta Pascua, habla de la alegría. Habla del regocijo. Nos llama a la alegría a todos nosotros.
 
Es verdad que es un Dios, queridos hermanos, que entra en nuestra vida, que quiere entrar en nuestra presencia, que quiere decirnos dónde está la vida del ser humano, que nos llena de alegría… es verdad que esto nos turba, porque los hombres no estamos acostumbrados a tener a alguien que venga a nosotros y nos llene de alegría, de amor, de entrega, de fidelidad. Que nos llene de su gracia. No estamos acostumbrados.
 
La expresión que utiliza el Evangelio, «Ella se turbó ante estas palabras», se refiere precisamente a una turbación que no es negativa. Es la turbación que esta noche tenemos nosotros aquí, cuando hemos escuchado a Dios, que nos dice que nos visita, que nos quiere, que nos llena de alegría. No estamos acostumbrados a eso, queridos hermanos. Pero añade más, Dios. El Señor, lo mismo que le dijo a María que no temiese, nos lo dice a nosotros. Él nos dice que encontraremos siempre gracia en Dios. Encontraremos siempre en Dios a aquel que nos invita a defender la vida, a preservar la vida. Este Dios que comienza haciéndose hombre en el vientre de María por obra del Espíritu Santo, es un Dios que comienza a hacer un cántico a la vida humana, queridos hermanos. Un cántico que a veces, en nuestro mundo, como que lo queremos estropear. Y queremos hacer nosotros otras utilizaciones de la vida humana. Encontremos también nosotros la gracia de Dios.
 
Queridos hermanos: la Virgen, cuando recibe la noticia de que va a recibir la vida, no es una mujer que se crea las cosas. Pide alguna explicación. Como lo habéis visto en el Evangelio: ¿cómo será esto, pues no conozco varón? Y le dan la explicación: el Espíritu vendrá sobre ti. Queridos hermanos: Dios nos explica también a nosotros por qué para nosotros es esencial la vida. La vida que se nos ha mostrado en Jesucristo. La vida que entendemos en lo que es, en su profundidad y en su esencia, cuando contemplamos a nuestro Señor. Y cuando contemplamos a su Santísima Madre viendo cómo recibe la vida.
 
Queridos hermanos: hay algo fundamental. Y es que hay una etapa también en este itinerario de María que es bueno que nosotros escuchemos: para Dios, nada hay imposible. ¿Os dais cuenta cómo queremos manejar nosotros la vida? Cómo queremos manejarla. Queremos que sea de esta manera, de esta otra, investigamos, y no acabamos de creer esto que nos dice el Señor, y que le dijo a la Virgen: para Dios nada hay imposible. Es bueno, por supuesto, que los hombres y mujeres investiguemos todo lo que sea necesario, y con la inteligencia que Dios ha puesto en nosotros. Pero nunca para creernos dueños de la vida. Si no, investiguemos. Porque Dios ha puesto en nuestra vida la suficiente creatividad e inteligencia para defenderla cada día más. Para cuidarla cada día más. Pero nunca no para estropearla.

Hagamos el itinerario de María para decir a Dios: «Aquí me tienes, Señor».
 
Yo so diría, queridos hermanos y hermanas, que en esta Jornada de la Vida simplemente le digamos al Señor: aquí me tienes. Para defender la vida tal y como tú me la has mostrado en ese itinerario que realizas con la Santísima Virgen María. Educar para acoger el don de la vida, queridos hermanos. Dejemos que el Señor nos eduque. Dejemos. Y eduquemos en este mundo para acoger el don de la vida. No lo podremos hacer si prescindimos de quien es la vida misma: Jesucristo.
 
Estamos celebrando esta Jornada de  la Vida, como hacemos otros años, en este lugar, santuario de una familia cristiana: san Isidro, santa María de la Cabeza, y su hijo. Un santuario donde están las reliquias de estos santos, y en el que nosotros celebramos estas jornadas de la vida. Porque ellos no solo acogieron a la vida misma que es Cristo, sino que organizaron toda su existencia desde Jesucristo, para Jesucristo, en Jesucristo y como Jesucristo quería. Pues que el Señor hoy, a través de este santo tan nuestro, san Isidro Labrador, nos dé todo lo necesario para hacer el itinerario de la Santísima Virgen María. El que ellos hicieron, convencidos de que para Dios nada hay imposible.
 
Y, queridos hermanos, no nos asustemos. Es verdad que hay muchas oscuridades en este mundo que a veces están matando la vida, o estropeando ese horizonte de vida que Dios nos pone a los hombres. Pero también es verdad que hay mucha gente que, cada día con más hondura y profundidad, está descubriendo que sin este horizonte y esta vida que nos da Cristo mismo no hacemos nada. Y estamos volviendo a las raíces, queridos hermanos. A las raíces. Hay datos suficientes en este momento histórico para decir que la crisis tremenda que se ha intentado a veces plantar sobre la familia y sobre la vida misma no puede con la vida. La vida se defiende por ella misma. Y la defensa es en Cristo nuestro Señor, que es la vida, que se va hacer presente aquí. Y hoy, en la historia concreta de la humanidad, estamos viendo no solamente que esta vida tenemos que acogerla si es que queremos ser humanos y no hacer un desastre de esta humanidad, sino que cada día más se están convenciendo los hombres de que esta muestra que revela el mismo Jesucristo, y que se nos da la oportunidad de vivir y de experimentar en esta Jornada de la Vida, es necesaria. Y cada día hay más convencidos. No temáis. Y esto lo podemos decir además con datos. Con datos. Habrá muchas cosas que se están haciendo en contra de la vida. Pero hay muchas más que se hacen a favor de la vida. ¿Sabéis lo que sucede? Que las que se hacen a favor de la vida no suelen aparecer en nuestros medios, en la comunicación normal que tenemos los hombres. Pero están. Dios lo sabe. Y, además, creemos en lo que os decía hace un instante: para Dios no hay nada imposible. Y Dios lo hará visible en medio de esta humanidad.
 
Que celebremos así esta Jornada, queridos hermanos. Con alegría. Con la misma alegría que tuvo la Virgen cuando supo que traía a la vida misma a este mundo, a quien ahora nosotros recibimos en la Eucaristía

Amén.

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