Homilías

Martes, 15 junio 2021 16:01

Homilía del cardenal Osoro en la Misa acción de gracias de las bodas de oro y plata matrimoniales (13-06-2021)

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Querido deán de nuestra catedral. Vicario general. Vicarios episcopales. Rector de nuestro seminario misionero Redemptoris Mater. Hermanos sacerdotes. Queridos diáconos. Queridos delegados de Laicos, Familia y Vida, María y José. Queridos matrimonios que celebráis hoy vuestras bodas de diamante, de oro y de plata. Gracias por vuestra presencia, porque ya vuestra presencia es una manera de expresar la importancia y la grandeza que tiene el matrimonio y la familia en la vida y en la historia de esta humanidad y, en concreto, el modo concreto en que ese estilo de vivir la familia y el matrimonio tenemos los cristianos.

«Es bueno dar gracias al Señor», como hace un instante rezábamos y cantábamos con el salmo 91. Es bueno dar gracias al Señor, proclamar su misericordia y proclamar también su fidelidad que, a través de vuestras vidas, como matrimonios, expresáis también en medio de este mundo. Ciertamente, dar gracias al Señor, porque es verdad que el Señor nos ha ayudado a crecer. El Señor os ha hecho crecer en los atrios de su Iglesia, en la vida de la Iglesia, y os ha hecho también descubrir que proclamar las hazañas del Señor, la verdad de Dios que nos ofrece sobre el matrimonio y la familia, es una roca que nos hace estar en una seguridad grande, y que nos hace expresar un modo de entender la vida y de construirse en el amor que es única y es excepcional en el matrimonio y en la familia.

Queridos hermanos. Si yo quisiera hoy acercar también, viendo lo que celebramos, la Palabra que acabamos de proclamar, os diría fundamentalmente tres cosas. Qué grande es conocer a Jesucristo. ¡Qué grande!. Queridos hermanos, conocer a Jesucristo nos hace descubrir el relato que tenemos que hacer nosotros en nuestra vida, de nosotros mismos y, en concreto, en vosotros, el matrimonio, el relato que tenéis que hacer cuando un día en libertad absoluta, decidisteis unir vuestras vidas y hacer de esas dos vidas una sola, construyendo, esa unidad, no desde cualquier fuerza, sino desde esa fuerza del amor que tan bellamente nos canta el apóstol Pablo, y que tantas veces vosotros también habéis tenido que utilizar y descubrir: el amor es comprensivo, es servicial, no tiene envidia, no se engríe, no es maleducado, no es egoísta, no lleva cuentas del mal, disculpa sin límites, cree sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. Este amor es el que ha construido, durante estos años de matrimonios que cada uno estáis celebrando, vuestras vidas. Por eso, hay tres palabras que me gustaría conversar con vosotros un momento, y que lo que hemos escuchado nos lo manifiesta. En primer lugar, conocer: conozcamos a Jesucristo. En segundo lugar, guiar: dejémonos guiar por Él. Y, en tercer lugar, saborear la grandeza de lo que Dios va haciendo en nuestra vida.

Conozcamos a Jesucristo. «Todos sabrán que yo soy el Señor», nos decía el profeta Ezequiel en esa primera lectura que acabamos de proclamar. Hace un relato precioso para colocar a Jesucristo en el centro de nuestra vida y en el centro de nuestra existencia. Qué bello es el capítulo primero de Amoris laetitia, cuando el Papa Francisco, después de dos sínodos que hemos celebrado sobre la familia con él, nos dice que el matrimonio hay que descubrirlo a la luz de la Palabra. ¿Y quién es la Palabra? Es Jesucristo mismo. Cristo ha introducido como un emblema a sus discípulos sobre todas las cosas. Es la ley del amor, que es el don de sí hacia el otro. Y esto es el matrimonio, queridos hermanos: situarnos en el horizonte del amor tal como nos lo describe el apóstol Pablo. Situarnos en ese horizonte es central en la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia. Y esto, queridos hermanos, tenemos que anunciarlo a todos los hombres, en todas las situaciones y en todas las circunstancias.

Es verdad que hoy los desafíos de la familia y la realidad de la familia está sufriendo importantes aspectos y problemas, que ciertamente tenemos que vivirlos. Pero no de cualquier manera. El bien de las familias es decisivo para el futuro del mundo y también para el bien de la Iglesia. Para anunciar a Jesucristo en medio de los hombres. Si os dais cuenta, en los primeros cristianos, era la familia la que se convertía, eran los padres quienes se convertían, y constituían una especie de Iglesia doméstica en la que se transmitía la fe y se anunciaba el Evangelio a todos los hombres. Es verdad: cuando hay un debilitamiento de la fe, cuando hay una pérdida de la práctica religiosa, cuando faltan los elementos a veces necesarios para poder construir una familia, como es una vivienda, lo más sencillo, digna y adecuada... cuando no damos importancia a esas dos laderas que todo ser humano necesita para venir a este mundo, queridos hermanos... Sin padre y sin madre, nosotros no estaríamos aquí. Son dos laderas necesarias. Son dos laderas imprescindibles. Y son dos laderas que tienen que estar unidas, no de cualquier manera, sino por ese amor de Jesucristo que nos describe tan bellamente el apóstol Pablo.

Estos desafíos que tiene hoy la familia, ante un debilitamiento de la fe; ante, a veces, una práctica religiosa menos fervorosa; ante ciertos momentos que a veces nuestra sociedad no valora: no hay política familiar; Europa la ha perdido por desgracia, y la pierde España... Y es necesario que, ante estas pérdidas, los discípulos de Cristo nos unamos y descubramos la grandeza de hacer posible que la mirada puesta en Jesús nos descubra lo que es la vocación de la familia, tal como nos ha dicho esta primera lectura cuando nos habla de que arrancará una rama del alto cedro. Esa rama es Jesucristo Nuestro Señor, que se ha hecho hombre, que ha venido a este mundo, que ha pasado la vida, que nació en una familia –quiso hacerlo así Dios, podía haberlo hecho de otra manera, ¡es Dios!–, quiso entrar en la familia, quiso hacer la experiencia de tener dos laderas: padre y madre. Y así echó frutos. Y se hizo un gran cedro noble, del cual tenemos que vivir todos nosotros. Tenemos que experimentar y descubrir quién es el Señor. Por eso, yo os invito a las familias, a vosotros, que trasladéis a todos los que apuestan por el matrimonio, a poner la mirada en Jesús. Queridos hermanos: lo más bello, lo más grande, lo más atractivo, lo más necesario, es la promoción y dignidad del matrimonio, de la cual ya nos hablaba el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes, nos hablaba de que teníamos que poner la mirada en Jesús.

El sacramento del matrimonio es un don para la santificación. Es la salvación, de alguna manera, de los esposos. Es el descubrimiento de la recíproca pertenencia que tenéis el uno del otro. Es la vocación a vivir en el amor, y no de cualquier otra fuerza. Pues, queridos hermanos, yo oso doy las gracias a vosotros. Y os invito a que todos vosotros, todos los matrimonios hoy, sean capaces, en medio de las dificultades reales que pueda traer la vida, de no olvidar nunca que el amor de Jesucristo es el que sustenta nuestra vida. La descripción, las medidas de ese amor que nos da Jesucristo, es la que ha de sustentar nuestra vida. Es ese amor que describe, como os decía hace un instante, la carta primera a los Corintios en el capítulo 13. Cultivar el amor. Detenernos en ese amor cotidiano. En ese amor cotidiano del que nos habla el apóstol: es comprensivo, es servicial, no tiene envidia, no se engríe, disculpa, aguanta...

Queridos hermanos: la paciencia, el servicio, el sanar la envidia, el no hacer alarde, el ser amables, el ser desprendidos, el vivir sin violencia interior, el vivir el perdón, el alegrarse siempre del otro y de sus triunfos y de su grandeza, el vivir disculpando todo, confiando, esperando, es algo grande que tenemos los cristianos. Que aprendemos junto a Jesucristo. Y que es lo que hace posible que hoy vosotros estéis aquí celebrando estas bodas también de diamante, de oro y de plata.

Queridos hermanos: como os decía, es bueno dar gracias al Señor. Es bueno, como os decía, conocer a Jesucristo para descubrir más y más lo que significa también vuestro matrimonio en medio de este mundo. Pero, en segundo lugar, es necesario confiar. Vivir en confianza y guiados por la fe. Queridos hermanos: la fe. La fe es verdad que es un don. Es un don que Dios regala. Y, como don, uno puede cogerlo o decir, «prescindo de él». Hay gente que dice: «no tengo fe». Bueno, mira, no quieres coger ese don. Dios no se lo quita a nadie. Dios es un Dios dador de amor siempre. Otra cosa distinta es, por lo que fuere, por las experiencias que tengas, dices: «yo esto no lo quiero». Pero que Dios te lo da, es cierto. Por eso, el amor también se vuelve fecundo. Sí. El amor siempre da vida. Habéis acogido a vuestros hijos. Habéis acogido el modo también de vivir ese amor como padre y como madre, que tiene una singularidad especial. Habéis acogido a los ancianos también. Porque es fecundo. Ese grito que hoy está diciendo nuestra sociedad: «no me rechaces ahora en la vejez; no me apartes». El amor se vuelve fecundo, queridos hermanos. Por eso, fiarnos de Dios es una tarea esencial en nuestra vida. Pero saboread lo que el Señor os ha dado, queridos hermanos.

El Evangelio que hemos proclamado nos lo dice. Esto que estoy viendo yo es el Reino de Dios. Es el Reino de Dios. Vuestra familia es el Reino de Dios. El Reino de Dios nos dice el Evangelio que se parece a un hombre que echa semilla en la tierra, y la semilla va creciendo y germinando sin que él sepa cómo. ¿Quién es este hombre que echa la semilla en la tierra? Es Jesús, queridos hermanos. El día de vuestro matrimonio, echó esta semilla. Para vosotros, como discípulos. Para todos nosotros. Podemos vivir agobiados quizá por la falta de resultados, pero el resultado a veces no depende de nosotros. Nosotros tenemos que poner lo nuestro; el resto lo hace Dios. Y esto es lo que hicisteis. Fuisteis a contraer matrimonio delante del Señor. La semilla fue la Palabra de Dios que germina por sí en vuestra vida. Como nos decía el Evangelio, los tallos primero, la espiga, el grano… Nuestra transformación es progresiva, y requiere tiempo. Y requiere integrar el mensaje de Jesús, que no es cosa de un instante: es cosa de toda la vida, o es cuestión de toda la vida. Pero lo que sí tenemos que saber nosotros, tal y como nos ha dicho el Evangelio, es que la semilla siempre germina y va creciendo sin que sepamos a veces cómo. Lo que sí sabemos es que, si nos ponemos delante de Dios y unimos nuestras vidas delante de Dios, Dios trabaja. Dios trabaja. El Reino de Dios rompe esquemas. Es un don. Es un don. Creer en Dios, creer en el Reino, confiar en su realización, es mucho más que hacer proyectos. Es dejarnos hacer por Dios, queridos hermanos. La parábola que nos decía el Evangelio nos lo subraya. Podemos dormir. Podemos dormir. Pero dormimos en brazos de la vida. Es decir, vivimos en la confianza en el Señor. Y la tierra es la que va dando frutos. El proceso de nuestra transformación no depende de algo exterior. El ser humano lleva dentro de sí potencialidades adormecidas que se despiertan en contacto con el mensaje de Jesucristo. Y esto es lo que vosotros habéis aceptado en vuestra vida.

Por eso, la parábola que hoy nos da el Señor recuerda que la vida no se puede reducir a la actividad, al trabajo o al rendimiento. La vida es un regalo. Y, a veces, no la valoramos suficientemente. Necesitamos tiempo para saborear la vida y vivir la alegría del Evangelio. Ese tiempo que habéis vivido juntos. Que vais construyendo. Que os vais perdonando. Donde el amor es lo que ha sido la actitud fundamental, que no es la lucha, ni el esfuerzo, sino la admiración, y la alegría, y la confianza en Dios. Es la acción de Dios en nosotros. Que es verdad que requiere nuestra libertad. Pero es la acción de Dios en nosotros. ¿Hacia dónde me orienta el Espíritu en esta etapa de mi vida?

Después de estos 25, 50 años, las bodas de diamante, 75 años, Dios se nos da a conocer. Nos pide que confiemos en Él. Y nos dice que la vida nuestra no se reduce a la actividad, al trabajo y al rendimiento. La vida es un regalo para saborear y vivir en la alegría del Evangelio. Queridos hermanos. Sí. Es verdad. Anunciar el Evangelio de la familia hoy. Yo os invito a que lo hagáis. Como lo habéis hecho, con vuestra propia vida. Sin más. ¡Qué importante es acompañar! Acompañaros en estos momentos de vuestra vida. Iluminar desde el Señor vuestras propias situaciones y dificultades. Transmitir la fe a vuestros hijos. ¿Dónde están los hijos? ¿Dónde están? Transmitir la fe es esencial, queridos hermanos. La fe no se transmite solamente por dar conceptos. La fe se transmite desde el corazón. Y los que más podéis hacer para llegar al corazón, sois los padres. Respetando su ritmo. No violentando absolutamente nada. Pueden marcharse. Pero saben que tienen el amor indiscutible de unos padres que les quieren y les han dicho lo mejor, y les han transmitido lo mejor que tienen en la vida.

Acompañar. Integrar las diversas situaciones que tengáis. A veces difíciles. Pero integrarlas. Sois cristianos. Sois cristianos. Yo siempre digo: Dios no tiene enemigos, tiene hijos. Y los hijos, que somos nosotros, tenemos hermanos. No gente desconocida. Hermanos. En situaciones a veces diversas, pero hermanos. Que aman. Que quieren. Y que apuestan por el hermano. Por eso, yo os invito a que viváis esa espiritualidad que nace del matrimonio. De esa comunión. ¡Orad! Orad. Mantened ese amor exclusivo. Mantenedlo siempre en vuestra vida. Y, sobre todo, sabedlo transmitir en estos momentos de la historia de la humanidad.

Queridos hermanos. El Evangelio ha sido muy claro con todos nosotros. La parábola nos recuerda que la Vida con mayúscula es Jesucristo. Tenemos que encontrarnos con Él. Sí. Él no nos abandona. Él nos hace crecer. Él hace que experimentemos que nuestra vida es como el granito de mostaza, pero que con Él se hace un gran árbol en el que pueden anidar, como nos dice el Evangelio, pájaros de toda especie. Qué mensaje más bonito, queridos hermanos: sembrar pequeñas semillas en nuestra humanidad. Con una sonrisa. Con un gesto de cercanía. Con el cuidado a vuestros hijos, a vuestros nietos. Con el cuidado a los mayores. Escuchando y dando siempre una palabra de esperanza. Realizando un pequeño servicio, que a veces es cuidar a vuestros nietos, o a vuestros hijos en los primeros momentos de la vida. Así es el Reino de Dios. Y vosotros sois expresión de ese Reino. La grandeza de la mostaza será la capacidad que tengamos de acogida en nuestras vidas, en nuestras ramas. Que tendrán sombras. Pero que son necesarias para que se cobijen otros, especialmente los vuestros.

Queridos hermanos: gracias por vuestra vida. Gracias por vuestro matrimonio. Y, sobre todo, gracias porque ha sido en el horizonte del amor la central experiencia cristiana que habéis tenido del matrimonio. Sí. Los discípulos de Jesús viven sobre todo con este emblema: la ley del amor y la ley del don de sí a los otros. Vosotros lo hacéis en el matrimonio. En la familia.

Que el Señor os bendiga. Y que esto no quede aquí. Que sepamos transmitirlo. Hoy es necesario que en todas nuestras comunidades parroquiales, en todas las comunidades, existan grupos de matrimonios que ayuden a otros a crecer y a valorar lo que significa y es la familia, no solamente para los cristianos, sino para el desarrollo de nuestra sociedad y de nuestro mundo. Así lo entendieron los primeros cristianos. Y así hoy, cuando volvemos a Jesucristo, como lo estamos haciendo esta mañana, donde nos vamos a encontrar con Él, descubrimos la grandeza de esta institución del Señor: el matrimonio y la familia.

Que el Señor os bendiga: a vosotros y a todas las familias de nuestra archidiócesis de Madrid, porque por ellas vamos a rezar en este día. Que así sea.

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