Homilías

Jueves, 17 mayo 2018 09:41

Homilía del cardenal Osoro en la Misa aniversario CECO (8-04-2018)

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Ilustrísimo señor deán de la catedral, miembros del cabildo catedral. Queridos hermanos sacerdotes que estáis muy vinculados a la asociación de Ciegos Españoles Católicos, a CECO, y que habéis querido haceros presentes aquí, en esta celebración. Querido don Ignacio, presidente de la asociación, y miembros de su equipo. Queridos hermanos de la asociación que venís de diversos lugares de España y que acogéis, en este segundo domingo de Pascua, el día de la misericordia, ese amor que Dios, de diversas maneras, quiere y nos da a todos nosotros. Hermanos y hermanas todos.

Quiero agradeceros también a los voluntarios que, de diversas maneras, y de asociaciones y movimientos diversos, estáis aquí presentes ayudando a los miembros de esta asociación de Ciegos Españoles Católicos.

Hemos escuchado y hemos cantado juntos hace un instante: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Es verdad. El amor de Dios es incondicional. Dios se las arregla para entregarnos su amor de formas diversas, y de diversas maneras y modos; establecer una relación con nosotros que, cuando experimentamos ese amor, se hace verdad lo que hace un instante también cantábamos en el salmo: «Alegría y gozo llegan a nuestra existencia porque vemos cómo el señor actúa». Él nos da la salvación, Él nos regala la prosperidad, Él es el que ciertamente ilumina nuestra existencia. Nos da vida a todos nosotros.

Permitidme, queridos hermanos, que comience recordando lo que acabamos de proclamar en el Evangelio. ¿Os dais cuenta de que todos, todos, tenemos algo de Tomás, el incrédulo?. Todos tenemos algo de Tomás. Pero qué bonito poder hacer la exégesis de esta situación con vosotros, los miembros de CECO.

Me vais a permitir un recuerdo muy personal. Siendo yo rector del seminario, por lo tanto hace ya muchos años, en mi tierra, Santander, la madre de un seminarista era ciega. Y cuando hacíamos algún arreglo en el seminario, recuerdo perfectamente cuando se arregló la capilla, ella venía tocando, con los pies... Mostraba la maravilla, lo bonito que había quedado, y nos decía además algunas de las cosas que teníamos que hacer. Y yo, cuando anoche estaba preparando la homilía y las palabras que os iba a decir, pensaba que es que vosotros también tocáis y veis como vio Tomás cuando tocó al Señor e introdujo sus dedos en las llagas, e introdujo su mano en el costado, y fue capaz de decir al Señor esas palabras tan preciosas y tan maravillosas: «Señor mío y Dios mío». Palabras que todavía en muchos de nuestros pueblos la gente sigue repitiendo cada vez que se eleva al Señor, tanto en la elevación de la Sagrada Hostia como del Cáliz; la gente sigue repitiendo, en los bancos, mirando al Señor: «Señor mío y Dios mío».

Pues yo os doy las gracias a vosotros, querida asociación CECO, por haberme hecho entender mejor que esa incredulidad de Tomás se quita cuando se toca y se palpa la realidad de Nuestro Señor Jesucristo, como Él lo hizo. Y se hace verdad, y se hacen realidad esas palabras, «Señor mío y Dios mío», que todos necesitamos repetir y decir permanentemente.

Pues bien. Yo a vosotros hoy os quiero decir, después de haber escuchado la Palabra de Dios, tres cosas que me parece que son especialmente importantes para todos los creyentes, pero que especialmente van dirigidas hoy a vosotros y a quienes os acompañan. Tres cosas: dad testimonio de la Resurrección; en segundo lugar, tengamos siempre el atrevimiento de nacer de Dios y de descubrir lo que significa ese nacimiento; y hagamos la tarea de entregar su paz. Sobre estas tres cuestiones, que aparecen tan claramente en la Palabra que hemos proclamado hoy, os quiero hablar unos instantes.

Dad testimonio de la Resurrección. El amor de Dios, este día de la misericordia, esa experiencia que todos nosotros tenemos del cariño de Dios hacia nosotros, y que lo experimentamos de diversas maneras, nos lleva siempre a asumir el ser testigos de la Resurrección de Cristo. ¿Cómo? Encontrándonos con Él, queridos hermanos. Si os habéis dado cuenta, la primera lectura que hemos proclamado del libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice tres expresiones esenciales: todos pensaban lo mismo, todos sentían lo mismo, y lo ponían en común, porque ellos lo que eran y tenían consideraban que era para los demás. Y es que, una vez que nos hemos encontrado con Jesucristo, queridos hermanos, que hemos conocido a la persona del Señor, que hemos experimentado su cercanía como la experimentó Tomás, como os decía antes, y dijo «Señor mío y Dios mío», el pensar y el sentir no proviene de unas ideas. Nos lo hace experimentar una persona, que es Cristo mismo. Pensar como Jesús. Sentir como Jesús. Y poner la vida al servicio de todos los hombres, incondicionalmente, es lo que nos enseña el encuentro con el Resucitado. Por eso, dar testimonio de la Resurrección de Cristo es nuestra gran tarea. Es nuestra gran misión. Es llevar la alegría del Evangelio a todos los hombres. Es llevar lo que tenemos que llevar siempre, pero en este momento de la historia. Qué maravilla, queridos hermanos. En este momento, donde los pensares son tan diferentes, los sentimientos son tan distintos, el poner en común lo que somos y tenemos nos cuesta tanto… Qué maravilla que hoy el Señor nos reúna cuando vosotros, los de CECO, queréis acercaros a hacer esta celebración aquí, en la catedral de Madrid; en esta catedral que es santuario de la Santísima Virgen María, en esta advocación de la Almudena; que el Señor nos pueda decir que pensemos y sintamos según Él.

Él pensaba en los demás. Él sentía las necesidades que todos los hombres tenían. Y su compasión era tal, y su pasión por el hombre, por el ser humano, era tal, que daba la vida. Porque es lo más difícil de compartir, queridos hermanos. Es fácil dejar unas monedas, pero es mucho más difícil dejar la vida por los demás. Y no hacer cuestión de cuestiones secundarias, sino de lo que es fundamental: que el otro es mi hermano. Todo otro, sea quien sea, viva como viva, piense lo que piense; porque cuando pensamos y sentimos como Jesús, descubrimos que se logra lo que aquellos primeros discípulos de Jesús lograban: la admiración de todos los hombres. Y todos querían añadirse y apuntarse a la comunidad cristiana.

Pero en segundo lugar, para este testimonio hermanos, hay que nacer de Dios. Hay que nacer de Dios. Y nacer de Dios significa fundamentalmente dos cosas: adherirnos a su persona, creer en Él, y amar como Él amó, y como nos dice el Señor que se hace. Sus mandamientos se reducen a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Todo el que cree que Jesús es el Cristo nace de Dios, y todo el que ama nace de Dios. Dos aspectos esenciales para saber que hemos nacido de Dios, queridos hermanos. Dos aspectos que hoy el Señor nos pregunta. ¿Creéis? ¿Creéis? Y se cree, queridos hermanos, como Jesús lo hizo: tocando a los demás, tocando al otro que es Dios mismo; el otro es Dios, es imagen de Dios; tocando sus necesidades; tocando las posibilidades que tiene, y haciendo posible que las viva, que las manifieste, y que las regale a los demás. Y amando.

Recordad aquella parábola de Jesús: cuando alguien le pregunta quién es mi prójimo, Jesús nos dice esa parábola: bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y unos bandidos le dieron tal paliza que le dejaron medio muerto; pasó mucha gente por allí, pero todos pasaban de largo; pasó un samaritano, bajó de la cabalgadura, se acercó a él, se agachó, lo miró, lo curó, lo vendó, lo cogió en sus brazos, le puso en su cabalgadura y lo llevó a una posada para que le curasen, comprometiéndose a no olvidarse de él, sino a volver otra vez a ver cómo estaba y a pagar si era necesario más de lo que había dejado para que se curase. Amar significa esto, queridos hermanos. Y esto nace de Dios.

En tercer lugar: ¿para qué todo esto? ¿Por qué hemos de vivir este ser testigo de la Resurrección, y por qué hemos de nacer de Dios? Para entregar la paz, que es Cristo mismo. Este mundo y esta historia concreta que estamos viviendo los hombres necesita cada día más esa paz de Jesús. Daos cuenta de una cosa que aparece en el Evangelio y que es una maravilla, queridos hermanos; hay tres palabras que podían identificar la real situación hoy de los hombres: anochecer, cerrar puertas y miedo.

Queridos hermanos: sí. Este anochecer en el que a veces vivimos los hombres. Nos dice el Evangelio: al anochecer de aquel día, cuando estaban los discípulos con las puertas cerradas por miedo. Esta es la realidad. Esta historia concreta en la que vivimos. La oscuridad es el anochecer. El miedo envuelve. Y desilusiona. Y cuando hay miedo, se cierran puertas. Se las cerramos a todos los hombres. El miedo nos cierra a la vida, nos cierra a Jesús resucitado, nos cierra a ofrecer la experiencia de Jesús. El miedo es el mayor enemigo de la vida. El miedo paraliza. Nos cierra a la verdadera transformación. Genera sistemas defensivos en nuestra vida. Necesitamos defendernos. ¿No veis que esto es lo que está pasando hoy en el mundo, entre los pueblos, queridos hermanos? Los miedos. Los miedos nos estropean, nos hacen tener guerras, nos hacen vivir en la oscuridad. Miedos. Los grupos que se defienden los unos a los otros, haciendo lo que fuere por desprestigiar al otro, pero que crea en la historia y en la vida nuestra de los hombres anochecer, oscuridad, desilusión, puertas cerradas a los que son diferentes. Y, ciertamente, hay muchos miedos.

Pero, junto a esto, queridos hermanos, hay algo extraordinario que debemos de acoger nosotros. Porque es que la manera de decir que hemos nacido de Dios y que somos testigos de la Resurrección es esta. Lo ha dicho el Evangelio: entró Jesús, y se puso en medio. Pero, hermanos, esto es lo que hace Jesús hoy, en este domingo. Él nos ha hablado, y se va hacer presente realmente en el misterio de la Eucaristía dentro de un momento. Se pone aquí, en medio de nosotros, y nos dice: paz a vosotros. Es como si nos dijera el Señor: dejad ya vuestros miedos, dejad de dar vueltas a vuestras debilidades, dejad de recordar la violencia de la pasión, dejad los sentimientos de culpa, dejad vuestras tristezas. La presencia mía, dirá el Señor, del Dios vivo y verdadero, es el camino que lleva a la paz y a la reconciliación de los hombres, es el camino que abre puertas siempre, y nos abre a todos los hombres, en cualquier situación, en cualquier circunstancia. Acoged mi paz, nos dice el Señor. La paz es el Señor mismo. Es Jesús mismo.

Claro está, queridos hermanos. Nos dice el Evangelio: se llenaron de alegría. El encuentro con el resucitado es siempre una experiencia de alegría. Jesús nos despierta la alegría. ¿Dónde está la alegría del Evangelio, que llena la vida y el corazón de todos los que se encuentran con Él? ¿Quién me da la verdadera alegría? Solo Él, queridos hermanos. La alegría del ser humano puede venir de muchos manantiales; el triunfo de la vida…, pero eso dura poco. Pero hay una alegría que permanece siempre: el saber que Dios me quiere, me abraza, me ama, cuenta conmigo, y yo le puedo decir: Señor mío y Dios mío. Y además, no solamente cuenta conmigo porque me da ese abrazo, sino que me dice: como el Padre me envió, así os envío yo, yo os mando a que seáis mi presencia en medio de este mundo. La misión de todo discípulo es ser presencia de Jesús en el mundo, liberar al mundo este en el que vivimos de los miedos y del desamor.

Pues, queridos hermanos, ¿veis la importancia que tiene el reunirnos aquí, en este segundo domingo de Pascua, en la celebración de la Eucaristía? ¿Veis la importancia que tiene el que nosotros podamos decir: Señor, somos, queremos ser testigos de tu Resurrección, hemos nacido de ti, tú nos has dado la vida, queremos que tú estés en medio de nosotros, que seas tú el que nos impulses a salir, que llevemos la vida del Evangelio?.

¿Os habéis dado cuenta que todas las exhortaciones que el papa Francisco nos está dando llevan la palabra alegría? ¿Que la que sale mañana, si Dios quiere, lleva la palabra alegría? Pero no cualquier alegría. Es la nuestra, la de hoy: que Jesús va estar entre nosotros.

Queridos hermanos y miembros de la asociación de Ciegos Españoles Católicos, de CECO. Mirad: que nos enseñéis a todos también a decir lo de Tomas, Señor mío y Dios mío. Porque vosotros veis más profundamente que los que a lo mejor tenemos la vista para ver. Podéis tocar como Jesús. Tocáis las situaciones, las heridas, las circunstancias de los hombres. Cuando eso se toca, no hay más remedio que decir lo de Tomás. ¡Es tan evidente la presencia de Dios!. Señor mío y Dios mío.

Que el Señor nos bendiga. Y que nos haga sentir, en este segundo domingo de Pascua, el amor de Dios y la presencia de Él, que una vez más nos va a decir con su presencia: la paz con vosotros. La paz llene vuestra vida. Y os envío a entregarla. Os envío a que seáis mi presencia. Amén.

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