Homilías

Sábado, 18 noviembre 2017 23:07

Homilía del cardenal Osoro en la Misa celebrada en la catedral en la I Jornada Mundial de los Pobres (18-11-2017)

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Querido don Avelino, vicario general. Queridos vicarios de Pastoral social y de Acción caritativa, que habéis preparado junto con los delegados de vuestras respectivas vicarías esta Jornada de los Pobres que el Papa Francisco ha querido dar a la iglesia. Queridos vicarios episcopales, superiores mayores, hermanos sacerdotes; queridos seminaristas, director de Cáritas diocesana, miembros de diversos movimientos, asociaciones, comunidades, que estáis presentes aquí y que os dedicáis precisamente a trabajar con los más pobres. Hermanos y hermanas todos.
 
Para mí es un gozo hoy poder estar en esta Jornada Mundial de los Pobres que iniciamos aquí, esta noche, en las vísperas del domingo, en la catedral. Esta jornada que el Papa Francisco ha establecido que se celebre todos los años, y en toda la iglesia, en el  domingo 33 del tiempo ordinario, que es un domingo previo a la fiesta de Cristo Rey. Es una jornada que tiene que ser significativa y muy centrada en los pobres.

Ayer yo estaba en Roma, en la reunión de la Secretaría del Sínodo, y en la plaza de San Pedro era impresionante ver el despliegue que se había hecho precisamente para reunir a los pobres mañana. Ver también cómo la basílica de san Pedro, los primeros lugares, y la parte de delante de la basílica estaba preparada para reunir a los pobres. Y cómo en el Aula Pablo VI se iba a celebrar también un ágape, sencillo pero significativo, con ellos. Yo pensaba, cuando estaba paseando por allí, en lo que esta noche íbamos a hacer aquí; algo naturalmente mucho más sencillo, pero también vivido aquí, en esta catedral, y vivido después en la Plaza que rodea a nuestra catedral, en la más significativa.
 
Sabéis que el lema de esta jornada es: «No amemos de palabra, sino con obras». Es un imperativo que nos hace salir de ese amor que a veces, o en muchas ocasiones, es manifestado en palabras, pero no acabamos de dar el paso a hechos concretos. Especialmente cuando se trata de amar con el estilo de Jesús. Cuando uno coge las páginas del Evangelio, están llenas de encuentros de Jesús con los más pobres, y nos dice cómo se agolpaba la gente -lisiados, paralíticos, enfermos, pobres que no tenían nada que llevarse a su estómago-, cómo el Señor se juntaba con ellos; y en otras ocasiones le vemos junto a esa pobre viuda que se le ha muerto el único hijo que tenía, y que va a ser una desgraciada toda la vida por la manera en que tenían de vivir en tiempos de Jesús aquellas que se quedaban viudas.

Estimular a los creyentes es una gracia que le agradecemos ciertamente a Dios, pero también al Papa Francisco, porque nos estimula a reaccionar ante esta cultura del descarte y del derroche. Quien tiene mucho, disfruta como sea, y a veces quedan al margen o marginados los que no tienen nada. Por eso, queremos hacer nuestra hoy, aquí, en la Eucaristía, en esta jornada, la cultura del encuentro de la cual nos habla el Papa Francisco tantas veces. Que es la cultura de los cristianos. No hay otra cultura. Es la cultura que inicia Jesucristo. Es la cultura que el Señor, cuando viene a este mundo, quiere encontrarse de verdad con los hombres. Siendo Dios no tuvo a menos, nos dice la carta a los Filipenses, en hacerse hombre; se hizo uno de tantos, se juntó con nosotros. Y especialmente Él se juntó con aquellos que más le necesitaban, porque tenían más necesidad, y animaba a quienes tenían a que se hiciesen verdaderos amigos y hermanos de los pobres.
 
Es cierto que el Papa Francisco nos da las claves fundamentales para el ejercicio del amor y de la caridad con los más pobres. Porque no solo son ellos destinatarios de buena voluntad, sino que los pobres sensibilizan nuestra conciencia, nos hacen ver los descartes reales que hay, nos hacen descubrir a todos nosotros ciertamente el derroche que a veces una sociedad del tener realiza sin mirar a los que más necesitan.

Por eso, damos gracias al Señor de corazón en nuestra vida. Gracias Señor en este momento de nuestra vida en el que podemos identificar de forma clara los rostros de la pobreza. Sí, queridos hermanos: el dolor, la marginación, la violencia, la tortura, el romper con el otro, el que no querer dialogar con el otro. Todo eso es pobreza de corazón, es no querer hacer un mundo en el que podamos entendernos. La privación de libertad, el encarcelamiento, las guerras, las torturas, la ignorancia, las emergencias sanitarias donde unos pueden y otros no pueden hacer nada, la miseria, el exilio, la migración forzada… Queridos hermanos: son rostros. Son rostros concretos.

Acercarnos a los pobres, sentarlos a la mesa y dejar que nos evangelicen es una tarea ineludible para nosotros. En ningún lugar, queridos hermanos. Porque quien se sienta a la mesa de Cristo, como estamos nosotros haciéndolo ahora, si de verdad se sienta, si de verdad se da cuenta de con quién se sienta, y si de verdad es consciente de lo que le pide el que se hace realmente presente aquí en medio de nosotros, que es Jesucristo, necesariamente tiene que sentar a su lado a los que más necesitan. La mesa del Señor es la mesa que tenemos que construir cada uno de nosotros en nuestra vida. Y ciertamente los pobres pueden ser maestros en ayudarnos a vivir la fe: no de palabra, sino con obras. Porque, como decía, si recordáis, el Papa Francisco: mi deseo es que las comunidades cristianas se comprometan precisamente en esta jornada de los pobres en diversos momentos de encuentro y amistad, de solidaridad, de cercanía. Es hora de que nos sentemos. Cuántas cosas que consideramos como fundamentales dejaríamos como secundarias, queridos hermanos. Y nos moverían las cosas fundamentales. La Eucaristía nos configura con Cristo. Nos lleva a descubrir el rostro del Señor en el rostro de los pobres. Siempre.
 
¿Os acordáis que en el Año de la Misericordia yo quise - porque me lo regalaban, solo costaba ponerlo ahí-, un banco que tenéis ahí, en la Plaza? Después, con los niños, quería llevar un ramo de flores que me han regalado hoy los hermanos de la Iglesia Ortodoxa Rumana, cuando he ido a la bendición de su catedral esta mañana. Les dije a ellos que el ramo lo iba a poner con los pobres, a los pies de Jesús, representándonos a todos nosotros. Cada flor es lo mejor de nuestra vida. Y lo ponemos ahí, en ese rinconcito, en el que podemos sentarnos. Cuando yo inauguraba ese banco, en homenaje a la misericordia que tenemos que tener y que nos pide Cristo, os decía que tenemos un sitio ahí para sentarnos y mirar a ese pobre que es Jesús mismo: tiene en los pies las llagas; está totalmente tapado, pero es Jesús con sus llagas.
 
Pues, queridos hermanos: es verdad que la Eucaristía nos lleva a descubrir el rostro de los pobres, a rendir su cuerpo, a tocar el cuerpo que tiene llagas de los pobres. Por eso, la Eucaristía no es un ejercicio fragmentario. Una cosa es la Eucaristía. No. No. Es un ejercicio práctico de un amor que no se puede fragmentar. No es vivido aquí de una manera y después fuera de otra. Lo tenemos que vivir junto a los demás, de la misma manera.

Lo habéis escuchado en la palabra de Dios que acabamos de proclamar. Si os habéis dado cuenta, en la primera lectura que hemos proclamado del libro de los Proverbios … Hay un poeta español que dice, o compone a partir de este texto de los Proverbios, que habla de la mujer hacendosa… él dice que esa mujer es la iglesia: la Iglesia abre sus manos a los pobres, y si no no es la Iglesia de Jesucristo. Es otra cosa distinta. Lo decía el texto: la mujer hacendosa, la Iglesia, vale mucho más que las perlas; trae ganancias, no pérdidas; abre sus manos al necesitado; extiende el brazo al pobre. Cantadle por el éxito de su trabajo. Cantémonos a nosotros mismo si somos esta Iglesia de Jesús que abre manos. Nuestras manos, queridos hermanos, a los pobres. La Iglesia tiene que abrir su vida a los que más necesitan. Esta es la Iglesia de Jesús, porque la Iglesia tiene que hacer lo mismo que hizo Jesús.

En segundo lugar, nos decía la Palabra que vivamos como hijos de la luz. Vosotros, decía el apóstol Pablo en la carta a los Tesalonicenses, no vivís en tinieblas, sois hijos de la luz, sois hijos del día, sois hijos de Dios. Y tenéis hermanos. Sí, queridos hermanos. La luz se ha de manifestar precisamente en el hermano, en el que tengo a mi lado, en el que más necesita. Por eso, decía el apóstol: no durmamos como los demás, estemos vigilantes a las necesidades de los hermanos. Vivid como hijos de la luz.

Y, en tercer lugar, entremos junto al Señor. Habéis escuchado en el Evangelio algo que es precioso. Precioso. Un hombre que, en la traducción exacta, «se marcha al extranjero». Desde el inicio de la Palabra, se nos recuerda nuestra responsabilidad de cultivar los dones y desplegar todas las posibilidades, pero siempre pensando en el bien de todos. Y particularmente pensando en hacer crecer el don de la vida que nos es ofrecido en Jesús. Que Él ha venido a que tengamos vida. Este hombre nos da a todos unos talentos. Nos ha dado su vida. El talento sabéis que en tiempo de Jesús era una especie de lingote de plata, era una gran riqueza que equivaldría al salario de dieciséis años de un jornalero, y significa el tesoro inmenso que cada uno hemos recibido de Dios. Un tesoro inmenso. ¿Lo guardamos o lo damos, queridos hermanos? ¿Guardamos el tesoro para nosotros, o lo regalamos? Los tres casos que presenta la parábola son significativos. Negocian. Los primeros negocian: uno con cinco talentos y otro con dos. Y son felicitados. Sí. Porque negocian, reparten lo que tienen y lo aumentan para dárselo a los demás. «Entra en el gozo de tu Señor». El tercero tiene miedo.

Queridos hermanos: no tengamos miedo a hacer fructificar con los que más necesitan lo que Dios nos ha dado. Lo que tenemos. Hacer partícipes a los demás de nuestra vida, en la que está lo que somos y lo que tenemos, es algo necesario. ¿No os habéis dado cuenta cómo este tercero, que le dan un denario y lo guarda, y lo esconde, le dice al Señor: mira, es que tuve miedo, sabía que eras exigente? Tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. El miedo, queridos hermanos, frena. El miedo nos bloquea. El miedo nos impide vivir nuestros dones. El miedo hace que lo enterremos: que enterremos lo mejor que tenemos, que es para dárselo a los demás, para repartírselo a los demás.

El Evangelio nos avisa de que el peor enemigo de nuestra vida es el miedo. El miedo. No olvidemos que el tercer siervo de la parábola es descalificado por Jesús. No porque haya cometido maldad. No. Sino porque se ha dedicado a conservar. A conservar. Que esto no cambie. Que esto no cambie.

Queridos hermanos. Nos pasa un poco así. Vemos la evolución del mundo, cómo marcha, cómo cambian las cosas. Y todos, a veces, tenemos miedo: que esto no cambie. Conservar estérilmente lo recibido. La clave de la parábola está en el miedo. El que recibió un talento. La imagen de este hombre era de tener un señor terrible. Y Dios no es terrible. Jesús se acerca a nosotros, ha venido a nuestra vida, ha venido a esta historia. Y habéis visto lo que ha hecho: se ha rodeado de los que más necesitaban, ha ido junto a ellos. La imagen no es la de un señor terrible. El miedo nos paraliza, nos bloquea; el miedo nos hace estériles. Jesús ha venido a disipar los miedos. Y abre el camino de la confianza. De una confianza renovada cada día. Dios no es un tirano, no atemoriza, no busca egoístamente el interés propio, confía en cada uno, en el gran regalo que Él nos ha dado en la vida. Y confía que hagamos partícipes a los demás de ese regalo.

Como veis, la parábola es preciosa si la vivimos. Y la podemos vivir. Hoy, en esta jornada de los pobres, recordamos que lo que somos y tenemos no es para guardarlo para nosotros. Es para hacer partícipes a los demás de lo nuestro. Sí. De nuestro amor, si es verdadero a Dios. Y de nuestro amor que tiene obras. Que no se compone solamente de ideas, sino que se realiza en obras concretas con los demás. Al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Por guardarlo. Por roñoso.

Queridos hermanos: el Evangelio de hoy, que es el que se proclama en este domingo, es una oportunidad única de volver a redescubrir a Jesús, y de volver a descubrir a un Jesús que quiere, que ama a los pobres. Que no se cansa de amar. No tengáis miedo. El que no quita nada y lo da todo, que es Cristo mismo, nos da hasta su vida, que se va a hacer presente aquí, nos pide que hagamos lo mismo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Abramos de par en par las puertas a nuestro Señor Jesucristo. Abrámoslas. Con todas las consecuencias. Sí. El propio Papa, en la bula del Jubileo de la Misericordia, nos recordaba que no podemos escapar de las palabras de Jesús, porque seremos juzgados por esas palabras. En cada uno de estos pequeños. Sí: del hambriento, del sediento, del desnudo, del extranjero, del prisionero, del enfermo… está presente Cristo. Se hace carne visible. En el llagado, en el flagelado, en el desnutrido… Para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado.

Este artista, Thimoty, que nos regaló esa escultura que tenemos ahí. Yo no la he querido poner de adorno, queridos hermanos. He querido que, cuando tengáis un rato y vengáis por aquí, os sentéis en ese banco. Y miréis a los que tenemos alrededor. Los que están así como Jesús, llagados. Os invito, en este día, en esta jornada de los pobres, a que os sentéis unos instantes en Jesús pobre. En Jesús desamparado. Y podamos ver a tantos y tantos desamparados. Sí: pobres, solos, que hacen rupturas con los demás, que no quieren dialogar con nadie, que quieren mantener sus ideas a costa de lo que fuere… Son pobrezas reales también, hermanos. Hagamos posible un mundo distinto.

El Señor, como veis, nos ha dado talentos a todos. Hagámoslos fructificar. No los guardemos. La inversión de los talentos no es en los bancos: es con los demás. Es con el que yo me encuentro todos los días. Para eso me ha dado su vida el Señor: para que esa inversión la haga con los demás. Mirad: la Iglesia puede ser perseguida, la tirarán unos, quitarán alomejor la catedral… pero a los pobres nunca nos los podrán quitar. Son propiedad de nuestro Señor. Y eso lo teme todo el mundo. Porque son carne de Cristo.

Que la Eucaristía que estamos celebrando nos ayude a nosotros a vivir lo que hemos escuchado en la Palabra del Señor. Que la Iglesia, de la que somos parte, abra las manos. A vivir como hijos de la luz. Y a entrar llevando el gozo del Señor. Como los que hicieron fructificar los talentos.

Queridos hermanos: que el Señor os bendiga y os guarde. Y hagamos un hueco y un sitio a los pobres. Como Jesús. Amén.

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