Homilías

Martes, 27 marzo 2018 17:50

Homilía del cardenal Osoro en la Misa Crismal (27-03-2018)

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Hermanos y hermanas que hoy queréis acompañar a todos los sacerdotes en este día entrañable para todos nosotros. Hermanos todos:

¡No os podéis imaginar la alegría que inunda mi corazón cuando celebro la Misa Crismal! ¿Por qué? Es la Misa que el Obispo celebra con su presbiterio y en la que se manifiesta públicamente la comunión existente entre el obispo y sus presbíteros en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo (PO 7). En ella se consagra el Santo Crisma y se bendicen los demás óleos.

Los textos que hemos proclamado del profeta Isaías, el libro del Apocalipsis y el Evangelio de san Lucas (Is 61, 1-3ª. 6ª. 8b-9; Ap 1, 5-8; Lc 4, 16-21) los podríamos resumir así: «El Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres y darles un perfume de fiesta, nos amó, nos ha lavado con su sangre, nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre, Él que es el Alfa y la Omega, principio y fin, que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso».

Quisiera detenerme hoy en esas palabras últimas de Jesús, que quizá fueron las palabras más cortas dirigidas a los hombres pero nacían de lo profundo de su corazón, y en las que nos sintetiza su misión y la que nos ha entregado a nosotros los sacerdotes: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». ¡Qué desconcertante fue la inauguración del año de gracia! ¡A qué profundidad nos lleva este anuncio! «El Espíritu está sobre mí, él me ha ungido, me ha enviado para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los cautivos, la vista a los ciegos, para dar libertad». Esta pequeña homilía del Señor –«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír»– quisiera resumirla para nosotros en tres palabras, que contienen al mismo tiempo todo lo necesario para anunciar la Buena Noticia que es el mismo Jesucristo, pues es Él quien es la libertad, da la visión verdadera del hombre y del horizonte en el que se tiene que fraguar la historia y la convivencia de los hombres. El Señor por la ordenación sacerdotal nos ha regalado tres realidades sin las cuales se hace imposible vivir un ministerio: ungidos, unidos, enviados.

Como habéis escuchado, por decirlo de alguna manera, la homilía del Señor es desinstaladora, pues nos pone en una situación en la que solamente es válido poner los ojos fijos en Él. ¿Os habéis dado cuenta de lo que sucede en la sinagoga donde Jesús pronuncia estas palabras? El Evangelio nos lo dice con claridad: «Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él». Por eso te pedimos, Señor, que nos desinstales y hoy, en esta Misa Crismal, todos los sacerdotes entremos en la hondura que alcanzó nuestra vida el día en que nos regalaste, por un acto lleno e inmenso de amor hacia nosotros, haber sido ungidos para ungir a los demás y para salir juntos y unidos a todas las partes y ungir a todos los hombres en tu nombre.

1. Ungidos: regresemos a la imagen de Jesús ungido y consagrado para ungir a su pueblo comenzando por los más necesitados. ¡Qué gozo da ver cómo el Padre unge a su Hijo con una unción que lo hace un hombre para los demás¡ Y lo mismo que Jesús es ungido para ungir, así nosotros los sacerdotes hemos sido ungidos para ungir, para hacer posible que todos se conviertan en testigos del amor de Dios a los hombres. Jesús es ungido para ungir y nos ha ungido a nosotros para que hagamos lo mismo. Estamos unidos de tal manera con Jesús y con el Padre que nos hace descubrir que nuestro sacerdocio no nace de fuera para dentro. No. Es una gracia que viene del exterior, nos la da Cristo mismo, y que nunca termina de entrar en lo profundo de nuestro corazón pecador. No, queridos hermanos, somos sacerdotes en lo más íntimo, hemos sido marcados para siempre; Cristo, el ungido del Padre, se hace presente en nuestra vida, en lo profundo de nuestro ser. Y es en esta y desde esta profundidad desde la que ungimos. Nos ha convertido el Señor en Pan y hemos de vivir así y entrar en ese dinamismo de convertirnos día a día con más fuerza y manifestación ante todos los hombres en ese Pan que es Cristo, mientras consagramos el pan cotidiano en la Eucaristía. Convertirnos en esos hombres que regalan la ternura y el amor de Dios.

Queridos hermanos, el ungir se realiza con todo nuestro ser y hacer, con las manos, con el corazón, con las palabras; es todo un gesto de donación total, que se convierte en un gesto fecundo y vital que todo lo pone al servicio de los hombres, que nos desinstala de todo, solamente nos queda esa manera de vivir el gesto de Cristo: dar la vida por amor a todos los hombres. Nos hace desinstalarnos de las ideologías que matan y dividen para centrar nuestra vida en la persona de Cristo que abraza a todos: justos y pecadores, que cuando reparte no se guarda nada, como el Padre cuando nos dice: «Todo lo mío es tuyo»; por eso, cuando perdona no escatima, sino que festeja a lo grande, cuando espera no se cansa, espera siempre, espera todo lo que haga falta.

Queridos hermanos sacerdotes, os propongo una tarea que trae consecuencias para vivir la desinstalación hasta de no sentirnos propietarios de nada; solo tenemos una riqueza que es Jesucristo. No somos propietarios ni de nosotros mismos, pues somos propiedad del Señor, ni de nuestras parroquias lo que hará más evidente nuestra disponibilidad y lo que tenemos, ponerlo a disposición de todos. ¡Con que fuerza estaríamos llenos de esperanza, de amor, de entrega, de buscar las necesidades del otro, de disponernos a ayudar a quienes tienen más dificultad! Señor, que la unción nos haga ver y vivir que somos para los demás.

2. Unidos: volvamos a Jesucristo, Él es la fuente de la unidad. Quienes celebramos todos los días la Eucaristía, quienes nos alimentamos día a día de Jesucristo, no tenemos más remedio que dar de lo que hemos recibido, a Jesucristo. Además este fue nuestro compromiso el día que en libertad absoluta y total dijimos al Señor: «Sí, quiero ser Tú, en medio de los hombres y en esta Iglesia en la que me incardino». Hermanos, la incardinación no es solamente ni fundamentalmente un acto jurídico, es hacer y llevar a cabo el misterio de la Encarnación de mi ministerio unido a un obispo como sucesor de los apóstoles en un trozo del Pueblo de Dios. Por eso hoy, al renovar nuestro ministerio, hagámonos esta pregunta: ¿cómo puedo provocar división y rupturas yo que he recibido la misma misión de Jesús, de unidad y de comunión, de vida y sanación, de ruptura con la muerte y alianza con la Vida que es el mismo Jesucristo? Es verdad que no provocamos iglesias paralelas o rupturas evidentes, ni divisiones heréticas. Pero no manifestamos, con absoluta visibilidad por parte del pueblo al que servimos, esa alianza absoluta con Cristo y con los hermanos en todas las situaciones y con gestos concretos que nos invitan a vivir de otra manera, poniendo todo lo que somos y tenemos al servicio de quienes más lo necesitan y no desde las apreciaciones personales, sino incluyéndolo en la misión de la Iglesia.

Tengamos hoy la libertad de hacernos esta pregunta: ¿qué significado adquiere la celebración de la Eucaristía todos los días, en la que nos encontramos con Cristo y con todos los hombres? Un solo cuerpo, un solo espíritu, una misma misión, una sola unidad. Llevemos hasta la máxima radicalidad lo que nos pide el Señor. Es verdad que no lo hacemos con grandes divisiones, pero tengamos cuidado con nuestros comentarios, cuando comenzamos a vivir, con normalidad y sin ver pecado en ello, esas conversaciones en las que alguno sale herido: «me dijeron… oí... me parece… no me muevo… no entro en esa dinámica pastoral porque no la veo… son ideas suyas». No es nuevo, lo vemos ya en el inicio mismo de la misión de la Iglesia. Hermanos, todo se puede decir, pero donde hay que decirlo. Queridos hermanos, la Misa Crismal, la renovación de nuestro ministerio nos pide vivir unidos codo a codo en el servicio de nuestro pueblo, trabajando juntos, descubriendo que hoy, como siempre, el anuncio del Evangelio, para que sea Buena Noticia y entregue y de libertad, vista y gracia, nos pide con más urgencia el deseo de Jesús de permanecer unidos, salir juntos.

¿Qué significa estar unidos? No querer la gloria para uno mismo, mediar para que el bien del pueblo sea para gloria del Padre, tener el gozo de ser humildes servidores, hacer de la Iglesia rostro de una madre humilde, pacífica, tierna, unida, verificadora de ser mediadora entre Dios y los hombres, que se apoya solo en la fuerza de Dios, que haga pensar y sentir a los hombres como piensa y siente Jesús y su Madre Santísima y que lo hacemos desde nuestra propia fragilidad, pero contando con la fuerza, la gracia y la acción del Espíritu Santo.

3. Enviados: entremos desde nuestra fragilidad, pero convencidos de que a través de la misma actúa la fuerza arrolladora de Jesucristo, somos enviados. Hagámoslo con audacia, sin temor, escuchando a Jesús que nos dice: «Yo he vencido al mundo». Traigamos siempre al corazón la mirada del Señor, su compasión entrañable que no nos deja ensimismarnos, ni nos paraliza, sino todo lo contrario; nos impulsa a salir donde están los hombres. Esa mirada de Jesús que hemos querido tener en estos años del Plan Diocesano de Evangelización, que terminamos este curso. Hemos visto con la claridad que nos da la Palabra de Dios, desde la que hemos leído nuestra realidad en la que tenemos que anunciar a Jesucristo, lo que el Señor nos pide en este momento. Tendremos el próximo año un año de gracia, un año mariano acogiendo la gracia de los 25 años de la consagración de nuestra catedral, santuario de nuestra Madre, en esa advocación de Santa María la Real de la Almudena, para aprender de la primera y mejor discípula del Señor, su propia Madre, cómo vivir ese discipulado en estos momentos.

Queridos hermanos sacerdotes:

Jesucristo sigue irrumpiendo en nuestra historia, que sigue marcada por la vulnerabilidad, enfrentamientos, divisiones, incapacidad para acoger a todos los hombres, pero con un dinamismo imparable, dinamismo lleno de coraje y de fuerza. Tengamos la valentía de seguir entrando en el núcleo de nuestra predicación, del kerigma: la proclamación rotunda de esa irrupción de Jesucristo encarnado, muerto y resucitado en nuestra historia. Hermanos, seamos valientes y vivamos en la verdad; el diagnóstico que hace Jesús de la situación del mundo no tiene nada de quejumbroso ni de paralizante, todo lo contrario, nos hace una invitación a la acción fervorosa, a salir, a tener una audacia cada día mayor. Hagamos a todos partícipes de esta Buena Noticia, es la Gran Noticia, es una visión nueva de todas las cosas; incluimos a todos, a nadie se le descarta, a todos se les ofrece la liberación. No es una visión asistencialista de la fragilidad, es sanadora, da una visión nueva, hace ver las maravillas que hace Dios en el corazón de los hombres.

Hermanos, la audacia y el coraje apostólico son constitutivos de la misión. Esto se adquiere en el encuentro con Jesucristo, el que dentro de unos momentos vamos a tener: Él se convierte en Pan para nosotros, se nos da en alimento verdadero; démosle la respuesta que nos pide, convirtámonos nosotros sacerdotes, en su Pan. Con la intercesión de la Virgen María, en esta advocación tan nuestra, de Nuestra Señora de la Almudena, a Ella la pedimos que así como experimentó la alegría de evangelizar en la audacia inaugural de la presencia de su Hijo en este mundo, Ella nos haga decir también a nosotros, «proclama mi alma la grandeza del señor». Amén.

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